«Un trescientos», por Karina Boiola

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Para Maxi, por todas las ficciones

que vivimos juntos

 

 

Era el último día de un mes invernal en la ciudad de Buenos Aires.

Ya por la noche, Diana volvió a su casa, después de pasar varias horas en la facultad. Estaba bastante desanimada. El motivo de ese desánimo puede resultarle conocido a cualquiera que estudie, digamos, una carrera de humanidades en ciertas circunstancias específicas, a cierta altura de su vida. A su desánimo se le sumaba, además, el desconcierto de haber recibido en su trabajo (un trabajo aburrido y mal pago) una extraña llamada telefónica.

La casa de Diana era un departamento de esos tantos que hay en la ciudad: dos ambientes, cocina pequeña, baño un tanto destartalado con rastros de humedad en las paredes, ascensor pequeño por el que hay que batallar con los vecinos para subir primero. Ese día, Diana había perdido la batalla y subió los ocho pisos por escalera. Abrió la puerta de su casa, se sentó en el sillón y prendió la tele. Haciendo zapping pensó que ya no le quedaban energías para agarrar algún libro de los tantos que se acumulaban, sin leer, en su biblioteca. En su teléfono googleó “Global corp”. El nombre le había quedado resonando en la cabeza, porque era extraño que alguien mencionara algo así en una de las tantas llamadas que recibía por día. Era una ONG norteamericana, pero no había demasiada información al respecto.

Un rato más tarde fue a la cocina para hacerse un té. Abrió la hornalla y acercó el encendedor. Nada. Probó de nuevo. Nada. Verificó que la llave de gas estuviera abierta. Nada. Salió al pasillo. El ascensor estaba en su piso. Abrió la puerta y, pegado al espejo, vio el funesto cartelito: “El servicio de gas fue cortado preventivamente a causa de una fuga”. Cerró la puerta, enojada, y volvió a su departamento.

Al día siguiente, Diana se levantó temprano, como todos los días, para ir a trabajar. No tuvo que esperar demasiado el ascensor. En el hall de entrada vio a Richard, el encargado. Le preguntó por el gas. Richard le dijo que no se hiciera problema: el año pasado la empresa había reestablecido el servicio luego de un corte largo y ahora el edificio estaba en regla; el motivo del corte actual era porque había habido cierto “cortocircuito” entre la cuadrilla que cortó el gas inicialmente y aquella que lo había reestablecido, pero que iba a volver pronto. Diana no terminó de entender cabalmente esa razón que para Richard era natural. Se fue a trabajar.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y comenzó a atender llamadas en inglés. Era un call center que brindaba soporte técnico para una empresa norteamericana, una de las tantas que, debido a los bajos costos laborales del tercer mundo, había decidido tercerizar el servicio. A la séptima quiso descansar y dejó los auriculares sobre el escritorio. Su supervisor, Jony, le gritó que se pusiera en auto in. Diana volvió al ruedo: le tocó una señora sureña (luego de cuatro años, podía imaginar quién estaba del otro lado solo por su acento) que decía que la computadora no prendía. Please, m’am, check if the power cable on both sides of the CPU (the black box underneath the monitor) is properly plugged in, dijo Diana. La señora se indignó un poco: I have already checked that, I need a replacement! Diana le respondió: Please, m’am, we have to follow the troubleshooting procedure. Could you please check the cables once more? La sureña respondió: I want to speak with an American, I can hardly understand you! Oh, wait! The cable was unplugged! Y cortó.

La semana siguiente, Diana se levantó temprano, como todos los días, para ir a trabajar. Dormida, fue al baño y presionó el interruptor de la luz. Nada. Salió al pasillo y vio que las luces de emergencia estaban prendidas. A tientas se bañó en la oscuridad y bajó los ocho pisos por escalera. En el hall de entrada vio a Richard. Le preguntó por la luz y, de paso, si había novedades del gas. Richard le dijo que había saltado un generador debido a una sobrecarga en la línea del edificio (todos los vecinos habían comenzado a usar demasiados artefactos eléctricos por la falta de gas), pero que probablemente la luz volvería en unas horas. Del gas, dijo Richard, nada todavía. Y agregó: “Esto va para largo”. Diana se sorprendió porque apenas una semana antes él le había comentado que el gas volvería pronto. Al salir, el anciano que vivía en la entrada del edificio contiguo la saludó. Diana pensó, al pasar, que ese viejito siempre estaba ahí pero que nunca había hablado con ella.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y atendió una llamada. Un señor que decía que la impresora no andaba. Printer offline, it says. Diana le explicó que debían reinstalar los drivers de la impresora. Le indicó que pusiera el CD que venía con la impresora en la lectora del CPU. El señor dijo: it ain’t doing anything. Luego de muchas idas y vueltas, Diana se percató de que el señor había puesto el CD en la ranura de la impresora.

Al volver del trabajo, se encontró con Richard. El encargado le dijo que el inspector de la empresa de gas pasaría esa semana por cada departamento para verificar si estaban en regla. Richard le dijo que se despreocupara porque su casa estaba bien (todos los departamentos de su piso estaban en regla, le dijo). Pero que el inspector pasaría temprano y no se sabía bien qué día. Diana le comentó que no podía faltar al trabajo. Richard le dijo que le dejara las llaves de su departamento y que él lo recibiría. Al día siguiente, Diana le dejó a Richard sus llaves y se fue a trabajar. Al pasar, el anciano que vivía en la puerta de al lado de su edificio le dijo algo que no entendió. Por las dudas, Diana le devolvió el saludo y siguió caminando.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y atendió una llamada. Era una chica que le decía que el glass holder de su computadora se había roto. Diana se sorprendió. Glass holder? The CPU does not have any glass holder!, le dijo. La chica respondió que ella apretaba un botón y el glass holder salía del CPU. Diana se dio cuenta de que la chica estaba apoyando sus vasos de café en la lectora de cds del CPU y le explicó, amablemente, que eso no era un apoya vasos y que dejara de hacer eso.

Algunos días después, todavía no había noticias del inspector de la empresa de gas. Una mañana, Richard le dijo que seguramente el inspector pasaría ese día y que, por las dudas, le dejara un trescientos por si había que convencerlo. Richard le explicó que los inspectores son muy quisquillosos y que a veces no habilitan el servicio por detalles. Le dijo que él tenía experiencia en el tema y que con un trescientos podía arreglar la situación. Diana sacó su billetera. Por suerte, tenía quinientos pesos (no solía llevar efectivo encima). Le dejó un trescientos a Richard y se fue a trabajar. El anciano del edificio de al lado no estaba, tampoco sus cosas. Diana se preguntó qué le habría pasado y siguió caminando.

Al volver del trabajo, se encontró con Richard. Tenía esperanzas de que ese día ya tendría gas nuevamente. El encargado le dijo: “No hubo caso. Intenté convencerlo de todas las maneras posibles, pero tenés que hacer varios arreglos para que te habiliten el servicio”. Diana le pidió, indignada, sus trescientos pesos. En su casa, llamó a la dueña del departamento. Le informó que el corte de gas duraría mucho tiempo y le pidió que le comprara una ducha eléctrica. La dueña le dijo que no era su obligación comprarle una ducha y que no podía hacerse cargo de todos los gastos que a ella le surgieran. Diana le recordó que ella había alquilado el departamento con gas y que sí era su obligación hacerse cargo de la situación. La dueña aceptó, a regañadientes. Diana pensó que todos los dueños eran iguales.

Se sentó en el sillón y agarró una pila de apuntes fotocopiados. Pronto tendría parciales. Trató de concentrarse en la lectura, pero hacía frío. Se acordó de global corp y de la extraña llamada que había recibido en el trabajo, el día que cortaron el gas. Volvió a buscar información en internet. En algún post de Twitter leyó que se trataba de una ONG que invertía dinero en la búsqueda de vida extraterrestre. A Diana le causó gracia la idea. En las redes pululaban ese tipo de teorías.

Al día siguiente, Diana se fue temprano a trabajar. Vio que Richard estaba encerando el piso del hall pero no lo saludó, ya estaba un poco harta de sus idas y vueltas con el gas. Al salir, vio que el anciano que vivía al lado de su edificio estaba de vuelta. Lo saludó, amable. El anciano la miró pero no le dijo nada. Diana tuvo la sensación de que se trataba de un anciano diferente. Pero se le hacía tarde y tuvo que correr las tres cuadras que la separaban del subterráneo.

El sábado, Diana recibió en su casa al electricista que le colocaría la ducha eléctrica. Luego de un rato, el señor le comentó que el trabajo ya estaba hecho y que se acordara, siempre, de desconectar el cable de la electricidad antes de bañarse. Diana pensó que eso era una obviedad y se limitó a asentir con la cabeza. El electricista también le dijo que, revisando el toma corrientes del baño, había encontrado un pequeño artefacto negro. Le preguntó si sabía qué era. Diana le dijo que no tenía idea. El electricista le preguntó si podía llevárselo para revisarlo. Diana le dijo que sí.

Acompañó al electricista hasta la puerta. Aprovechó y salió para comprarse algo para almorzar. Vio al anciano que vivía en la puerta del edificio de al lado. Le dio la sensación de que la seguía con la mirada. Diana pensó que desde hace varias semanas la ciudad le parecía extrañamente diferente. Mientras caminaba, se dio vuelta para mirar al anciano. El viejito ya no se veía.

Diana se dijo a sí misma que no tenía que pensar en esas cosas. Sin importar las tramas conspirativas que se urdieran en torno a su rutina, ella todavía estaba sin gas y con una pila de apuntes fotocopiados sin leer. Los parciales vendrían pronto y, estaba segura, su supervisor no le daría los días de estudio que le había pedido.

 

 

Karina G. Boiola (1988, Buenos Aires) es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, se encuentra cursando la Maestría en Literaturas Latinoamericanas de la UNSAM. Ha sido columnista de la revista “Tierra Adentro” (México, CONACULTA).

 

 

 

 

 

 

«Diario sentimental de una chica escort»: Una vida en presente de Paula Puebla, (17grises, 2018) Por Nicolás Pose

 

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Una vida en presente es la historia de María Guevara, protagonista y narradora de la novela, representante de la figura de una mujer fuerte, independiente y que se abastece a sí misma con el dinero que generan sus vínculos de clase alta, un dinero que viene marcado por el sexo que fluye de esas relaciones sociales que ella fue tejiendo con su trabajo de chica escort. De esta manera atraviesa su existencia entre el deseo, los sueños postergados y la depresión que la rodea por vivir siempre dentro de ese presente efímero y cosificado que le ofrecen las relaciones con el otro.

Desde una mirada reaccionaria puede existir la tentación de leerse la novela de Paula Puebla sólo como la historia de una chica scort, una de tantas que existen en la ciudad o que vemos a diario en programas de espectáculos y simulan perfectamente cómo han llegado a ganar ese lugar en la pantalla, o para decirlo con más sencillez, algunos deben comentar que se trata del relato en primera persona de una puta elegante, al estilo de esas novelas eróticas francesas del siglo XIX. Nada más alejado de eso lo que propone la narración al concentrarse en la vida de María Guevara, en el tiempo y espacio en que vive, ahondando en la psicología de esta mujer que, como se titula el libro, pelea contra esos fantasmas que la aquejan mientras disfruta de todos los deseos materiales que le ofrecen sus ganancias y que muchas chicas desearían pero no pueden tenerlo, en este mundo capitalista que sólo valora lo efímero, lo pasatista, anula los deseos más profundos e importantes del ser humano y, al mismo tiempo, concentra  eso mismo en los objetos que se observan, se buscan, se compran o se desean a diario. Es por eso que, los objetos, van a estar atravesados de cierta vida que no se encuentra en cualquier novela, por cómo los describe María Guevara, ya que pareciera que estos concentraran ciertas verdades o tienen la consistencia y la solidez que los vínculos le niegan en esa existencia tan en presente que, parece parte de la ficción, pero que muchos ciudadanos vive o la percibe de esa forma en cualquier ciudad del mundo. Es el fetichismo de la mercancía que, como un fantasma, sobrevuela a toda hora en el relato con descripciones como: “saqué de la carpeta de cartulina verde malva la escritura del departamento”, “me puse un sweater de cashmere mongol color canela directamente sobre la piel”, “mesada de mármol vasco negro marquina”, “metí una cápsula de Ristretto Intenso en el aparato de inspiración italiana ensamblado en China”; y también con los vestidos y la ropa en general: “Elegí un vestido negro opaco estilo Jackie. De tacto frío, la tela sintética, imitación de la seda, patinaba sobre mi cuerpo y emitía un suspiro cautivante cada vez que me movía.”, “El brillo de los stilettos negros de charol le quedaba bien a la sobriedad del vestido. (…) Me abrigué con un tapado negro cruzado con botones dorados y elegí una cartera estilo Chanel.” Esa seguridad que tienen los objetos que parecen concentrar mayor humanidad que las personas, es inversa con respecto a la psicología y la estabilidad emocional de Guevara que, titubea, indecisa, cuando debe enfrentarse con ese mundo masculino que la rodea, la deprime y que se transforma en sostén económico directo para que pueda realizar sus deseos materiales y comprar y convivir con todos esos objetos que describe con interés de vendedora o escritora de catálogo de ventas. Como escribe Marx en El Capital, si las cosas en su forma de mercancías hablaran, lo harían de esta manera: “Puede ser que a los hombres les interese nuestro valor de uso. No nos incumbe en cuanto cosas. Lo que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor”[1] Si bien se entiende la importancia que le da la narradora a la ropa en ese mundo donde se mueve, describiendo la frivolidad como arte que teje ese tipo de relaciones sociales mediadas sólo por el dinero o el interés, también es innegable que el fetichismo de la mercancía se presenta indiscutidamente cosificando las relaciones sociales, en una época donde los objetos tienden a humanizarse cada día más en pos de la cosificación de las personas. Más tarde la misma narradora dice: “Como me repetía siempre Eduardo ‘c’ est tout une question d’argent’. Nunca hasta ese momento había pensado en el poder de esa afirmación. Para los que la tienen y para los que no, la existencia se resume en una cuestión de dinero”.

En una entrevista, la autora ha dicho que su novela podría leerse como un tratado indirecto sobre la maternidad. Lo decía en el sentido de que, debajo de la vida superficial y frívola de la protagonista, aparecen ciertos sentimientos maternales cuando María todos los viernes se queda con sus sobrinas, ambas gemelas, e hijas de su hermana, Julia, modelo de mujer opuesta a María Guevara, que la narradora describe como una mujer anorgásmica, dependiente, maltratada por su cuñado y en permanentes peleas y discusiones, luchando por tratar de mantener el vínculo con su marido por tener dos niñas y sobrellevar correctamente las apariencias de familia tradicional en su estatus social de clase alta. Es por eso que su hermana, al contrario de ella, nunca busca modificar su vida, es el alimento de la tradición de la familia de principios del siglo XX versus la libertad de la mujer del siglo XXI. Sin embargo, María también se enamora, ya que aunque lo desee, no puede calcular y controlar todo anulando la pasión, y esto es lo que le sucede con su psicoanalista, Abraham Seligman, proveedor de las pastillas antidepresivas y tutor de sus sentimientos cuando su personalidad entra en crisis, tal vez el único hombre que ella piensa que la configura como mujer de verdad y no como un objeto sexual o una relación marcada pura y exclusivamente por la filosofía del dinero −robándole el título a George Simmel−.

Por supuesto, teniendo a esta narradora, una mujer scort, tan contrapuesta a su hermana Julia y a las oposiciones tan evidentes que se desprenden entre ambos modelos de mujer, aparece el tema del feminismo. En un primer nivel, ingresa superficialmente; así, por ejemplo, cuando María Guevara, describe consignas pintadas sobre las persianas metálicas cerradas de negocios del centro:

Repasé con la mirada los stencils pintados en fucsia que parecían más recientes. “Muerte al macho”, decía uno. “Mujer bonita es la que aborta”, decía otro. Parecían más nombres de bandas de punk que otra cosa: hay palabras que no hacen mella nada más que en los propios fantasmas.

La protagonista cierra la cuestión de un plumazo con esa frase tajante. En un nivel más profundo es la misma narración, los puntos de vista de la protagonista, sus vivencias, sus ideas, es decir, todo el relato es el que nos provee la versión o el modelo de una mujer contradictoria y tan humana, justamente por no situarse dentro de ningún estereotipo femenino. O sea, lo que esta mujer piensa sobre el feminismo o no, lo que importa es que la versión que ella escribe sobre su condición femenina está plasmada en sus actos, en la manera que tiene de moverse en la vida que lleva y en las opiniones que da acerca de su hermana como modelo de mujer contrapuesta al suyo.

Pero María Guevara no sólo es eso, también la novela, utiliza un procedimiento donde en algunas páginas prácticamente en blanco, que se intercalan en medio de la narración, se menciona en tan sólo dos frases en cursiva lo que ha hecho María Guevara durante un día. Así, por ejemplo, en una sola página un narrador en tercera describe: “Los domingos María descansa” o “María pinta con óleos sobre fotografías de animales” o “María extraña a su madre pero apenas la recuerda”. Son esas pequeñas frases las que esconden la parte más sentimental y más humana de María Guevara, es decir, no tan cosificada y mediatizada por el dinero como es su personalidad a lo largo de la novela.

Llevar “una vida en presente” de verdad, si se pudiese, es una de las ilusiones de María Guevara que, al dialogar en la cama con su psicoanalista y amante Abraham Seligman, se entera de que hay ciertos laboratorios que están diseñando fármacos y trabajando con tecnología que revisa nuestros paquetes de recuerdos. Así, de esta manera, una persona podría elegir qué recuerdos mantener, modificar y cuáles borrar. Más tarde, cerca del final de la novela, María se encuentra en avenida de Mayo y Saenz Peña con una gitana que quiere leerle el futuro y que ella rechaza. Reflexiona:

Imaginé que tendría un catálogo de cuatro o cinco pronósticos estándar para ofrecerles a las mujeres perdidas, los únicos seres vivos que profesan la ilusión. “Vas a conocer un hombre”, debería ser uno. “Vas a emprender un gran viaje”, debería ser otro. “La muerte anda cerca”, debería ser el tercero; no muchas variantes más. “¿Quién en su sano juicio querría conocer su futuro?”, pensé.

De los posibles pronósticos, María concreta el viaje a Barcelona con sus amadas sobrinas, la variante hombres siempre estará abierta aunque con escepticismo; lo que resta, mientras tanto, es vivir el presente.

 

[1] Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política, t. 1, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p.47.

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Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

 

“Desinventar la vida”: Jacki, la internet profunda de Iosi Havilio (Socios Fundadores, 2018), por Ignacio Bosero

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Dibujo: Denise Groesman

Foto de tapa: Lucas Olarte

 

¿Qué lugar tiene la literatura en el último libro de Iosi Havilio? Ocupa un lugar preponderante, nunca antes ocupado: está al desnudo total. Ese lugar no es el de la fiesta de la imaginación, sino el de la resaca, el de una sabia resaca. El espejo que construye con Jacki (Internet profunda) es la exaltación de la juventud, el cuerpo enfiestado que ya ella (la otra, la que le escribe los “volcánicos monólogos”, “la mitómana lengua larga que nació para hacerte feliz…”, “la bruja resentida sin cura”) no puede ofrecerle más al universo, al cosmos. Ese territorio de excesos, de hundirse en la pasión, “es tan difícil dar con una pasión!”, “quién pone el corazón en algo sin duda sufre, Jacki” es la vía para la única tarea realmente importante en la vida, que es “desinventarla” “contra todo lo que pienso”. Esta escritora demente reniega contra los moralismos, las formas y la decencia, y le vomita todo su aprendizaje en una verdadera y luminosa proclama literaria para Jacki. Es que el libro es una comunicación rabiosa que inventa un lector posible. Un lector Jacki, dispuesto a disentir y a tomar y revolver en este escrito aciago al estilo Los cantos de Maldoror. Desde las tripas, desde lo profundo, de la cueva iluminada de la experiencia; desde ese torrente se despliegan los mejores momentos del libro. La bruja resentida sabe que la literatura de Jacki está “en ese higo precursor más fresco que el verano”. En ese estado entre demoledor e inocente, perturbador, rimbaudiano, de perfección justo, de perversión justa, en la tensión que desata el fuego de una batalla auténtica. Jacki sabe más que todos los críticos y escritores juntos. Su texto sobre Pinocho, esa cosa amorfa e inentendible y por lo tanto seductora, a la que no tenemos acceso o sabemos poco más que lo descrito (tampoco importa), es lo que está en la incubadora y se debe proteger de la mala literatura. De enchastrarse con la exigencia, “esfuerzo descomunal” “del escribir por escribir”, que en definitiva mata la pasión. Ni virgen ni avinagrada, así es Jacki, es la literatura en carne viva, el amor, la pulsión excitada, la perla en el basural. Está siendo, está pariendo el monstruo. ¿Quién sabe lo que va a parir? Eso es literatura, lo incierto, puro miedo, indecencia, sangre… “sangre!… Jacki, sangre!… estoy sangrando bestialmente… todo esto por vos, por vos y por tu texto… estoy sangrando por la sequía de todos estos años…”.

Más que consejos hay confesiones: “Para mí la rabia no es una palabra… la rabia es mi vocación… la rabia luminosa”. Hay que estar hay que estar hay que estar, hay que sentir las tormentas y sus descargas eléctricas como un techo que puede derrumbarse, la furia viva de un diluvio imposible de controlar: Sí, Jacki, el agua se filtra por todos lados de la casa. ¡Es la casa inundada!, Jacki… Jacki… “Escribir es otra cosa… hay que tomarse el tiempo para ver ese pueblo… sentir su dimensión… hasta las tripas… dónde queda, qué hay detrás, qué accidentes… Recién cuando uno puede morir en ese pueblo, ese pueblo empieza a existir…”. Este libro, estas confesiones a Jacki, son fuertes ideas sobre la literatura que merecen ser oídas, no predicadas. Estas pequeñas frases convulsionadas son una verdad entregada y pulida de una suerte de adivino que elaboró su propia materia, su magia, en condiciones impuras. No es que haya éxito posible siguiéndolas, no se trata de eso, de manual, remedio o cura, pero si es cierto que los que no estén atentos y no puedan leerlas, y por qué no entenderlas, serán siempre unos farsantes.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

 

 

«El pasado», por Nicolás Pose

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Estaban sentados, uno enfrente del otro. Eran las dos de la tarde y el rayo del sol les partía la cara, ahí, afuera, en la vereda, mientras el olor de la parrilla les iba dando hambre. La cerveza, fría, aguardaba sobre la mesa. Él encendió un cigarrillo. Ella lo miró y simplemente vio una cara. Fumó, y también la observó. Largó el humo, le tanteó seriamente esos ojos verdes que siempre le habían gustado y le hizo la pregunta. Acostada, desde la puerta entreabierta de su cuarto, mira cómo su padre le grita a su madre, que llora mientras enciende un cigarrillo. Después se seca las lágrimas, suspira y tiembla en la silla. Ella no contestó. Luego se peinó el cabello con sus dedos largos y de uñas cuidadas. Entonces los ojos de él se tornaron inquisidores. Prefirió no mirarlos mientras jugaba con un mechón de pelo. Una madre pasaba con un carrito, y ambos miraron la carita del bebé que sonreía al sol. Ella aún no había levantado el vaso que él le había servido como un caballero. Y le seguía preguntando, continuaba interrogándola, mientras ella optaba por el silencio. Cerró los ojos y mostró esa mueca de dolor. Su cabeza era un nido de voces que iban y venían y, tal vez, era eso lo que el hombre quería: confundirla, torturarla con todo lo que los dos sabían claramente. La tiene agarrada del brazo y no para de gritarle. Siempre le gritaba. Estaba apagando el cigarrillo con el zapato contra la vereda y pensó que estaba en una escena de cine mudo con los colores de la tarde. Miró la ventana: un hombre gordo se comía un choripán con ganas. Ella le hizo un gesto. Las manos abiertas, tensas, en el aire, apuntaban hacia el cielo, tal vez buscando que entendiera sin palabras. Él se preguntó qué significaba esa vaga mímica, y si habría escuchado algo de todo lo que le había dicho hasta ahora. Odiaba perder tiempo. El trabajo. Estaba cansado del trabajo. Se sorprendió de que ella no le hiciera por lo menos una pregunta acerca de sus responsabilidades, de que no le importara lo que habían planeado juntos todo este tiempo. Ya se había disculpado por los errores que había cometido y por todas esas marcas y heridas que le dejaba en el cuerpo que, por suerte, cicatrizaban rápido. Siempre había sido cuidadoso y se las había hecho en lugares donde la ropa la cubriera, porque nunca iba a aceptar que ella tuviera vergüenza o miedo y mucho menos que se sintiera incómoda frente a otras madres o padres cuando iba a buscar a sus hijos, santamente, todos los días a la escuela. Pensó que el gesto anterior había durado tan sólo cinco segundos: el tiempo suficiente para destruirlo. Se miraron a los ojos, por más de un minuto, por primera vez. Luego bebieron y apoyaron los vasos sobre la mesa. Comenzaron a decirse pormenores de la relación con una violencia inusitada. Ella odió que su vida sólo hubiera sido cumplir con el rol materno que siempre había desempeñado para que él no se pusiera de esa forma. Pero ahora, a veces, pensaba como mujer, y no como madre. Ambos se preguntaron para qué o por qué estaban sentados ahí, frente a frente. Domingo, dos y media de la tarde. El encuentro comenzaba a parecerle una excusa, por eso él estaba triste y empezaba a sentir ese hastío, sin saber por qué, ya que no llegaba a definir bien lo que pasaba por su cabeza. Tenía miedo, tal vez, no lo sabía, o se mentía a sí mismo. Quizás creía que ya no iba a poder arreglar lo que tantas veces había destruido, se sentía inseguro por primera vez en su vida, porque no sabía si iba a lograr su propósito. Se miró los zapatos. Ella contempló a un hombre encorvado que descubría una cabeza con el cabello más ralo que antes en la coronilla. La mano estalla brutalmente contra la mejilla y el largo cabello rubio de su madre se mueve en la penumbra del living. A él le pareció que ella con la nueva mueca que mostraba, se estaba riendo, como si ya no le tuviera el miedo de antes y además le hubiera perdido el respeto que su padre le había enseñado que le debían tener las mujeres a los hombres. ¿Qué era esto? ¿El mundo se había dado vuelta o él estaba débil últimamente? Entonces se propuso demostrarle poco a poco cómo se iba enojando, porque tenía que asegurarse de que supiera quién mandaba ahí. Por eso, cerró una de sus manos, y el puño golpeó sobre la mesa.  Ella bebió y lo miró fijo, con sarcasmo. El gesto, otra vez. La mano, pesada, sacude el cuerpo de su madre como a una rama. Sollozos…Pensaba pero no se decidía. Todavía no adivinaba por qué ella seguí allí, sentada, con las piernas cruzadas, con ese rictus impreciso, molesto cuando presentía que estaba cómoda, tranquila. Eso le dio bronca, una furia que iba naciendo, desde dentro, por sentirse así, disminuido, deshecho, y todo por culpa de ella. Una cara, un gesto, sus palabras, y los recuerdos estaban funcionando como delatores. El ruido del cinturón resbala a través del jean, la faja completa se mueve con velocidad y marca la piel: estigma cristiano del sufrimiento. Ella continuaba con sus morisquetas, sin hablar, porque era consciente de que no le hacían falta las palabras. Hay partidas que se ganan en silencio, porque el mutismo construye heridas, sobre todo, si yo sé lo que él quiere y él no sabe lo que yo quiero. Domingo, faltan quince minutos para las tres. Mudos, se miraban. Ya no había más secretos. Se preguntó cómo podía sentir frío con el calor que estaba haciendo, y ella lo miraba mientras tomaba cerveza, sonriente, alumbrada con el rayo de sol. El llanto de su madre crece cuando la puerta del dormitorio se cierra. La niña comienza a oír los golpes, secos y repetitivos. Llora, en silencio, la niña, acurrucada de costado, se pone las manitos en las orejas para silenciar la angustia de su madre. Volvía a hablar, pero no como antes, sino con potencia, para que lo escuchara de una buena vez, golpeando la mesa con el puño, como le había enseñado su padre. Luego, él se paró abruptamente, vio su cuerpo inmenso sobre su esbelta figura y ella temió lo peor. Entonces hizo lo mismo y parecía que se iba a ir. Al menos, eso es lo que pensó él mientras miraba cómo revolvía la cartera con insistencia. Y ya no soportó más que lo ignorara, entonces, la dio vuelta a la fuerza y le metió una trompada. Se asustó porque no caían lágrimas de esos ojos verdes que  siempre le habían parecido maravillosos y en los cuáles se dio cuenta que no se reflejaba su figura. “Como un fantasma”, pensó. En esos pocos segundos en que se quedó estático,  sintió la detonación y las palomas salieron volando en estampida. Alcanzó a ver que el arma brillaba por el sol y lo encandilaba. Luego cayó, como si alguien invisible lo hubiera empujado en la silla, y se apretaba el abdomen contra la mesa, con furia, con ganas de acercarse a ella, pero ya no podía y, entonces, empezó a putearla. Como una pequeña catarata, caían gotas de sangre que le ensuciaban el regazo.

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

«Talud» (Ekelecuá Ediciones), selección de poemas por Aleisa Ribalta

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Imagen de elcielolatierrayyo.com

 

Piedra Blanca

Este es un poema para inventar a Ulises,

para ponerlo como siempre a prueba.

 

Sabe que estoy sentada frente al mar,

que oigo cantar a las gaviotas, y no vuelve.

 

La última vez nos amamos

en este motel sin ventanas de la costa.

 

Este es un poema donde estoy sentada

sobre piedras blancas que no lo son.

 

Todos los peces que encallaron aquí

perdieron el camino al mar, sedimentados.

 

Sobre los esqueletos de miles de peces

se formó la arena blanca de la espera.

 

Ulises, estoy en Piedra Blanca. Honda

la bahía,  frente al mar, ¿lo recuerdas?

 

 

Urbe de la nada

(A Javier Marín)

 

 – Ninguna ciudad se parece a ésta- ,

me ha dicho el visitante.

 

En los atardeceres dulces o amargos

la roída fachada de edificios

se sobrepone al duro desteñir

de la pintura añeja,

y emerge por sobre las olas,

colorida y brillante,

como un arcoíris,

después de tanta lluvia.

 

La ciudad de las nostalgias,

y de los nostálgicos que la habitan,

no es ya, ha dejado de ser.

 

Una parte de sí

ha huido tras el recuerdo de lo que fue.

La otra se acabó resignando con lo que sueña ser.

 

Y este existir entre la realidad y la fantasía

la hace humana, luego ninfa,

hasta volverla diosa.

Y un día cualquiera, de no sé qué año,

te sorprendes adorando

la criatura de tu propio engendro.

 

Cuando te acercas a ella,

atraído por el influjo marino que despide,

eres sólo un soñador errante.

 

Pero cuando te arrastras

a refugiarte en su seno,

sorbido violentamente

por sus afrodisíacos vahos,

eres ya un perdedor,

un torpe enamorado de la nada.

 

– Ninguna ciudad se ama como a ésta- ,

concluye el visitante.

Y se marcha alucinado.

 

 

Luna de Capricornio en Cáncer

No lo creen

los astrólogos,

tampoco nosotros.

 

Los signos cardinales

jamás se tocan,

no hay posibilidad

astral alguna

de que suceda.

 

Sin embargo,

la luna húmeda,

redonda, frágil,

cuasi perfecta,

la plenitud

soñada

o simulada

de Capricornio

en Cáncer

sucede cada día

en mi recuerdo,

mientras se borra

minutos después

en el tuyo.

 

Y así seguiremos

desmintiendo

teorías.

Cardinalmente

amando y desamando

hasta el delirio

cosmogónico

más recóndito

de lo imposible.

 

 

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Aleisa Ribalta (1971, La Habana). Nacida en Cuba. Reside en Suecia desde 1998. Es ingeniera de profesión y actualmente se desempeña como docente de asignaturas demasiado técnicas y no directamente relacionadas a la literatura como: Diseño de Interfaces Gráficas, Diseño Web y Programación de Aplicaciones. Escribe desde muy joven mayormente poesía. Alega que los lenguajes de programación son también un modo de entender la comunicación y hasta de saborearla. Para la autora, en esos símbolos para algunos incomprensibles está también la literatura como forma vital de expresión. Talud (Ekelecuá Ediciones) es su primer poemario.

 

Todo ajeno

Selección de poemas, por Natalia Litvinova

 

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Imagen de José Ramón Vaca

 

ELLOS VUELAN                                                 

Es como si mis pensamientos no tuvieran lugar.

La cabeza no logra fijarlos. Vuelan, el cuerpo no.

Tienen movimientos del colibrí:

levitan, van hacia atrás, ya están adelante.

Es poco lo que sé explicar sin mencionar a los pájaros.

 

 

ESPECTRAL                                                                    

¿Dónde se fue mi reflejo?

Ando a tientas con mi cuerpo desapareciente.

El viento cerró la ventana. ¿O fue mi mano?

Observo el animal que pasa. El sauce que tiembla.

Pero mis ojos no se ven.

Con el espejo muerto yo no tengo cuerpo.

Voy hacia el lago, duerme.

Imagino dos rodillas.

Las clavo en la tierra.

Pido que las luces me dibujen.

 

 

POLEN                                                        

¿Qué hago con mi vida? Espero.

Cuando sople el viento

dejaré las raíces para hacer

el camino del polen.

 

 

ENTRE OBJETOS Y POLVO                 

Es culpa del desorden que tenga pesadillas.

No me gesté entre objetos y polvo.

Entrecierro los ojos y voy al vientre.

Nada mejor que huir hacia lo ajeno.

 

 

CORTAR                                                                           

Quiero cortar la oscuridad en dos

para elegir de qué lado estar.

Matarla sin que se dé cuenta.

Que tiemble como una perra bajo

la lluvia cuando le muestre mis colmillos.

Voy a beber tu sangre, oscuridad. No me lleves.

 

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Natalia Litvinova (1986, Gómel) es escritora argentina de origen bielorruso, dedicada al campo de la poesía y de la traducción. Junto a Tom Maver dirige la editorial Llantén. En 2017 ganó el Premio estímulo de la Fundación Argentina para la Poesía. Publicó los libros de poemas: Esteparia (2010), reeditado en España y en Uruguay; Grieta (2012) reeditado en España y en Costa Rica; Todo ajeno (2013); Siguiente vitalidad (2015) reeditado en España, México y Chile, y “Cuerpos textualizados” (2014) en coautoría con Javier Galarza. A ellos se suma Cesto de trenzas (2018).

 

«Lo que uso y no recomiendo», selección de poemas, (Modesto Rimba, 2018), por Gustavo Yuste

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Imagen de Yōshū Chikanobu

 

A pesar del invierno

 

Detrás de tu bufanda

hay un gesto

que no puedo terminar de descifrar:

ayer fue el día más corto del año

y nosotros no estábamos preparados

para la extensión de esa noche.

 

Vistos así,

como falsos esquimales

que cruzan una avenida sin hablar,

nadie tendría nada para sospechar.

Sin embargo, un crujido imperceptible

acaba de sonar entre nosotros dos

y es solo una cuestión de tiempo

para que las luces de tu orilla

tengan el mismo tamaño

que esas luces de navidad

brillando intermitentemente en un balcón

a pesar del invierno.

 

 

Solo el hospital está abierto a esta hora

 

Las hojas de los árboles

se mueven con más determinación

que cualquier cosa que haga

y repito una especie de plegaria

sin ningún tipo de credo ni esperanza

para matar el aburrimiento.

 

(¿A dónde podríamos ir?

Solo el hospital está abierto a esta hora)

 

Pensar que hubo un tiempo

donde los problemas nos afectaban

menos que un cartel publicitario

y la felicidad era un recurso tan renovable

como la heladera llena durante nuestra infancia.

 

Al menos, me gustaría tener

la determinación necesaria

para cargar en el bolsillo

la medida exacta de cianuro

que me permita una victoria final.

 

 

Lo que uso y no recomiendo

 

Estos modales heredados,

una relación disfuncional con mis deseos,

la falta total de fe,

el cuestionamiento intuitivo,

excesos perimetrados

y el optimismo de una vela

que tiene toda una noche por delante

y un final asegurado.

 

 

Una consecuencia estadística

 

Bueno, cruzarnos después de diez años

es casi una consecuencia estadística.

 

Supimos ser muchas cosas,

pero ninguna que funcione

con esa naturalidad e inocencia

que tienen los chicos

mientras juegan en el jardín de un hospital.

 

Me parece un buen final

que la última vez que estuvimos cerca

hayamos hecho lo que mejor nos sale:

fingir ser dos personas distraídas

que miran en direcciones opuestas.

 

 

El turno vence en quince minutos

 

Una persona cercana

me cuenta que a su relación

parece haberle llegado esa llamada

que avisa quince minutos antes

de que termine el turno en el hotel.

 

Le pregunto qué piensa hacer,

pero responde lo obvio:

“Nada, esperar”.

 

Aprovecho a mirar mis zapatos despegados,

los electrodomésticos obsoletos de mi casa

y los techos hinchados por la humedad:

yo tampoco sé tomar decisiones

hasta que algo no se rompe del todo.

 

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Gustavo Yuste (1992, Buenos Aires). Es Lic. en Cs. de la Comunicación (UBA), periodista y escritor. Dirige la sección de Letras de La Primera Piedra y forma parte de la editorial mágicas naranjas. Publicó los libros de poesía Obsolescencia programada (Eloísa Cartonera, 2015) Tendido eléctrico (Objeto editorial, 2016), Las canciones de los boliches (Santos Locos, 2017) y Lo que uso y no recomiendo (Modesto Rimba, 2018).

 

 

«Recomendaciones de un librero», por Gustavo Monsalve

Plástico cruel de José Sbarra (Dagas del sur), 192 pp.

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Una novela que se movía en los márgenes, siempre circulaba en ediciones truchas, mal encuadernadas, con tipografías ilegibles. Sbarra es un escritor que no ha sido tenido en cuenta dentro del canon. Plástico cruel es una novela polifónica, con personajes perfectamente delineados, cerca de la obra de teatro, tiene voz propia, construida a partir de diálogos y fragmentos de un diario íntimo. La prosa de Sbarra es genuina y clara. Por fortuna, Dagas del sur la recuperó de los márgenes, la embelleció y nos la ofrece en esta hermosa primera edición oficial. Próximamente se editará toda la obra del autor.

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Equinoccio de primavera

Ensayo breve + Fotografía

por María Crista Galli

 

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Los equinoccios (del latín: misma noche) son dos momentos del año en que el día y la noche tienen exactamente doce horas cada uno, o, visto geométricamente, cuando la esfera terrestre se ve dividida exactamente en dos mitades, una oscura y la otra iluminada. El resto del año, debido a la inclinación de casi 23 grados de la Tierra (hecho que presume sucedió gracias al choque de un cuerpo celeste contra el planeta Tierra, y que también dio origen a la Luna) y a que los polos terrestres están achatados por la propia rotación, los rayos solares inciden con mayor fuerza (cercanía y cantidad)  en uno de ambos hemisferios.  A partir del equinoccio de primavera, que varía entre el 21 o 22 de septiembre, los días comienzan a ser más largos, hasta llegar a máximo posible de horas de sol en el solsticio de verano (21 de diciembre para el hemisferio sur), cuando ya las horas de sol empiezan a disminuir otra vez. Se dice que ciertas plantas, como la sativa, son de “días cortos”, es decir, comienzan a florecer a partir del equinoccio de otoño, otras, la mayoría, son de días largos, y comienzan a florecer entre septiembre y diciembre.  Las plantas en este sentido son seres muy mecánicos: no funcionan a contrarreloj. O, mejor dicho, el crecimiento de las plantas depende exclusivamente de la luz y, su florecimiento, del reloj solar.

Además de esta fotosensibilidad, cada planta trabaja su propio alimento a partir de la cromática de las ondas solares, absorbiendo el azul y el rojo, y transformando esas ondas en energía para romper las moléculas de dióxido de carbono. Se dice que son autótrofas (se comen a ellas mismas). Ellas mismas fabrican su propio alimento,  el cual destruyen (digieren) para crecer más, para florecer, para reproducirse, con agua (hidrógeno y oxígeno) y dióxido de carbono. Crece a medida que se construye y destruye en materia. Trabajo y vida son una misma cosa: movimientos contra la gravedad.

Las fiestas saturnianas o florarias romanas ya no existen. Sin embargo, la pulsión de vida es una marca imborrable. Les humanes, a pesar de no utilizar la energía solar,  también presentimos el cambio de estación.  Hoy salí a dar una vuelta por el barrio, y noté que ya habían florecido las camelias, las acacias, las calas,  que ya despuntaban sus brotes los jazmines paraguayos y los jazmines chinos (por qué estos gentilicios, ni idea), que la gente estaba más contenta, que los perros movían la cola como locos. En unas noches ya se perfumará el aire y los amantes se buscarán  y se reencontrarán.   Y es en estos días ya desde hace unos años que releo religiosamente el comienzo de Resurrección, de Tolstoi, en presente de indicativo, como si ya fuese un ritual en mi vida más importante que la Navidad impostada por el gran imperio católico: En vano los humanos, amontonados por centenares y miles sobre una estrecha extensión, procuran mutilar la tierra sobre la cual se apretujan; en vano la cubren de piedras para que nada germine en ella, pero la primavera es la primavera, incluso en la ciudad. Todo está radiante. Unicamente los humanos, los adultos, continúan atormentándose. Yo también busco mi amante, yo también siento como todo comienza de nuevo su ciclo. Cada cual tiene el suyo.

 

María Crista Galli (1985, Buenos Aires) no se define experta en ningún área específica salvo la inquietud. Todo se mueve menos el cambio es el lema taoísta que mejor define su forma de aprendizaje y de vida. Su pasión se extiende desde la traducción, que estudió formalmente, hacia distintas áreas artísticas y culturales, como la danza, la poesía y las artes plásticas. Actualmente cursa estudios de floricultura en la Universidad de Buenos Aires.  Su objetivo es lograr un ensamble de todas las áreas que la apasionan, principalmente de la escritura y la botánica.

 

«Reventados, lúmpenes y otros, en la fiesta de los 90», por Nicolás Pose

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En la presentación de Barbarella −con Matías Reck y Julia Saltzmann como invitados−, ópera prima de Zulema Lázaro,  recientemente publicado por la multifacética Milena Caserola, la autora dijo sobre sí misma: “Yo soy una sobreviviente de los noventa”. No es casualidad que la solapa, que suele introducir al autor/a por sus trabajos−hablo de esa mini biografía que muchas veces no suele decir nada de la realidad del que escribe−, en este caso, refleje el estilo de vida que llevó la autora a finales de los 80 y durante los 90: “De noche frecuentaba Quiero Lola, Búnker, el Morocco, Contramano, el Dorado, Nave Jungla, Mediomundo, Bajo Tierra, Paladium, La Age Of Comunication y otros ámbitos de la movida de los 80 y 90.” Seguir leyendo ««Reventados, lúmpenes y otros, en la fiesta de los 90», por Nicolás Pose»