Tres poemas de desamor

Poesía

por Daniel Chao

 

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Empatada llaga

Me oye hablar
tantea mis esfuerzos denodados
por captar sus distracciones
y distraídamente así
hace su parte
juega a que es suya
esta mano que juega
en mi barba.

Quisiera descifrarme pronto
y simplemente como a los nudos
en su pelo que enrolla
para hacerme a un lado
a la región de las cuestiones
ya codificadas y listo
pasar a otra cosa de una vez.

Pero se ha detenido
y quiere oír o hace que oye
va a quedarse tal vez
es evidente que no soy
un mal espécimen
para calibrar sus agujas
pero percibe al instante
que estoy echado a perder
por ejemplo cuando ensayo
una mirada a los ojos
decirle algo franco y luminoso
el encanto es papel maché
bajo la lluvia.

Sabe que son contadas mis cartas
como las sonrisas que voy a poder
devolverle de acá en más
sin un dejo acre
de soslayo;
que poco puedo durar
en pie y aun así
pareciera
convencida de que traigo
como un algo en ciernes:
llaga que luzco y empata
con la suya
o acertijo que ella no atinaba
justo antes de invadirla
el fastidio
aunque más no fuera un in paz
a su tiempo muerto
evadida de sí.

Ahí va que tira el ovillo
y recogemos estambre
a ver qué se teje de esto.
No faltan caminos ni sinuosidades
si uno ama demorarse.

 

Llovizna y es un manto

Llovizna y es un manto
que cubre y cruje los mimbres de la mañana
entre pereza y prisas
se debate el beso a dar
el que falta.

Una mañana como otras entre otras
tantas que fueron
brasa y rescoldo
tras lunas incendiadas del amarillo crema
al rojo magma y ya la pálida ceniza
posada a desmayar bajo las sábanas
del rocío.

Una imagen de la ternura aislada del tacto
pieza de museo visitada brevemente
Una imagen del deseo que apenas terminada
ya caduca y se retira para liberar el atril.

La llovizna continúa su puntillismo intermitente.
Humedad, inundación, sequía, son partes reunidas
en un mismo mosaico.
Soledad, encuentro, hastío, son colores
estampados en un gran mosaico de paraguas
que entrechocan.
Y qué parte de la trama caiga sobre quién,
ahí se juega el sentido que correrá su día.

Alguien baila chapoteando adrede
con aire de niñez pisa sólo donde hay charcos.
Alguien lo esquiva, alguien toma fotos con luz dudosa.
Alguien intenta una llamada bajo la llovizna,
contactar con alguien seco.
Oye de una voz programada que el equipo
está fuera de la zona de cobertura.

Todo sigue cubierto, más o menos, por la llovizna
que acentúa las ganas que cada fibra,
cada tallo, cada sentimiento,
las ganas que guardaban de crujir y partirse.

 

Pluvial

Ese amor negado
en los labios fruncidos
de hacer fuerza
para no dejar salir
y tragarlo antes que truene
como la tormenta que el río
se traga ahora.

Yo sé de ese amor abolido
caído a lo más negro del amor.
Puede lloverse el mundo
y emerger regurgitado
por las rejillas pluviales
no va a salir un te amo de ahí,
de unos labios
de corcho.

Yo sé de ese amor negado
buque hundido
respiración contenida
hasta lo violáceo.
Yo sé de ese amor disuelto
que aún se filtra
entre los dientes que nos aflojó
la noche.
Bueno sería respirar bajo
el agua
pero que las palabras no;
ahogarlas como ratones
de una bocanada.

 

 

Daniel Chao (1988, Buenos Aires) es estudiante de Filosofía y vive en Avellaneda (Bs.As.)
Ama las plantas, su silencio y la música. Bebe lo justo y conveniente.
La poesía es un santuario que espera seguir encontrando abierto entre tanto le busca salida a una ciudad que lo encoge y le hace mentir, mentir demasiado.

Postal

Poesía

por Adrián Quinteros
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Imagen de sitio
Después de apoyar el vino
sobre la mesa
me preguntó qué era el amor
le dije : el amor es una dulce mordida
reverberando adentro,
un eco que horada los teatros de la ilusión
y que en esa memoria cabalgamos
desencantados en el tiempo.
Al escucharme decir estas palabras
los custodios del lobby, avergonzados
pidieron al dj subir el volumen de la música
y con un gesto de diplomacia me invitaron a retirarme
ya que hablar en metáforas estaba prohibido
lo creían muy solemne.
Al salir a la calle observé la siguiente escena:
un hombre de mediana edad, impecablemente
peinado y vestido
sentado en su coche y agarrado firme al volante
sacudía su cabeza al ritmo de un reggaeton digital
una y otra vez cantaba
y ahora yo soy el mejor el mejor el mejor el mejor 
su esposa lo miraba asustada
mientras atrás , sus hijos jugaban con sus tablets.
Adrián Quinteros (1984, Campana). Es artista y docente en educación no formal , trabaja con comunidades vulneradas por el imperativo meritocrático. Aquí algo de sus trabajos:

Puñado de amor

Cuento

por Ignacio Bosero

371

Es por la canción que inmediatamente hierven los recuerdos. Durante algunos años había estado a salvo siquiera de pensar en Ana. Y esta noche, mientras estoy cocinando y he puesto una radio francesa de música ecléctica, la canción apareció, es decir, alguien la tuvo que elegir y poner, aunque ese detalle ahora no importe tanto; tuve que dejar de preparar la cena y subir a ver en la computadora la página para saber el nombre del grupo y de la canción. Y ahí estaba: Antony and the Johnsons: Fitsful of love. Imposible olvidar el tono dramático de la intérprete en las noches de San Telmo.

Todo parte de una noche que prometía ser como cualquier otra en el barrio de Paternal, claro que decir que cualquier noche en Paternal, en ese momento, no es lo normal que pueda imaginarse. Yo era un joven estudiante y convivía con dos amigos, también estudiantes jóvenes, de modo peculiar. Habíamos adaptado un departamento de tres ambientes a nuestros caprichos más salvajes. No teníamos mesa ni sillas en el comedor, prescindíamos de la televisión y habíamos, entre otras cosas, empapelado una enorme pared con recortes de revistas y diarios de época. Todas las noches había reuniones e invitados amigos: la casa funcionaba casi como un centro cultural. Incluso al tiempo se sumó una nueva integrante alemana, que pasaría unos meses con nosotros. Javier nos propuso la convivencia con Judith y aceptamos; Maximiliano no vivía de modo permanente, sino que usaba la casa como vía de escape; Judith se acopló increíblemente a nuestro ritmo de vida. Era realmente una mujer ejemplar. El departamento era grande, y nosotros lo hacíamos cada día más grande. Las ansias de vivir, de experimentar, de estar por primera vez solos, apartados de nuestras familias; la libertad que eso significaba en ese entonces prometía todos los días una nueva aventura.

Entonces sucedió lo inesperado. Judith entró un sábado por la noche al departamento con otra alemana, que había conocido en el vuelo y se habían vuelto a ver en la calle en la semana. Se habían llamado y arreglado esta salida. Era Ana. Apenas entró por la puerta comencé a inquietarme. Recuerdo su corte de pelo, largo, con flequillo, sus colmillitos y su sonrisa, sus botas texanas, su español fluido.

De Paternal fuimos en taxi a una fiesta en Colegiales. En algún momento fumamos parte de un porro europeo. Pitamos en una calle oscura, arbolada, antes de entrar a la fiesta. Yo había fumado muy pocas veces y me hizo efecto inmediato dejándome eufórico. No tardé mucho tiempo en encararme a Ana. La perseguí por los rincones de toda la casona y la acorralé en la terraza. Fumamos un cigarrillo y ella se rio bastante pero me aclaró seria, que no, que no me daría un beso. A lo sumo el teléfono. “Llamame en la semana, podemos ir de excursión por Buenos Aires”. Eso dijo y la idea me fascinó. Ana era periodista, se quedaba dos semanas en una pieza de San Telmo.

La vi recién a mitad de semana. Mi cabeza había sido un remolino después de conocerla. Pensé cantidad de lugares para llevarla, reviví los lugares que me gustaban y deseé mostrárselos. El orden de los sucesos no puedo precisarlos pero nos dimos cita en un bar de la calle Uriburu, en la zona de facultades. Ana tenía una cámara y sacaba fotos. Me sacaba fotos a mí de imprevisto, le sacaba fotos a la gente y al bar y pedía a otros que nos fotografiaran. Al salir del bar caminamos unas cuadras y tomamos un colectivo hasta Parque Centenario, le pedí que recorriéramos los puestos de libros y la librería Los Cachorros. Revolvimos un poco; nos reímos. Yo estaba como un tonto, no podía creer que la mujer que me gustaba seguía, con el paso de las horas, ejerciendo una atracción sobre mí tremenda. No sólo quería besarla, quería amarla, en el sentido cursi de la palabra y la acción. La invité al bowling de Paternal. De allí caminamos hasta mi casa y estuvimos juntos un rato más. Llegada la noche dijo que tenía que irse a San Telmo; tenía una cena. Podía tomar el 24 y en una hora estar en la puerta del lugar donde se alojaba. Sentí desasosiego, no quería que se fuera, quería fervientemente que se quedara, que estuviera conmigo el tiempo que fuera necesario. “Podemos vernos después”, dijo. “¿Después?”. “Te llamo cuando termine la cena, o llamame vos, te doy el número”. Anoté el teléfono de la residencia y lo guardé.

Esas horas fueron mucha ansiedad; alrededor de las once de la noche la llamé. Me atendió de buen humor, pronunciando mi nombre como con cariño. Estaba cansada y se acostaría; había tomado vino, se reía, estaba media borracha. “Mañana tengo que trabajar” dijo. No insistí. Acepté de mala gana que no pudiera verla y ella, inteligente como era, se dio cuenta. “Te enojaste”, dijo. “No, no”, respondí serio. Me era imposible disimular el disgusto. Ana era muy astuta para que yo le hiciera una escena, aunque la mía no había sido a propósito… “¡Ey, nos vamos a ver en la semana!”, dijo. “¿Sí?”. “Sí, porteño”. Quedé pensativo y acodado a la barra, donde teníamos el aparato de teléfono. “Qué fácil lo hace todo ella”, pensé, con una bronca inusitada. No había nada más horrible que querer ver a alguien y tener que esperar, no poder acceder a ella; tiempo…

Al siguiente día tenía que cursar, empezar la semana con energía. La noche no debe haber sido nada buena pero encontré el sueño en algún momento y desperté el lunes, con esa ambivalencia que me venía acechando frente a la carrera que hacía. Dudaba del convencimiento, quería apasionarme y lo encontraba en pocas oportunidades. Aun así, era un alivio tener ese frente, quedarse en casa sería desolador. Tenía que aguantar, ser paciente y olvidarla. Cruzarme con colegas y perderme en palabras y teorías. Ana vendría por la noche, a la salida de ese túnel.

No puedo decir que ese día pasó rápido ni que tampoco logré liberarme de su imagen a cada momento, pero de a ratos, por suerte, la olvidé completamente y me concentré en mis estudios; después de todo era cierto el dicho: una cosa no quitaba la otra.

Al salir de la facultad la llamé. Para mi sorpresa me invitó a su casa, en San Telmo, a comer con unos amigos. Me sentí el tipo más afortunado de la tierra. Fui como un loco hasta Paternal, me bañé, compré un vino y fui a esperar el 24. Cerca de las diez de la noche estaba en la puerta vieja de un edificio antiguo. Era como descubrir otro San Telmo, el bohemio de verdad. Que Ana me abriera la puerta, más bella que las dos noches anteriores, sonriente y con ganas de verme (porque fue lo que me dijo), era el corolario de la felicidad.

La cena con sus amigos del alojamiento fue de lo más tranquila, sin sobresaltos. Para nada pesada ni extensa. En un momento estos amigos del lugar pidieron permiso y se fueron al living; yo quedé con Ana en un balconcito interno repleto de plantas, tomando el vino que quedaba de una botella. Abrimos otra y charlamos. La chispa estaba. Había algo. La besé. La ebriedad la había soltado, estaba risueña, con esos pocitos en los cachetes… Me llevó a la habitación y me mostró su escritorio, sus cosas; recuerdo especialmente una revista alemana con más texto que Le Monde Diplomatique. La música sonaba desde una computadora, sin parlantes extras, latosa, pero acogedora. Nos besamos un poco más hasta que ella puso su límite. Vio la hora y dijo que tenía que dormir, que ya era tarde y mañana tenía bastante que hacer.

De pronto quedaba otra vez descolocado. Ella me abrió la puerta y me despidió y yo vi San Telmo sin nadie, de madrugada, cuando las ratas pasan debajo de los puentes y los indigentes duermen bajo los gomeros con las cajitas de vino a su lado. Más de una hora esperé el 24 en esa noche templada. Me dormía parado. Rogaba que alguien se acercara a la parada. Evitaba pensar en lo que había pasado. No estaba mal, pero no era suficiente, la espera seguiría. La espera por tenerla, por lo que yo quería.

Pasé toda la semana sin verla, aunque hablamos por teléfono por lo menos una vez al día. Me urgía verla: podía dejar cualquier cosa para estar juntos, pero Ana no, siempre tenía cosas que hacer y alguien a quien ver. Durante esas llamadas nos hicimos invitaciones. Entre las cuales una se concretó para el viernes: fuimos a ver la Orquesta Típica Fernández Fierro. Comimos empanadas, tomamos vino, oímos el tango pasional de la orquesta. En esa noche intensa, yo sentía también que el tiempo se me terminaba; es decir, no había más tiempo, era esa noche o nada. Su novio llegaba de viaje al día siguiente. Supe tarde que tenía novio, no fue que al toque Ana me dijo “tengo novio”. La relación se desarrolló como si no lo tuviera. No lo mencionaba, parecía no existir. Era así Ana: nada existía hasta que existía e imponía los verdaderos límites.

No me importaba. Ahora estaba conmigo y era el momento. Salimos del club y fuimos a San Telmo en un taxi. Tomamos vino en su habitación, que ya conocía, y escuchamos de vuelta la música latosa sonando de fondo desde su notebook. Puso bandas que desconocía, me mostró una serie de cosas más, de radio La Colifata, las entrevistas que había hecho en la semana, una con Lanata, otra con Santoro. Perfiles muy distintos. Le había sorprendido que Lanata fuera un tanto burgués, que viviera bien. Aproveché y le hablé de mis proyectos, de algunos libros, de Los árboles mueren de pie, que ella me había recomendado y había leído con mucho entusiasmo en la semana.

Estábamos sentados en el piso y hablábamos, gesticulábamos y reíamos, con el vino y la música de por medio. No podía no pasar. La miré fijo, me acerqué y la besé. Con las manos seguras le abrí los botones de la camisa y le saqué el corpiño. Sus tetas quedaron expuestas, hermosas. Era un sueño sentir y tocar el cuerpo que deseaba. Le besé las tetas y el cuello, le saqué el jean y la llevé a la cama. Ella me desnudó, temerosa, temblaba. No la había visto así en todo este tiempo, libre pero tensa.

Pensé que los nervios me jugarían en contra y no podría tener una erección, pero Ana me desaceleró con caricias y palabras al oído. Algo así como “tranquilo, tu corazón va muy rápido, tranquilo Andrés”. Estábamos desnudos en suspenso, avanzando uno sobre el cuerpo del otro. Ella me había tomado la pija y la retenía fuerte en sus manos, sin decidirse a que se la metiera. Al final se arrepintió. No podía ser, en horas llegaba el vuelo de su novio y tenía que ir a esperarlo. ¿Si nos dormíamos? ¡Era una locura! De repente todo cambió. El sexo no se llevaría a cabo.

Me vi de vuelta en San Telmo, en las mismas calles empedradas, muy de madrugada, borracho, en busca de un taxi o colectivo. Ana me ofreció plata para que tomara un taxi, trataba de cuidarme, de no dejarme en ese estado de confusión a la deriva. No me ofendí; le dije estaba bien, que no se preocupara; prefería esperar el bondi solo. ¿Qué podía pasarme más fuerte y más triste que no poder hacerle el amor? En esos instantes, no podía pensar en otra cosa. No había futuro, era puro presente.

Caminé unas cuadras como sin cuerpo, desinflado, y cacé al vuelo el luminoso colectivo que se abría paso en la calle Perú, o una de esas donde pasa el 24. Tenía una lamentable hora de viaje, quizás menos a esa hora. Llegaría al amanecer. Las cuadras desde la avenida San Martín hasta Nicasio Oroño fueron una pesadilla. De haber existido una cama en la calle me hubiera tirado ahí mismo. Así y todo, derrotado por la frustración de lo que no había sido, no me sentía atraído por la muerte, lo típico del amor romántico. Esbocé una sonrisa de vencedor, después de todo había seducido a la mujer que encandilaba mis días. Si se había terminado, era un final no tan malo, no tan inventado por mí.

Los días siguientes fueron malos. Algunas esporádicas llamadas de Ana en la que me decía que no podía verme, que estaba con su novio. Adentro mío crecía la impotencia. No sabía qué hacer para olvidarla; no había palabras que pudieran calmarme, no había acciones ni personas que pudieran remplazarla, estaba enamorado. Esa cosa bella y horrible del a medias correspondido. Si encontré sosiego alguna noche no tengo dudas de que fue en libros, en música, en alcohol y en amigos. El estudio era inútil. Puede que algún profesor disuadiera mi alma de las peores tormentas por algunos días, días llenos de oscuridad; alguna frase, alguna cita, una palabra, eran una cura para mi malestar.

Por supuesto, hubo un momento para vernos. Se lo pedí, casi suplicándoselo. Pero era cierto: ella también lo necesitaba. Se había dado cuenta de que me necesitaba; yo era otra cosa aparte de su novio. Nos vimos en un bar llamado El fin del mundo, en San Telmo. Ana tenía esas  ocurrencias, escogía los lugares con pasión; le divertían los nombres que se relacionaran con algo del país de origen. Recuerdo la noche que junto a la ventana me recitó un poema de Hölderlin en alemán; lo hizo para hacerme entender que yo me equivocaba cuando decía por pura estupidez que el alemán era un idioma fuerte; podía comprobarlo en la poesía si quería: era suave, fresco, intenso. Recitó en mi oído, pronunciando cada palabra con elegancia. Fue fantástico; ella terminó de recitarlo y se río, como siempre. Aunque no era una risa, sino más bien algo distinto, una sonrisa pícara, con esos colmillos y ese brillo en los ojos que tenía en su mirada penetrante. Donde había algo feliz y triste a la vez.

No despedimos en el bar; Ana solía darme consejos y reprocharme mi inglés rudimentario, descuidos que ponían quizá en peligro mi futuro, etc.; luego sonreía, le gustaba estar conmigo. Puede que fuera un mecanismo de defensa de su personalidad exigente, que a veces yo lograba desarmar. Esa noche decidí que no sufriría, había sido un regalo volver a estar con ella y no pedí nada a cambio. Esa fue la noche que pasamos en el fin del mundo.

A la distancia pienso que ella disfrutaba de mi ingenuidad; buscaba esa dispersión y diversión. Ese quilombo que era yo por ese entonces, unas de sus palabras favoritas del léxico criollo que había asimilado con éxito.

La madrugada en Paternal me devolvió desde el balcón nubes dispersas y blancas, pequeños algodones. La pared celeste de mi habitación tenía una frase de Di Benedetto; no recuerdo qué decía. La miré y me sentí sereno. El sueño sobrevino quizá en el momento justo; la pequeña despedida era un hecho. Pequeña, porque volvería a verla.

Apenas unos meses después estaba de vuelta en Buenos Aires. Enterarme fue una remoción de sentimientos que parecían no extinguidos, pero sí mínimamente superados o soterrados. Falso. Otra vez esa especie de ambivalencia: sentí que descalabraría mi estructura armada durante su ausencia, que mis estudios entrarían nuevamente en un limbo. ¿Pero qué podía hacer? De buenas a primeras quise hacerme el duro, pero esa postura no fue una buena aliada; apenas oí en el teléfono la risa pícara de Ana morí. Quedé desarmado. Listo para encontrarme con ella.

Volví a verla en San Telmo, había alquilado otro lugar, el barrio le seguía fascinando. Me abrió la puerta y sin dudas la reconocí, aunque estaba como españolizada, más gorda, con los labios pintados de rojo y un vestido colorido; era verano. Estaba hermosa. Estás hermosa, le dije. Esa noche me tocaba elegir a mí, quería que la llevara a alguna parte o solo a recorrer la ciudad. Eso hicimos. Y volví a sentir todo lo mismo de nuevo. Por algún motivo Ana parecía más entregada esta vez, tanto que aceptó que fuéramos al departamento de Paternal y tomáramos unos tragos primero en el balcón después en el sommier que decoraba ridículamente el living. Empecé a sentir que sin buscarlo la noche perfecta se acercaba, después de una espera de mucho tiempo. Ese entusiasmo se fue apagando con el correr de las horas, y Ana retrocedió, y hasta se enojó. Como si de pronto volviera a la realidad, dijo que éramos amigos, que no confundiera las cosas. Fue un baldazo de agua fría. Cerca de las once de la noche, todavía temprano, la acompañé a tomar el colectivo para que volviera a San Telmo.

Por unos días mi orgullo me cerró completamente y no quise saber nada con Ana. Actuaba mal, decía ella, en las llamadas telefónicas esporádicas que me hizo en esos días que le siguieron; la castigaba sin motivo: no era su culpa que no estuviera enamorada, que no me correspondiera. Lo entendí a duras penas y recompusimos una relación que se desarrolló extrañamente. Sentí que me buscaba para pasarla bien, para hacer cosas que con otros no podía hacer, pero si bien a ella eso la conformaba y divertía, a mí no, por lo menos no del todo. Tampoco puedo decir que me enojé. Simplemente acepté las reglas del juego con tal de estar con la mujer que me seguía gustando ciegamente. Pero era triste. ¿Cómo se puede estar con la mujer que uno desea a medias, como ella quiere? ¿En calidad de qué, de amigos? El precio era sentir una satisfacción cortada, intermedia.

Nos alejamos un poco hasta que ella tuvo que volver a Alemania. En ese tiempo empezaban a quebrarse algunas cosas en mi vida, la convivencia llegaba a su fin, mi situación económica era mala. Me habían echado del trabajo de modo inesperado, una vez que había pasado el periodo de adaptación y prometía mejorar… Volví a vivir al barrio de donde me había ido dos años antes, y a compartir con dos hermanas un departamento estrecho, como la libertad que se avecinaba.

Pasó un tiempo largo y tumultuoso y quedé solo. En ese departamento el amor no prosperó hasta el momento en que lo dejé, paradójicamente, pero hubo momentos intransferibles que persisten en la memoria mía y de otros. Ana volvió por tercera vez a Buenos Aires, esta vez quedaban esquirlas de ese poderoso fuego que me había producido en el origen. Ya no soñaba amarla, lo que se entiende por eso, que incluye el sexo, sino verla como una amiga de la vida. Fue entonces que me escribió diciéndome que estaba en Buenos Aires y quería verme; no podía estar en la ciudad porteña y no verme.

Paraba en Colegiales. Me citó en un restaurante entre coqueto y bohemio que había en una esquina. Cuando llegué estaba sentada en una mesa de afuera, con un vino sobre la mesa, tan radiante como siempre. Esta vez no había que ocultar nada, había pasado el tiempo: alquilaba una habitación con su pareja, no recuerdo si alemana o porteña; sentí celos y envidia. No puedo describir qué tipo de cena fue, con qué me quedé de nuestro encuentro, ni siquiera puedo acordarme de qué hablamos. Habría incluso una historia posterior, porque Ana volvió ese mismo año a Buenos Aires.

Esta cuarta vez no la vi. Triste fue enterarme de su paso y de que decidiera no escribirme, ignorarme fue una daga al corazón casi imperdonable. “¿Y si nos cruzábamos en el subte, en la calle?”, le escribí en un mail. Podía verte, un rato quizás. Me devolvió el correo: estuvo ocupada en su trabajo y no pudo hacerse el tiempo para verme. Yo siempre sin razón que avale mis sentimientos: Había pasado a ser un impedimento, una pérdida de tiempo, una distracción que no podía Ana permitirse. Se lo dije abiertamente, enojado, dolido, en un mail. Ella se sintió descolocada. No había querido herirme, tuvo estas palabras para describir mi enojo, con las cuales no me identifiqué porque Ana lo hizo jugando y yo sentía rencor. “Tenés un alma tanguera”, escribió. Le había querido quitar dramatismo.

Muy cierto es que no puedo cargarla de responsabilidad por lo que yo sentí y ella no sintió, todos pasamos por esa confusión que se traduce luego en una amistad o el olvido de las personas queridas que pasan por la vida de uno. Hay tan poca claridad cuando somos jóvenes, que todo lo demás del tiempo que tenemos en una búsqueda por saber y no hacernos mal sin sentido. Y así y todo, el riesgo de los sentimientos es algo que no puede medirse, es una aventura, lo que queda permanece, en forma de cuerpo o de escritura. Las dos cosas son válidas.

Ana escribió algo cierto: “No te olvido, Andrés, y no olvido el tiempo que pasamos juntos, momentos guardados en el tiempo, no en el olvido. No voy a tardar mucho en volver”. No sólo volvería sino que decidiría, no mucho tiempo más tarde, vivir en Buenos Aires.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

Aniversario

Cuento

por Martín Kolodny

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Tenías cinco cuando se te cayó un diente por primera vez. Habías estado quejándote los días anteriores. Te dolía y te ponías nerviosa. Yo te decía que ibas a quedar horrible, que no ibas a poder comer porque se te iba a caer la comida por el agujero y vos te morías de risa. Mordías de costado y me mirabas a los ojos cuando le clavabas los dientes a la comida. Era sábado. Te habías despertado a eso de las nueve y me gritaste para pasarte a mi cama. Viniste con tu almohada y te metiste al lado mío. Pegaste tu espalda contra mi pecho -sabías, hace rato, que ahí ibas a caber perfecto por muchos años-, te rodeaste con mi brazo derecho y dormiste un rato más. Yo me quedé mirando hacia la ventana, ancha como casi toda la pared de mi habitación. Por esa ventana y la de tu pieza, cuando tenías seis meses, decidí que esta fuera nuestra casa. Miraba la luz entrar por el postigón metálico. Cuando era chico, en lo de mi mamá, compartíamos habitación con tu tío. Los fines de  semana, siempre me despertaba antes que él. Y me quedaba callado. La ventana de ese cuarto era gigante. El vidrio iba del piso hasta el techo y tenía una persiana de madera que no hacía falta levantar. Con la correa, podías dejar las maderas horizontales para que entrara la luz del día. Yo me despertaba y miraba la ventana. Me gustaba adivinar si afuera estaba nublado o lindo con la persiana cerrada. La luz del día se colaba en la habitación. Por cómo lo hacía, yo sabía los detalles del cielo. Cuando volviste a despertarme, pensaba que aún no había desarrollado esa habilidad en esta casa. Me recordaste que era sábado y me pediste huevos revueltos con queso blanco y un té con leche. Yo debía avisarte cuando todo, incluso mi tostada, mis huevos y mi café, estuviera servido. Siempre te llamaba un rato antes, porque tardabas en salir de mi habitación, ponerte las pantuflas, ir al baño y venir a la mesa con cara de menos mal que todo está listo. Poníamos música, como cuando eras muy chiquita, pero elegíamos los dos, “algo que nos guste a los dos”: listas de Spotify eternas de Virus y Los Abuelos de la Nada. Unos meses antes me habías preguntado qué significaba que “aquí no hay luces de escena y algo en mí no se serena”. De Los Abuelos, preferías las que había compuesto Calamaro, pero que cantaras a los gritos “Lunes por la madrugada”, de Miguel Abuelo, me emocionaba. A la mañana, con tiempo, eras muy segura. Devoraste los huevos, apenas probaste el té, me diste un beso por arriba de la mesa y te fuiste a jugar. Yo seguí sentado. Escuchaba tu voz hacer los diálogos de Barbie y Ken. Se saludaban, se preguntaban qué querían desayunar y planeaban qué harían después. Para ellos también era fin de semana. Yo quería salir. Convinimos que ibas a seguir jugando mientras yo ordenaba. Barbie y Ken cantaban. Desconociste nuestro acuerdo y nos peleamos. No querías vestirte, no querías lavarte los dientes, no querías ir al cine ni a comer al barrio chino. No querías hacer el plan que habías dictado. Te recordé que la película era sobre cuentos de Pescetti, que el barrio chino estaba lleno de chinos. Vos me gritaste y yo te grité más fuerte. Saliste disparada del living para tu habitación. Llorabas. Barbie y Ken se habían callado. Pasó un rato y fui a verte, sin que te dieras cuenta. Estabas acostada en tu cama deshecha, boca abajo. Tenías las pantuflas puestas, con los pies afuera de la cama. Me hacías caso sin darte cuenta. Al rato, con enojo impostado, viniste al living a decirme que bueno, que te vestías y nos íbamos. Amagaste con enojarte de nuevo porque no nos daba el tiempo para ir en bicicleta. Agarraste una muñeca. Arriba de un taxi, apoyaste la cabeza en mi cuerpo y suspiraste. En esa época, sólo querías salir conmigo si venían los abuelos o los tíos.

Te asombraste cuando viste que el cine quedaba arriba de un supermercado. Se entraba por el supermercado, por unas escaleras mecánicas al costado de las cajas registradoras. Me dijiste que podíamos comprar lavandina y galletitas para ver la película y te reíste. En la sala, éramos los únicos. Te dije que podíamos sentarnos un rato en cada asiento hasta apoyar el culo en todos las butacas y te reíste de nuevo. Te había comprado pochoclo. Te preocupaste porque dieron trailers en inglés, pero me creíste que las películas para chicos son en castellano y estuviste casi dos horas en silencio. No eran dibujos animados. Casi todos los actores y actrices eran nenes y nenas. Nada te dio miedo, ese miedo que te daban las escenas de incertidumbre en las que las misiones de los buenos se ven amenazadas por los malos. Sólo hablaste para sacarme la mano de la bolsa de pochoclo. Saliste contenta, aunque en el hall, de la nada, me aclaraste que no irías a hacer pis. Debías haberlo visto en mi cara: yo me estaba meando, pero la ciudad no está preparada para que un papá que pasea con su hija haga pis. Bajamos al barrio chino. Me dabas la mano, aunque no tuviéramos que cruzar la calle. Desde arriba, te veía el pelo, anudado con la colita que me dejaste hacerte a las apuradas antes de subirnos al taxi, y el flequillo -vos discutías a muerte con cualquiera que el flequillo no era pelo- corrido con una hebilla. Me preguntaste cómo sabía que estábamos en el barrio chino. Comimos en la calle, con las camperas desabrochadas, al sol, en un banco sobre Arribeños. Te comiste un tubo de sushi de salmón con la mano. Casi entero, sin cortar, y probaste un pedazo de una de los panes rellenos de cerdo que elegí yo. Compramos un gato dorado a pilas, de esos que saludan infinitamente con una de sus manos y caminamos a tomar el colectivo. Me pediste ver Netflix hasta que viniera a buscarte tu mamá. Apenas entramos, ella avisó que vendría un poco más tarde. Ya sabía que iba a ser imposible sacarte de mi cama, de enfrente de la tele. Quisiste merendar leche y Pepitos. Gritaste. Yo ordenaba en la cocina. Tus pasos retumbaron sobre la madera cuando bajaste de la cama. Llorabas y te reías. Yo lavaba las cosas del desayuno. Traías el diente en la mano. Lloraste fuerte cuando te tiraste en mis brazos. Dijiste que te sangraba, que llorabas porque te sangraba. Te llevé a upa hasta el baño. Te hiciste buches y se te pasó el llanto. Y empezaste a reírte. Estabas tentada. Yo también me tenté. Me pediste que te sacara una foto de la boca agujereada y otra del diente. Se las mandamos al abuelo, a las abuelas, a los tíos y las tías. Llamaste a tu mamá y te reíste porque el diente se te cayó estando conmigo. La primera vez que había llorado delante tuyo había sid dándote de comer, en casa. Todavía usabas silla alta y babero. Hubo muchas más. Los fines de semana, escuchando música a la mañana, decías “ay papá” cuando sentías ese ruido inequívoco de mi respiración, del que luego sólo puede venir llanto. Me trajiste el celular. Me viste llorar y me abrazaste. Cuando tu mamá tocó el timbre, ya estabas lista hace rato. No me dejaste ni contestar el portero eléctrico. Cruzamos el pasillo largo que da a la puerta de calle y te vi abrazarla y meterte en el auto. Cuando ya estabas adentro, y tu mamá me decía chau con un beso, me dijo que qué loco, que tu primer diente se había caído el día en que se cumplían once años de que ella y yo nos habíamos conocido.  

 

Martín Kolodny es periodista, docente y productor. Pero, esencialmente, es redactor. Nació en la Ciudad de Buenos Aires restablecida la democracia y tuvo la suerte de crecer en una familia que lo cuidó. Cuando logra hacer más de lo que piensa, es más feliz. En Twitter es @martinkolo.

Sin esperar nada

Cuento 

por Griselda García 

 

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Había llegado a la madrugada con el fastidio de haber estado todo el día encerrada en la pieza. La luz de la calle caía en el empedrado que la multiplicaba en mil matices de lluvia. Habían dado el alerta meteorológico y el agua se estaba preparando para soltar toda la furia.

Traverso se armaba un cigarro con un aparatito parecido a una alfombra sin fin. De vez en cuando detenía la tarea y sorbía el mate ya frío. Yo seguía con ginebra y cada tanto, por no despreciar, le aceptaba un amargo. Cuando venían otros no les servía nada, sólo a él. Cada vez menos, pero venía desde hacía mucho. Algo quedaba rebotando en su cabeza. Parecía que no pensaba pero sí. Algo pasaba ahí adentro.

Yo me sacaba los pelos de las cejas. Siempre con la pincita. Tenía seis dando vueltas. Si al salir me la olvidaba tenía que conseguir una sí o sí. Era un pasatiempo. El espejito, en cambio, estaba siempre. Alguna vez había sido dorado, con un cierre de broche que hacía un clic de intimidad. Ahora estaba grasiento de años de cosméticos baratos.

—Yo te lo hago debutar, no hay problema.

—¿Cuándo te lo traigo? Favor por favor.

—Gratis no. Te hago precio. Por los viejos tiempos —dije. Lo escuchaba sin dejar la pincita.

—No seás yegua.

—Si no que vaya con otra. Pero un buen negocio dos veces no lo hacés. Pensalo.

Dejó extinguir el pucho y se acomodó en el catre, que chirrió. El hijo tenía una noviecita y no quería quedar mal. Que pagara como todos. La primera mujer hay que pagarla del propio bolsillo. Era su deber de padre transmitírselo.

A Traverso lo recibía los viernes a la noche. Venía a eyacular una semana de presiones, se sacaba el asco conmigo. Una vez se enteró que le di su hora a otro y casi más me desfigura la cara. Los viernes son míos, Nancy. Eso dijo. Cada viernes me llenaba el departamento de botellas que, una vez vacías, formaban una pared de cristal. Aparecía cargado de bolsas de mercado con papas fritas, aceitunas, queso y galletas. A mí al principio esa rutina que trataba de establecer me daba ternura. Luego me pareció una estupidez. En el último tiempo, los quesos eran dos o tres distintos, las aceitunas, rellenas y la cerveza había cedido su lugar al vino.

Mucho después, la vida seguía y yo la dejaba pasar como una película muda. Me quedaba toda la mañana en la cama. Recordaba otras épocas de carencia, las comparaba con el presente. Casi siempre lograba sentirme muchísimo peor y lloraba hasta que los párpados se me hinchaban. En un momento tomaba el espejito, me miraba y decidía parar. Agarraba dos hielos envueltos en un trapo y los dejaba derretirse sobre mis ojos. La ginebra bajaba su nivel. Al principio él me decía: pará un poco. Después, se llamó a silencio.

Sonó un trueno. Traverso se armó otro cigarro y lo apoyó sobre el cenicero de lata. Se larga en cualquier momento, dijo y puteó: no encontraba los fósforos. Fue hasta la cocina. A veces hacía una mecha de papel, lo acercaba al calefón y encendía el cigarro con eso. Lo escuché rebuscando entre diarios apilados. Nancy, Nancy, decía, sin fuerza. Yo hacía equilibrio con la silla.

Se oyeron unos tiros hacia el lado del río. Pronto sonaría una sirena y al rato la nada. Así era siempre. Cerca del amanecer la luz teñía con timidez el contorno de los edificios y ni bien una se distraía, el sol aparecía naranja como un tigre. Ya empezaba a clarear. Traverso me pasó un mate.

 —¿Vino Soares? —preguntó.

—Hace rato que no pasa.

—A lo mejor no necesita, ya.

—Si vinieran sólo los que necesitan…

—No te pasés de viva conmigo.

Cuando empezaba a amanecer se ponía nervioso. Un día, más por mimarlo que por convicción, lo invité a quedarse. Al mediodía te amaso unos tallarines, le dije. Se largó a llorar como un chico. Quise armarle un cigarrillo pero se me cayó el tabaco y lloró peor. Vení, abrazame, Nancy, abrazame. Me senté atrás de él en la cama y lo acuné como a un hijo ingrato. No dijo nada, esa vez ni después. Empezó a tranquilizarse y el llanto se desvaneció. Se secó los mocos con la sábana y me dio un beso en la frente. Fue la única vez que me besó.

A veces, durante la semana, pensaba en él. Trataba de recordar su voz, su mirada. Pero no podía. Eran tantos que me confundía. A veces era la boca de Eugenio y la barba de Rubén; otras, la espalda ancha y un poco peluda de Ernesto, o los pies feúchos de Osvaldo. Se mezclaban. La estera de yute, tosca pero útil, había recibido zapatos, alpargatas y mocasines de distintas modas.

—Te pregunté si lo viste a Soares.

—Parala con Soares. Con el nene qué vas a hacer.

—Ya te dije, te lo traigo en la semana. No seás bestia, es chico.

—¿Cuándo te fallé?

—Tenés razón —dijo sonriendo.

Me apartó un mechón de pelo y me miró como se mira a un perro viejo. Se puso de pie. Era la hora.

—Será hasta el viernes —dijo.

—Hasta el viernes.

Dejó la puerta entornada y oí al perro de la vecina. Ladraba al escuchar pasos. Sonó el silbato del vendedor de rasquetas desde su bicicleta. Cada tanto traía figacitas de manteca. Yo le compraba para el mate. Esa vez ni ganas de bajar tenía. La luz había llegado con la fuerza de una verdad que hubiera preferido no conocer. Iba a dejar pasar la mañana sin moverme, mirando las paredes de la pieza y tanteando en la mesa de noche el vaso de plástico lleno o vacío de ginebra. Iba a dejar pasar la mañana sin esperar nada.

 

 

 

Griselda García (Buenos Aires, 1979) es escritora y editora. Estudió Diseño de Imagen y Sonido y Letras (UBA). Publicó los siguientes libros: Alucinaciones en la alfalfa (2000), El arte de caer (2001), La ruta de las arañas (2005), El ojo del que mira (2009), Hallucinations in the Alfalfa and other poems (traductor: Hugh Hazelton, Wolsak y Wynn, Canadá, 2010), La madre del universo, (relatos, 2012), Mi pequeño acto privado (2015), Ahora (2016) y Bouquet Garní + SPAM (2017). Se dedica al dictado de talleres de escritura creativa y al seguimiento de obras literarias en progreso. Se desempeñó como editora en La carta de Oliver y Ediciones Del Dock. En la actualidad dirige GG, editorial de narrativa y poesía.

 

 

 

El profesor Campos

Cuento

por Nicolás Pose

 

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El profesor Campos se quedó unos minutos pensando al ver que los alumnos, desinteresados de la evaluación, tomaban los celulares y los palpaban como si fueran objetos mágicos. Él tenía en las manos un libro y le pasó lo que nunca hubiera pensado que iba a suceder, porque por primera vez en su vida, se sintió solo, desubicado, como si ese libro que sostenía, en ese momento, lo hiciera sentir absurdo. Pero el profesor Campos no lo entendía, no podía, cómo, ahora, por primera vez, podía sentirse tan ridículo, sólo por el hecho de leer. Es culpa de los libros, fue lo primero que pensó. Todo es culpa de estos libros de mierda que además de darme cierto placer, algún conocimiento nuevo de vez en cuando, después de eso, no han servido para nada, para una mierda. ¿No alquilo un departamento de dos ambientes donde ni siquiera tengo un dormitorio para mi mujer y para mí por haber leído toda la vida en vez de haber hecho otra cosa? ¿No sería distinto el grosor de la billetera si nunca hubiera leído todos esos libros? Recordó todo el tiempo que había perdido deslizando los dedos por tanto, tanto papel, donde se mezclaban frases y frases y frases, y millones de letras, que combinadas, le habían entregado palabras que originaban en conjunto historias, historias que no le generaban dinero, que era lo que quería ahora. Fechas, hipótesis, nombres de autores, teorías, movimientos de vanguardia, y todo lo que antes le causara placer; ahora, en cambio, sólo podía ver encima de esa tapa que miraba concentrado, un destino de papel, un papel que no lo ayudaba en lo más mínimo, a lo sumo en una emergencia a limpiarse el culo. Y todos usaban el celular como si éste contuviera todo el tiempo que él había desechado en papeles. Tenía tanto papel en su casa que ya no sabía donde meterlo, y eso, que las paredes de su casa no estaban empapeladas como lo hacían antes sus abuelos o sus padres.  Para colmo, hoy en día, toda la gente vivía en ambientes reducidos, reductos, y sólo podían guardar lo necesario y nada más. No era una época para andar guardando o portar papeles. El papel sólo servía para limpiarse el culo y punto. Y el diario servía para limpiarse el culo también. Es por eso que estaba desubicado, el papel lo descompaginaba del momento que todos vivían, lo ponía afuera, como un gaucho dentro de un Farmacity.

Campos arrojó con violencia el libro sobre el escritorio y, por el ruido, los alumnos, asustados, olvidaron sus celulares por un momento y lo miraron. Pero él, ensimismado, con la vista  sobre la ventana del aula, parecía estar del otro lado del salón. Reaccionó y les dijo que se concentraran y siguieran con las evaluaciones.

Hacía años que Campos era docente y diecisiete desde que había comenzado la carrera de Letras en la Universidad. Era imposible olvidar los enormes bodoques de fotocopias que debía leer para dar los finales obligatorios de la mayoría de materias cursadas; y recordaba el interminable trámite molesto en el lugar donde devastaban a los autores con el tráfico de fotocopias que fluía libremente en la universidad y el centro de estudiantes monopolizando las fotocopiadoras obtenía jugosas regalías para luego irse a tomar cervezas. El trámite era molesto. Consistía en sacar un numerito de papel como si fuera el viejo ANSES y tal vez esperar una hora o más, o mejor era dejar una seña para que las copias te las entregaran al otro día, y qué molesto era el verano que estaba recordando, justo ahora, porque haría unos 35 grados, y dentro del centro de estudiantes fotocopiador de libros, ideas e ideologías, hacía 40 seguramente, entre el humo de cigarrillo, algún porro y el aliento de todos los que estaban ahí sumados a la falta de ventanas y de ventilación del lugar. Opresivo. Recordó el olor denso, irrespirable que salía de ese lugar, un aroma zoológico que representaba a estudiantes que esperaban en esa sala que provenían en su mayoría de la capital y el conurbano bonaerense.

Campos dijo que faltaban cinco minutos para que entregaran las evaluaciones. Escuchó algunos ruegos. Un poco  más de tiempo, por favor, profe. Campos no respondió. Continuó en lo que estaba, haciéndose el distraído, mientras miraba a un alumno morocho, flaquito, de pelo enrulado, que había estado prácticamente en la misma posición desde que había comenzado el examen.

-Ramírez, ¿qué le pasa? ¿Se siente bien?

El alumno no respondía. Hundió, lento, la cabeza, apoyó la frente contra la madera del pupitre, y dejó los brazos flojos, colgantes. Campos, preocupado, se levantó y fue hasta donde estaba Ramírez en esa posición de animal herido. Entonces le hizo las preguntas de rigor, las preguntas del protocolo que requieren los alumnos de escuelas públicas de todo el país: ¿comió algo, desayunó, tiene algún problema familiar, se siente bien, me quiere contar algo después de clase? Si quiere puede retirarse e ir a conversar con la psicóloga. Ramírez, le estoy hablando. ¡Ramírez!      También puede ir a hablar con la preceptora si quiere, o puede decirle a alguno de sus compañeros que lo acompañe al baño.

Pero Ramirez seguía en la misma posición y tenía los ojos cerrados, lo que daba temor a Campos. Finalmente, dirigiéndose a otro alumno que ya había finalizado la evaluación le dijo que fuera a buscar a Beatriz, la preceptora.

Una vez que hubo llegado, la preceptora, perpleja, miró a Ramírez y luego al resto del curso. Se acercó a él y le preguntó si estaba bien pero Ramirez continuaba inmóvil. Luego posó la mano en el pelo del alumno pero inmediatamente la retiró cuando otros alumnos empezaron a burlarse. Campos se acercó, enfurecido y le dijo a otro alumno que le pegara un cachetazo en la cabeza para ver si Ramírez despertaba. El alumno elegido, llamado Facundo, y apodado por todos como “Tuca”, le pegó tremendo cachetazo a Ramírez, y éste gimió, desfigurando la cara de la preceptora. Pero había funcionado, Ramírez estaba despierto y ahora se iba al baño con otro alumno. La preceptora lo miró mal a Campos y éste ni se mosqueó, continuó en su mundo de papeles perdidos.

 

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año.

«Una nouvelle de clase media», El cuarto deseo de Ignacio Molina (Falso Trébol, 2018), por Nicolás Pose

 

 

“La noche en que cumplía cincuenta y dos años, mientras soplaba una velita clavada en una porción de torta de manzana en una parrilla de Pinamar,Alberto sintió, de una manera brutal, que ya no quería seguir compartiendo su vida con Norma. Antes, a ciegas, había pedido los tres deseos (que Huracán no se vaya a la B, que Ramiro sea feliz, volver a jugar a la pelota), y cuando abrió los ojos y vio la cara de su esposa volvió a cerrarlos para agregar un cuarto deseo: que Norma se muera.”

 Así, de esta forma, arranca El cuarto deseo, directa, contundente, presentando de entrada el núcleo del problema de su protagonista. El lector, con un comienzo así, estaría tentado de pensar que podría tratarse de una novelita policial. Pero en El cuarto deseo no habrá crímenes de ninguna índole sino la idea de una posibilidad, el replanteo de una vida durante un instante que se contextualiza en el imaginario, los gustos, las costumbres y las relaciones de una clase media que aún subsiste en la Argentina, los residuos de una clase que fue amplia e importante y que, ahora, está desapareciendo.

Alberto, el protagonista de la nouvelle, es el estereotipo de del cincuentón de la pequeña clase media porteña que comienza a replantearse su vida cuando aparece, repentino, sin saber por qué, el deseo de ver muerta a su esposa, Norma, la mujer con la cual comparte una relación desde hace tres décadas. Alberto, que es narrado por un diestro narrador en tercera persona, se sumerge en un tenso fin de semana al entrever su deseo de separación de su actual mujer, ¿tal vez asesinarla, simular un accidente? o continuar dentro de una rutina que a él se le hace tediosa, una cotidianidad que ya no disfruta en familia sino que es puro desencanto. Mucho tienen que ver Daniel y Josefina, la otra pareja amiga que comparte junto a ellos ese fin de semana, para que esos pensamientos se tornen confusos y actúen en constante vaivén en la cabeza de Alberto. En su amigo, en Daniel, se condensa lo que el protagonista desearía y no se anima, ya que Daniel pudo separarse y conocer a los cuarenta siete años a Josefina, una chica mucho más joven y de un cuerpo perfecto que hace que Alberto se pregunte cómo puede envidiar de esa manera y tenerle rencor a su amigo. Es en la incertidumbre de lo que hará Alberto con su vida−por ende, con su mujer− donde gira todo el relato de Molina, que describe las indecisiones, deseos y rencores de Alberto cuando puede compararse con ese otro tan cercano como un espejo, que está allí, mostrándole cómo puede caminar enamorado de Josefina, cómo puede relajarse y trabajar desde el celular, como si hubiera rejuvenecido luego de haberse separado a una edad en la cual a Alberto nunca se le hubiera ocurrido. Así el narrador describe: “En algunos tramos Josefina y Daniel caminaban tomados de los hombros o de las manos y Alberto se preguntaba desde hacía cuánto que él no caminaba de esa manera con su mujer. (…) Mi mujer, mi mujer espectacular, mi casa increíble, mi auto importado, mis cocheras, mis taxis, mi plata, mi vida perfecta, mi pito grande…pensó imaginando esa enumeración en la voz de Daniel, y al instante se enfureció consigo mismo por dejarse arrastrar por esa ola de resentimiento que no podía controlar.” Ahí reside el problema de Alberto, en la palabra “control”, palabra que cifra la vida de un clásico burgués, como si esa falta de control o esos nuevos deseos que le surgen mientras camina en la arena de las playas de Pinamar enfrentándose a la amplitud del mar, le reventaran en la cara, en medio de lo que debía ser un fin de semana de rélax con la idea de festejar tranquilamente el cumpleaños con Norma y la pareja amiga. Alguna parte de Alberto recuerda al famoso personaje del cuento “Cabecita Negra” de Germán Rozenmacher, el Sr. Lanari que, como él, también ferretero de profesión, cifra su seguridad en la familia y el bienestar económico.

Julio Cortázar definió a la nouvelle como un género a caballo entre el cuento y la novela. Por su escasa extensión con respecto a la novela, la nouvelle no puede narrar la vida de un individuo problemático enfrentado a la sociedad, sino que, más bien, procura centrarse en sutiles movimientos, en rupturas que transformen, modifiquen o destruyan el tranquilo devenir de un hombre o una mujer, para iluminar y describir ese momento en la vida del personaje en un tiempo y lugar acotados. Así, de esta manera, Molina utiliza capítulos cortos y un estilo despojado para narrar y moldear la psicología de Alberto, logrando un texto ágil que gana ritmo narrativo y que, con cierto suspenso, nos lleva de la mano y sin pausa hacia el final.

Molina se caracteriza por analizar a la clase media argentina, sobre todo, al narrar los vínculos, las relaciones que se tejen allí dentro, conjuntamente con la descripción de los hábitos, los gustos, los deseos, pesares y la vida cotidiana de las personas pertenecientes a esta clase social. A esta altura podríamos hablar de un “urbanismo de lo cotidiano” que Molina maneja a la perfección como una marca estilística de la literatura que escribe. Como ya lo había hecho en los cuentos de Los estantes vacíos (Entropía, 2006) o en las novelas Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010)y Los puentes magnéticos(Entropía, 2013), El cuarto deseo, no es la excepción y Molina disecciona a los personajes en pequeños momentos de su existencia, con un realismo centrado tanto en los pormenores como en las grietas que dejan entrever algo más de lo que, a simple vista, parece tan sólo la narración de vidas triviales.  

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

«Un radiograbador enchufado con alargue, Cover de Me acuerdo (Joe Brainard)», por Luciana Cáncer

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Me acuerdo del gusto dulce de las uvas de una parra que parecía un techo.

Me acuerdo del tacto caliente y vivo de la panza blanca de un gallo.

Me acuerdo de la polvareda que levantaban los caminos de tierra en enero.

Me acuerdo de un sandwich de salchichón primavera y pan francés; era verano y el sol entraba por las tablas blancas de las persianas y rayaba las paredes y el piso. Yo comía y desparramaba miguitas de pan y desordenaba las rayas de sol alrededor de mis pies. Seguir leyendo ««Un radiograbador enchufado con alargue, Cover de Me acuerdo (Joe Brainard)», por Luciana Cáncer»

«Segunda parte», por Nicolás Villarino

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Desde la casa que alquilo en Flores, ya adulto, ya independiente, a veces sueño que tengo que volver a Banfield. Que se está haciendo de noche y mamá me espera, Papá se fue hace dos horas, tengo que hacer el relevo, y en el sueño, engañado por una dimensión onírica palpitante, que parece esforzarse por ser verdad, me apuro para llegar porque no sé cómo va a ser el estado de cosas en Banfield. Llego y encuentro a Mamá en la cama, pero no acostada llorando, sino sentada apoyada en el respaldo, con una buena postura, para nada encorvada, de buen humor, con ganas de charlar. Me recibe, me abraza, me habla. Puede hablarme bien, las palabras le salen claras. Saca temas, quiere que cuente cosas, me pregunta cómo me fue en la facultad, dice que no estudie tanto, que viva más la vida, pero igual pregunta si me dieron la nota de la materia que rendí la semana pasada, dice la palabra “parcial”, conoce la instancia específica de evaluación, cosa que me sorprende. “Sí, Má, me la dieron, un ocho me saqué”.  “¡Muy bien Tomás!”. Siempre dice que soy “el diez”, pero ahora no me responde con números, sonríe como ya no me acordaba que podía sonreír.

“¿Comiste Mamá?”, le pregunto, porque aunque me deje llevar me doy cuenta de que no hay que bajar la guardia, hay que asegurarse de lo más importante. “Sí, comí una tarta de atún que hice y quedó la mitad, muy rica por si querés probar” ¡Qué increíble! me encanta, a ella nunca le gustó cocinar, fue una ama de casa sin hacer nada de lo que hacen las amas de casa. También hay jamón crudo con melón, que compró Daniel, no entiendo para qué hizo una tarta si Daniel le compró melón con jamón, que es su comida preferida, que Papá compraba cuando cobraba o más bien cuando hacía una plata importante, porque era más bien un lujo que se permitía traernos. Voy a la heladera y veo el jamón bien rojo, casi sin grasa, es un jamón especial y las porciones de torta altísimas, con muchos colores adentro, le habrá costado trabajo hacerla, pienso. Es una noche completa, siento que estamos de fiesta, no tengo que salir a llamarlo a Papá para que venga, hoy ya estuvo y Mamá no lo necesita.

Vuelvo al cuarto y la abrazo, es extraño sentirse así de aliviado en Banfield, como si no faltara nada, como si nos pudiéramos dar el lujo de disfrutar estar juntos, y en ese momento, el de sensación de felicidad, me despierto. Esa sensación, igual, me dura, me quedo en la cama unos minutos, suspendido, agradeciéndole a mi subconciente. No se me ocurre agarrar el teléfono para scrollear nada. Puedo hacerlo, además, porque es sábado, no tengo que saltar a la ducha para no llegar tarde al trabajo. Tengo que estudiar un poco –seguir insistiendo–, ordenar un poco la casa y después ir a ver a mi vieja a la clínica. Eso, por suerte va a ser dentro de un par de horas. Si tuviera que ir ahora el contraste sería muy fuerte, iría inconcientemente sobresaltado, expectante, y ella me esperaría como siempre y me impactaría no notar un avance aunque sea, sólo por haber soñado un pasado mejor mientras dormía tranquilo en el departamento que alquilo en Flores.

Voy mucho más temprano que siempre, la hora de visita es de tres a seis de la tarde, siempre llego a eso de las cinco, pero esta vez voy al mediodía. Vamos a ir a comer afuera por su cumpleaños, que fue el miércoles. Nunca fuimos a comer afuera desde que está en la clínica, hace cinco años. Lo que sí hicimos un par de veces fue ir a tomar helado, hasta que se pone nerviosa y se quiere volver.  En la semana había llamado a la psiquiatra que tiene de tutora para avisarle, me dijo que era una buena idea, que se pondría contenta y que le haría bien salir un poco, “a ver si se anima porque ella no quiere salir ni al patio y tampoco interactúa con nadie”se encargó de recordarme. Ayer la llamé a Mamá para avisarle que esté preparada, le dije que íbamos a comer lo que ella quisiera para festejar su cumpleaños y que era para hacer algo diferente y disfrutar. “Bueno” me devolvió, hubo un silencio, y volvió a hablar: “Bueno chau Tomás, te quiero mucho”.

Cuando la enfermera la trajo y vi su cara me di cuenta que no estaba cómoda con la propuesta, que la salida la había puesto muy nerviosa.

–¿Dónde vamos a ir? –me preguntó con la mirada adormecida de las pastillas.

Le dije que íbamos a la pizzería de la esquina, era un día de cielo azul y sol radiante, hace algunos días habíamos entrado en verano. Me dijo que no quería comer pizza, que quería comer ravioles, así que tuve que pensar en otro lugar. El restaurante más cerca queda a seis cuadras, y con la silla de ruedas, las veredas rotas y su miedo a lo que estaba pasando no me parecía una buena opción. Nunca había entrado a un restaurante con mi mamá, siendo el adulto responsable de ella. ¿Qué iba a hacer si se ponía muy nerviosa y se quería ir apenas habíamos pedido la comida? Pensé que todo esto era un capricho mío. Que mi vieja había aceptado la propuesta para darme el gusto o más bien porque no lo pudo pensar en el momento en que se lo dije, no había tenido posibilidad de pensarlo hasta que la saqué de la clínica, que hoy es su casa, ya no estamos en Banfield, el lugar donde está acostumbrada a estar, día a día, sin interrupciones, es la clínica de Ramos Mejía. Pensé que tendría que haber ido en el horario de visita, preguntarle qué había comido, contarle cómo lo vio a Daniel en la semana, decirle los números de la quiniela, el único entretenimiento en el que insiste en ser fanática. Pero estábamos ahí y algo teníamos que hacer, seguimos una cuadra más hasta que apareció una fábrica de pastas que parecía puesta para nosotros y entré y pregunté si vendían ravioles hechos. Me dijeron que no solían hacer, les pedí que por favor lo consideraran, porque había salido con mi mamá y quería comer ravioles. Detrás del mostrador, el vendedor se me quedó mirando sin entender, al principio parecía molesto, hasta que vio la silla de ruedas en la vereda y cambió a un gesto compasivo.

¿Ravioles de qué te hago?

–De Ricota, con manteca y queso –Mamá no come salsa porque dice que le cae mal y tampoco crema porque dice que engorda–Ah y también unos ñoquis a la bolognesa.

–Bueno, en veinte minutitos pasalos a buscar que están listos.

Volví triunfante y agarré el mando de la silla nuevamente, le agradecí  a una señora que se quedó al lado de ella: -“Le pregunté si estaba sola y me dijo que estaba con el hijo, pero me dio cosa. ¿Vos sos el hijo?. Sí señora, gracias.”

Dice que está gorda y es cierto, cuando trabajaba de gestora en la Municipalidad de Lomas le decían “la flaca” y eso lo guarda como un tesoro, como una referencia de identidad y como alguien que supo ser para Daniel, para conquistarlo. Ahora, sentada en la silla, no puede sentirse orgullosa como antes de la figura que no tiene, pero sí da órdenes, y cuando se pasa y le quiero bajar los humos la molesto con que es la reina, porque a veces parece que manda desde un trono. Conmigo ya sabe que lo de los pedidos desmedidos no funciona mucho, pero con Daniel sí: desde ese lugar de incapacidad es el motor para que un hombre que ya tiene unos cuantos años se tome un colectivo, un tren y otro colectivo para verla y darle besos, porque el suyo es un amor de años pero bien vigente, donde los besos siguen corriendo con entusiasmo.

Me puse a pensar en lugares en la calle para comer pastas. La plaza más cercana quedaba a doce cuadras, así que se me ocurrió que en la heladería nos podían dejar si después pedíamos helado. Fuimos con mamá a la heladería donde ya nos conocían, pregunté y me dijeron que no había ningún problema, podíamos comer el helado de postre. Nos sentamos, teníamos que esperar igual los veinte minutos de cocción de la comida.

–¿Te gustó salir, Má?

–No.

Lo dijo rotundamente y sufriendo, con la mirada perdida primero y mirándome fijo después, como si le hiciera falta asegurarse que recibí su sinceridad clara. Me pidió un tranquilizante y le di un placebo que tomó con Coca Cola. Sentí ganas de llorar, pero antes de que empiece a querer salir una lágrima, agarré el celular y sin tiempo a encontrar nada le lancé:

–Anoche salieron el 55, el 20 y el 25

–La gallina salió, la puta que la parió.

Siempre que le invento números a mamá me falta creatividad, repito algún dígito o digo dos o tres cifras muy cercanas, como si hubieran acotado el bolillero, dudo y después me río; ella se da cuenta siempre de que le estoy diciendo cualquier cosa, y me lo dice como en un espasmo de risa que le sale. Esta vez no me reí al final y como había sacado el teléfono y podía apoyarme en él como fuente para sacar los números de la lotería, me creyó. Después me dijo que María, la vecina de Banfield del lado que nos llevábamos mal, le gritaba a la noche, que por favor la llame y le diga que se deje de joder. Le dije que la iba a llamar. Me pregunto por Cami, y le dije que estaba en danza, que nos íbamos a ver a la noche, a lo mejor íbamos al cine. Me dijo que papá le contó que había ido al neurólogo y le había dado más pastillas:

–Anda mal, pobre Daniel. ¿Qué hago si le pasa algo?

Nunca me lo había preguntado tan preocupada. Para ella, Daniel es inmortal, y no sólo inmortal sino que es su amor y su héroe, como si estos tiempos de vivir obligatoriamente separados hubieran borrado los tiempos de todas las decisiones que tomaron o pudieron tomar juntos.

–Seguiremos juntos, Má.

Me agarró la mano y me la apretó fuerte, ahora sus ojos estaban más calmos.

–El domingo que viene voy a ir a Banfield, ¿viste que estoy yendo a buscar las cosas nuestras que quedaron en casa? ¿Querés que te traiga algo de allá?

–Trae el barco

El barco es el barco pirata de Playmobil. Una tarde me lo trajo. Hubo un tiempo que duró menos de un año que mamá trabajaba bastante y siempre que volvía del trabajo y sentía la puerta saltaba de la cama y casi increpándola le gritaba y me colgaba de ella: “¿qué me trajiste?”. Esa vez fue una sorpresa grande, me costó creer que un solo regalo pudiera ser tan importante. Ella siempre estuvo orgullosa de regalarme el barco. No sé si por el tamaño, por lo que había gastado o por qué. Jugué con él unos días y después lo dejé en lo más alto del mueble de las enciclopedias y los mejores muñecos para exhibir, y hasta hoy está ahí. Hasta que lo vaya a buscar.

–Má, ¿querés ver videos de gatitos o perritos?

–De perritos.

Busqué en Youtube “perritos videos graciosos” y le mostré el primer video que aparecía. Se río, nos reímos. Un poco de alivio. Valió la pena todo esto entonces. ¿Cómo no se me había ocurrido antes lo de los perritos? Si a ella siempre le gustaron. Nunca tuvimos uno porque ella decía que se había encariñado mucho con uno policía que se lo mataron. Se llamaba Rufo. Pero siempre que se cruzaba a los perros de los vecinos de Banfield, las pocas veces que salía, les dejaba una caricia en el lomo.

Se hizo el tiempo de las pastas y las fui a buscar. Ella comió todos los ravioles, uno a uno, casi sin parar un segundo. Yo no terminé los ñoquis a la bolognesa. Después pedí el helado. Estábamos los dos más tranquilos.

Salimos de la heladería y dimos un par de vueltas por el barrio hasta que se puso nerviosa otra vez y volvimos a la clínica. Antes de llegar a la puerta nos encontramos con una enfermera que terminaba su turno.

–Fuimos a comer ravioles y helado –le dijo con una sonrisa de toda la cara, agarrándola del brazo, ya sintiéndose en su territorio.

La mayoría de las enfermeras se llevan bien con ella, saben que tiene un carácter difícil, entonces la retan bastante, pero siempre terminan cediendo a los pedidos que hace, es la única a la que le compran caramelos cuando se le acaban los que le damos. Los compañeros la respetan, a ella parece no interesarle tener amigos ahí, pero sí que no se metan con ella. Cuando papá lleva sandwichs de miga, ella dirige a quién convidarle y a quién no. Si un compañero no le hizo un favor en la semana y se acerca para que le convide, ella le recuerda: “vos salí que no te voy a dar. No tiene ningún problema en pelearse. Lo mismo con los caramelos, que son el bien más preciado, no le da ninguno a nadie. Yo siempre me guardo uno para darle a Jorge, un compañero que me pide con mucho cuidado, sin que ella lo vea. Jorge ya entiende, pasa por atrás, chocamos las manos y se lo lleva. Mamá nunca vio que hacemos eso.

 

 

Nicolás Villarino (1988, Buenos Aires) Se crió en Banfield y a los dieciocho años se mudó a Capital. Es Licenciado en administración y estudia Letras en UBA. Hace taller literario con Juan Sklar desde 2016. Su color preferido es el verde agua. Este texto forma parte de un proyecto literario que está en proceso.

«Una autobiografía de ideas», por Gonzalo León

aira

Foto: J. Martínez

Uno de los libros de ensayos de César Aira fue sobre el poeta inglés Edward Lear, sus limericks, el humor, lo popular y otras cuestiones, pero de eso pasaron diez años. Continuación de ideas diversas fue en 2014 su nuevo libro de ensayos, que publicó Ediciones Universidad Diego Portales de Chile, y a diferencia de sus otros libros –Copi, Alejandra Pizarnik y Las tres fechas, todos publicados por Beatriz Viterbo Editora– no necesita de un pretexto, es decir no necesita de la obra de otros autores para hablar de la suya, sino que es César Aira elaborando una especie de diario, de respuestas a una entrevista que nunca dio, o quizá, y ésa es la sensación que predomina, una autobiografía de ideas, porque para Aira la única autobiografía posible es a través de las ideas, y en este libro se pueden encontrar desde sus primeras influencias (las historietas de Superman de los años cincuenta y sesenta, Kafka y Borges, o incluso aquellas novelitas de western que leía su padre y que él encontraba poco refinadas), su obsesión por la forma y la novela policial, su desprecio por las biografías noveladas, la crónica, la metaliteratura y las primeras lecturas de la obra de Cortázar, pero también hay fragmentos narrativos, como un probable principio de novela, y reflexiones en apariencia menos literarias, como sobre la magia o la vida después de la muerte.

En Continuación de ideas diversas, Aira se desplaza entre el pasado y el presente, entre la literatura como arte mayor (“la superioridad de la literatura sobre las demás artes radica justamente en las demás artes”) y la literatura como cáscara vacía (“la novela de hoy”), y lo hace en fragmentos que no forman una unidad lineal, porque precisamente son ideas diversas en un continuum. Donde parece haber paradoja no la hay, es la propuesta narrativa de Aira desplegándose en el ensayo: no una idea sobre la cual parte un relato, sino varias: “El ensayista escribe sobre los distintos temas de su interés, relacionados entre sí en razón de ese interés…”. En alguna entrevista extraviada en la memoria, el escritor nacido en Pringles en 1949 dijo que en un momento le habían recomendado que, si quería meter ideas en sus novelas, mejor se guardara esas ideas para los ensayos. Bueno, quien le haya hecho aquella recomendación y leyera este libro, de seguro tendría la tentación de hacerle la recomendación inversa, es decir si quiere meter relato en un libro de ensayos, mejor se las guarde para las novelas. Pero quizá en esta retroalimentación es donde este texto cobra mayor valor. Por eso en la contratapa de este libro espléndidamente editado se encuentra la siguiente frase: “Las ideas nunca son del todo ideas, y nunca son todas las ideas. Recortadas en forma de ocurrencias, recuerdos, anécdotas, chistes y otros mil azares del discurso, material inagotable de la Asociación, como dar la vuelta al mundo del pensamiento”.

Estas ideas recortadas comienzan con el recuerdo que tuvo Hegel al ver pasar a Napoleón y continúa con una frase que empieza así: “A mi edad… He comenzado a olvidar nombres, de un modo alarmante”. Está entonces la alternativa de llevar “una libretita específica, para llevar siempre conmigo y así saber dónde tengo que acudir en busca de un nombre que ha desaparecido de mi mente” o la de escribir lo que cree que ha ido desapareciendo de su mente. Alguien podría tener la tentación de ver en esta estructura algo parecido a entradas de blog o de Facebook, pero eso remite más al deseo de ver que un escritor como él tenga un blog o un Facebook que al hecho mismo de que posea esa estructura. Aunque también podría pensarse de otro modo: imaginemos que Aira tiene un blog o un Facebook, ¿esto es lo que escribiría? Una discusión que se basa en suposiciones es material para una ficción o para un divertimento, pero no para desarrollar seriamente.

Hay desde luego en este libro un lado más pop, como cuando se refiere a los cuatros asuntos que casi nunca faltan en los culebrones clásicos latinoamericanos: “La revelación de una maternidad o paternidad, ocultada durante muchos años”, “el doble, la hermana o hermano idénticos de cuya existencia no se sabía nada hasta entonces”, “la ceguera” y “la amnesia”. Según Aira, “todos tienen que ver con la identidad. ¿Quién soy? ¿Cuál soy? No recuerdo quién soy. No puedo verme en el espejo”, y luego explica que el éxito del género, “y de cualquier género narrativo, tenga que ver con la adecuada, si es preciso obvia y brutal, tematización de un concepto central”. Lo que aquí resalta es que lo que en apariencia es pop, para el autor de Continuación de ideas diversas puede servir para una reflexión narrativa, incluso sobre su propia escritura, o la de cualquier otro.

Cuando establezco que estas “ideas recortadas” parecen respuestas a una entrevista que nunca se hizo, en esa afirmación también existe una continuidad, porque Aira recuerda algunas respuestas que ha dado en entrevistas y las desarrolla. De este modo “re-presenta” (en el sentido de traer al presente) sus influencias, los elogios a sus libros de juventud que le producen “sensaciones ambivalentes”, pero quizá donde es más elocuente es cuando se refiere a la narrativa escrita en presente y la famosa respuesta que dio alguna vez, y en la que en una de sus partes señala: “Casi toda la narrativa joven en la Argentina está escrita con verbos en presente. No sé cómo los autores no se dan cuenta de hasta qué punto eso desmerece su trabajo. El relato se achata, pierde perspectiva y toma un tono oral barato”. Luego admite que cuando abre un libro y está en presente, “lo cierro y no vuelvo a abrirlo”. Sin embargo, existen excepciones, como la de Marguerite Duras, básicamente porque en casi toda su obra “está actuando el cine”, o en otras palabras el guión. Para César Aira, el periodismo o el cine pueden escribirse en presente, pero la historia y la ficción deben hacerse en pasado: lo que ocurrió no es lo mismo que lo está ocurriendo.

Pero más allá de escribir en presente, de la crónica de la que dice que su auge “coincide con la emergencia de esa figura que pulula en las ONG y otros subproductos de la globalización: el Entrometido”, de las biografías noveladas, de la metaliteratura, hay un desprecio hacia la novela realista o más precisamente hacia el realismo, culpándolo “de la posibilidad de extenderse en el relato y escribir libros de muchas páginas”. Y enseguida explica cómo debió fundarse el realismo en la literatura: cansados los escritores “de los dioses y las hadas y los héroes y las doncellas”, tuvieron la audaz idea de renunciar a la imaginación literariamente educada, “y dejar que sus argumentos y personajes y escenarios se los diera un agente externo a ellos”. Este agente externo del que se alimentarían sus ficciones de ahora en adelante sería la realidad, “en sus formaciones y desarrollos propios”.

En el prólogo de la reedición de Ema, la cautiva que escribe Sandra Contreras, tal vez la mayor especialista en César Aira, señala que “la opción originaria del artista en todo caso fue: nada que inventar, porque todo viene con la tradición, y por eso mismo, el mejor terreno, para el escritor, para inventarlo todo”. Aquí claramente se demuestra la opción por descartar el realismo y volver a la “imaginación literariamente educada” a través de lo que Arturo Carrera define como vanguardia entendida como “parodia crítica de la tradición”. En este libro Aira se refiere a las vanguardias, y coincide en un punto con la definición de Carrera al señalar que la calidad de una obra de arte “siempre se reconoce según los valores tradicionales, clásicos, las grandes convenciones seculares, que cambian tan lento que no vale la pena hacerse ilusiones de que vamos a presenciar el cambio”. Aira entendió bien que para ser vanguardia debía leer muy bien la tradición. En Plan de operaciones, Beatriz Sarlo reconoce esto: “César Aira publicó Ema, la cautiva para corregir a Borges de manera radical: corrigió una imagen de la cautiva, tanto la de Borges como la de Hernández; corrigió el paisaje pampeano, el de Echeverría y el de los ingleses; corrigió la figura del indio, de fiero a indolente. Como estrategia de comienzo, Aira, a diferencia de Puig, toma la centralidad de Borges para fisurarla por parodia”.

Continuación de ideas diversas recuerda algunos textos de la tradición argentina, como Evaristo Carriego, de Borges, y Diario (1953-1969), de Gombrowicz, ambos pueden catalogarse en la categoría de ensayo y en el de simple diario o registro, pero lo cierto es que van mucho más allá. Este libro vendría a formar parte de la tradición ensayística que intentó “innovaciones, experimentaciones, rupturas, provocaciones”, pero que “apenas si aceptó algunas tímidas modificaciones”, porque pese a todo no existe el ensayo de vanguardia. En este punto resulta inquietante que Aira, a diferencia de Borges o Gombrowicz, coloque a este género fuera de la literatura, en una función de dar cuenta, “hacia el exterior de la literatura” de las reinvenciones de ésta.

De sus “novelitas”, como les dice él mismo a su producción literaria, podrían ser vistas por algunos solamente como un modo de producción, una multiplicidad de lo breve o de la miniatura; pero no, aquí explica que el sello no es escribir novelitas que le toman más de tres o cuatro meses, en otras palabras no es la brevedad por la brevedad, sino que hay una reflexión de fondo: “En la medida en que un narrador va apartándose de formas y contenidos convencionales, sus textos van haciéndose más breves”.

Después de Continuación de ideas diversas nadie debería pedirle una entrevista a César Aira, porque aquí está todo: influencias, formas de escritura, obsesiones, desprecios, definiciones. Y lo hace con ingenio y gracia, porque también está presente su forma de narrar: no es un escritor impostando el tono académico del ensayo o el tono habitual, serio, del ensayo. De hecho, como sabiendo que se le puede juzgar seriamente por este libro, señala en una de sus partes: “Alguien dijo que el ensayo es la ‘piedra de toque’ para evaluar la calidad intelectual de un autor. En efecto, en la poesía y el relato hay demasiados subterfugios para disimular carencias, mientras que en el ensayo la inteligencia y el conocimiento y el talento del autor están al desnudo”.

Gonzalo León es escritor y periodista chileno. Ha publicado las novelas Serrano (2017), Manual para tartamudos (2016), Cocainómanos chilenos (2012), Vida y muerte del doctor Martín Gambarotta (2011) y Pendejo (2007). Desde 2011 vive y trabaja en Buenos Aires.