Comas

comas

Novedades Editoriales: Reseña de Comas de Teresa Orbegoso (Años Luz, 2019)

por Nicolás Pose

comas2

Comas, el último libro de la poeta Teresa Orbegoso, publicado en 2018 por Años Luz Editora y en una edición bilingüe, fue escrito paralelamente a otro libro que la autora llamó Perú. Orbegoso que nació en Lima, trabaja su poesía conectándola con la geografía de los distritos y del país donde pasó la mayor parte de su vida y, sobre todo, su infancia, un punto nodal para comenzar a leer su obra. Esa geografía peruana la rodea y al mismo tiempo le despierta impresiones, recuerdos, sentimientos e ideas sobre quién es la que escribe. Desde sus lugares se revelan los temas que obsesionan a la poeta: la identidad, las raíces, la niñez, la familia, la “peruanidad”, las relaciones, el amor y la poesía como remedio al dolor, como antídoto de vida. Es la voz que desde el presente regresa al pasado  para tratar de deconstruir el presente y adivinarse mediante ese ejercicio introspectivo. Es una poesía de búsqueda. En su poemario Perú, la voz de la poeta exclama: “Estoy aquí para recordar la patria invisible de la infancia. Estoy aquí para saber finalmente quiénes somos. ¿Qué ha quedado de nosotros en medio de toda la niebla de Lima? No saber cómo te llamas, ni lo que fuiste, ni lo que hiciste. Andar perdido como un cuerpo que sólo sabe empezar y que nada aprende. Han sido los ecos de la ruina de mi despertar. Sea mi destino coser los pedazos descoloridos de nuestra bandera. Darle materia y forma. No desaparecer.”

Seguir leyendo «Comas»

Un manojo de cartas en una caja de zapatos

Cuento

por Manu Kápilan

escuela-700x400-1

Elisa tomó nota de un pensamiento en un mensaje de voz. Luego bajó el parasol para ver su reflejo en el espejo que estaba al dorso.  Entre sus manos el pintalabios rojo se asomó de su capuchón plástico y los pensamientos de la maestra se diluyeron.

Alrededor del auto, padres y niños corrían y miraban la hora en sus teléfonos. El timbre de ingreso sonaba como una amenaza gastada.

Después de pintar sus labios, Elisa se delineo los ojos y engroso sus pestañas. Sobre la guantera quedó una taza de café a medio tomar, el sol la mantendría tibia por horas.

La bandera ya estaba izada cuando Elisa atravesó el patio y guió a sus alumnos al aula.

Seguir leyendo «Un manojo de cartas en una caja de zapatos»

Dar lo que no se tiene a quien no lo es

Ensayo sobre el amor desde una perspectiva psicoanalítica

por Lic. Victoria Campos

lo-que-el-viento

“El amor pide amor. Lo pide sin cesar. Lo pide… aún. Aún es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor”

(Lacan, Jacques)

 

Su estructura y perfección, en todos los campos de su vida, permitía que circulara como por una ruta demarcada donde sabía cuál era el destino. Podía describirse como una excelente profesional, hija, amiga y pareja. Al mismo tiempo, nada de eso le permitía sentirse plena. Su trabajo era monótono y sentía que no podía aplicar todo su conocimiento, por otro lado su pareja era un hombre correcto, atractivo pero no le despertaba deseo. El deseo surge de la hiancia entre necesidad y demanda. Deseo es siempre deseo de alguna otra cosa, es un punto central para el psicoanálisis, Jacques Lacan lo ubica en su justo lugar: “el deseo es la esencia del hombre”. De ahí que el objetivo del psicoanálisis sea llevar al analizante a reconocer la verdad sobre su deseo.

Seguir leyendo «Dar lo que no se tiene a quien no lo es»

Teatro: Bombón Vecinal

Reseña teatral: Bombón Vecinal

por Lara Salinas

 

foto teatro bombon marcelo z

Foto de Marcelo Zappoli, «Lo único que quiero es bailar» (Josefina Gorostiza)

 

Los vecinos del Abasto prepararon una serie de espectáculos en sus casas, lugares de trabajo y las calles del barrio. Este evento formó parte del FIBA 2019, un festival teatral que sucedió a fines de enero y se extendió durante el mes de febrero. Bombón Vecinal se caracterizó por la creación de diversas propuestas a partir de su locación un sitio específico y las búsquedas formales entre diferentes lenguajes artísticos. Cada propuesta duró aproximadamente media hora, como para –como si fueran bombones– degustar más de una por noche.

Seguir leyendo «Teatro: Bombón Vecinal»

Tres poemas de desamor

Poesía

por Daniel Chao

 

La_dolce_vita_-_Fontana_di_Trevi_2004_-_panoramio

Empatada llaga

Me oye hablar
tantea mis esfuerzos denodados
por captar sus distracciones
y distraídamente así
hace su parte
juega a que es suya
esta mano que juega
en mi barba.

Quisiera descifrarme pronto
y simplemente como a los nudos
en su pelo que enrolla
para hacerme a un lado
a la región de las cuestiones
ya codificadas y listo
pasar a otra cosa de una vez.

Pero se ha detenido
y quiere oír o hace que oye
va a quedarse tal vez
es evidente que no soy
un mal espécimen
para calibrar sus agujas
pero percibe al instante
que estoy echado a perder
por ejemplo cuando ensayo
una mirada a los ojos
decirle algo franco y luminoso
el encanto es papel maché
bajo la lluvia.

Sabe que son contadas mis cartas
como las sonrisas que voy a poder
devolverle de acá en más
sin un dejo acre
de soslayo;
que poco puedo durar
en pie y aun así
pareciera
convencida de que traigo
como un algo en ciernes:
llaga que luzco y empata
con la suya
o acertijo que ella no atinaba
justo antes de invadirla
el fastidio
aunque más no fuera un in paz
a su tiempo muerto
evadida de sí.

Ahí va que tira el ovillo
y recogemos estambre
a ver qué se teje de esto.
No faltan caminos ni sinuosidades
si uno ama demorarse.

 

Llovizna y es un manto

Llovizna y es un manto
que cubre y cruje los mimbres de la mañana
entre pereza y prisas
se debate el beso a dar
el que falta.

Una mañana como otras entre otras
tantas que fueron
brasa y rescoldo
tras lunas incendiadas del amarillo crema
al rojo magma y ya la pálida ceniza
posada a desmayar bajo las sábanas
del rocío.

Una imagen de la ternura aislada del tacto
pieza de museo visitada brevemente
Una imagen del deseo que apenas terminada
ya caduca y se retira para liberar el atril.

La llovizna continúa su puntillismo intermitente.
Humedad, inundación, sequía, son partes reunidas
en un mismo mosaico.
Soledad, encuentro, hastío, son colores
estampados en un gran mosaico de paraguas
que entrechocan.
Y qué parte de la trama caiga sobre quién,
ahí se juega el sentido que correrá su día.

Alguien baila chapoteando adrede
con aire de niñez pisa sólo donde hay charcos.
Alguien lo esquiva, alguien toma fotos con luz dudosa.
Alguien intenta una llamada bajo la llovizna,
contactar con alguien seco.
Oye de una voz programada que el equipo
está fuera de la zona de cobertura.

Todo sigue cubierto, más o menos, por la llovizna
que acentúa las ganas que cada fibra,
cada tallo, cada sentimiento,
las ganas que guardaban de crujir y partirse.

 

Pluvial

Ese amor negado
en los labios fruncidos
de hacer fuerza
para no dejar salir
y tragarlo antes que truene
como la tormenta que el río
se traga ahora.

Yo sé de ese amor abolido
caído a lo más negro del amor.
Puede lloverse el mundo
y emerger regurgitado
por las rejillas pluviales
no va a salir un te amo de ahí,
de unos labios
de corcho.

Yo sé de ese amor negado
buque hundido
respiración contenida
hasta lo violáceo.
Yo sé de ese amor disuelto
que aún se filtra
entre los dientes que nos aflojó
la noche.
Bueno sería respirar bajo
el agua
pero que las palabras no;
ahogarlas como ratones
de una bocanada.

 

 

Daniel Chao (1988, Buenos Aires) es estudiante de Filosofía y vive en Avellaneda (Bs.As.)
Ama las plantas, su silencio y la música. Bebe lo justo y conveniente.
La poesía es un santuario que espera seguir encontrando abierto entre tanto le busca salida a una ciudad que lo encoge y le hace mentir, mentir demasiado.

Postal

Poesía

por Adrián Quinteros
edgardo-vigo-1-libro-internacional-05
Imagen de sitio
Después de apoyar el vino
sobre la mesa
me preguntó qué era el amor
le dije : el amor es una dulce mordida
reverberando adentro,
un eco que horada los teatros de la ilusión
y que en esa memoria cabalgamos
desencantados en el tiempo.
Al escucharme decir estas palabras
los custodios del lobby, avergonzados
pidieron al dj subir el volumen de la música
y con un gesto de diplomacia me invitaron a retirarme
ya que hablar en metáforas estaba prohibido
lo creían muy solemne.
Al salir a la calle observé la siguiente escena:
un hombre de mediana edad, impecablemente
peinado y vestido
sentado en su coche y agarrado firme al volante
sacudía su cabeza al ritmo de un reggaeton digital
una y otra vez cantaba
y ahora yo soy el mejor el mejor el mejor el mejor 
su esposa lo miraba asustada
mientras atrás , sus hijos jugaban con sus tablets.
Adrián Quinteros (1984, Campana). Es artista y docente en educación no formal , trabaja con comunidades vulneradas por el imperativo meritocrático. Aquí algo de sus trabajos:

Puñado de amor

Cuento

por Ignacio Bosero

371

Es por la canción que inmediatamente hierven los recuerdos. Durante algunos años había estado a salvo siquiera de pensar en Ana. Y esta noche, mientras estoy cocinando y he puesto una radio francesa de música ecléctica, la canción apareció, es decir, alguien la tuvo que elegir y poner, aunque ese detalle ahora no importe tanto; tuve que dejar de preparar la cena y subir a ver en la computadora la página para saber el nombre del grupo y de la canción. Y ahí estaba: Antony and the Johnsons: Fitsful of love. Imposible olvidar el tono dramático de la intérprete en las noches de San Telmo.

Todo parte de una noche que prometía ser como cualquier otra en el barrio de Paternal, claro que decir que cualquier noche en Paternal, en ese momento, no es lo normal que pueda imaginarse. Yo era un joven estudiante y convivía con dos amigos, también estudiantes jóvenes, de modo peculiar. Habíamos adaptado un departamento de tres ambientes a nuestros caprichos más salvajes. No teníamos mesa ni sillas en el comedor, prescindíamos de la televisión y habíamos, entre otras cosas, empapelado una enorme pared con recortes de revistas y diarios de época. Todas las noches había reuniones e invitados amigos: la casa funcionaba casi como un centro cultural. Incluso al tiempo se sumó una nueva integrante alemana, que pasaría unos meses con nosotros. Javier nos propuso la convivencia con Judith y aceptamos; Maximiliano no vivía de modo permanente, sino que usaba la casa como vía de escape; Judith se acopló increíblemente a nuestro ritmo de vida. Era realmente una mujer ejemplar. El departamento era grande, y nosotros lo hacíamos cada día más grande. Las ansias de vivir, de experimentar, de estar por primera vez solos, apartados de nuestras familias; la libertad que eso significaba en ese entonces prometía todos los días una nueva aventura.

Entonces sucedió lo inesperado. Judith entró un sábado por la noche al departamento con otra alemana, que había conocido en el vuelo y se habían vuelto a ver en la calle en la semana. Se habían llamado y arreglado esta salida. Era Ana. Apenas entró por la puerta comencé a inquietarme. Recuerdo su corte de pelo, largo, con flequillo, sus colmillitos y su sonrisa, sus botas texanas, su español fluido.

De Paternal fuimos en taxi a una fiesta en Colegiales. En algún momento fumamos parte de un porro europeo. Pitamos en una calle oscura, arbolada, antes de entrar a la fiesta. Yo había fumado muy pocas veces y me hizo efecto inmediato dejándome eufórico. No tardé mucho tiempo en encararme a Ana. La perseguí por los rincones de toda la casona y la acorralé en la terraza. Fumamos un cigarrillo y ella se rio bastante pero me aclaró seria, que no, que no me daría un beso. A lo sumo el teléfono. “Llamame en la semana, podemos ir de excursión por Buenos Aires”. Eso dijo y la idea me fascinó. Ana era periodista, se quedaba dos semanas en una pieza de San Telmo.

La vi recién a mitad de semana. Mi cabeza había sido un remolino después de conocerla. Pensé cantidad de lugares para llevarla, reviví los lugares que me gustaban y deseé mostrárselos. El orden de los sucesos no puedo precisarlos pero nos dimos cita en un bar de la calle Uriburu, en la zona de facultades. Ana tenía una cámara y sacaba fotos. Me sacaba fotos a mí de imprevisto, le sacaba fotos a la gente y al bar y pedía a otros que nos fotografiaran. Al salir del bar caminamos unas cuadras y tomamos un colectivo hasta Parque Centenario, le pedí que recorriéramos los puestos de libros y la librería Los Cachorros. Revolvimos un poco; nos reímos. Yo estaba como un tonto, no podía creer que la mujer que me gustaba seguía, con el paso de las horas, ejerciendo una atracción sobre mí tremenda. No sólo quería besarla, quería amarla, en el sentido cursi de la palabra y la acción. La invité al bowling de Paternal. De allí caminamos hasta mi casa y estuvimos juntos un rato más. Llegada la noche dijo que tenía que irse a San Telmo; tenía una cena. Podía tomar el 24 y en una hora estar en la puerta del lugar donde se alojaba. Sentí desasosiego, no quería que se fuera, quería fervientemente que se quedara, que estuviera conmigo el tiempo que fuera necesario. “Podemos vernos después”, dijo. “¿Después?”. “Te llamo cuando termine la cena, o llamame vos, te doy el número”. Anoté el teléfono de la residencia y lo guardé.

Esas horas fueron mucha ansiedad; alrededor de las once de la noche la llamé. Me atendió de buen humor, pronunciando mi nombre como con cariño. Estaba cansada y se acostaría; había tomado vino, se reía, estaba media borracha. “Mañana tengo que trabajar” dijo. No insistí. Acepté de mala gana que no pudiera verla y ella, inteligente como era, se dio cuenta. “Te enojaste”, dijo. “No, no”, respondí serio. Me era imposible disimular el disgusto. Ana era muy astuta para que yo le hiciera una escena, aunque la mía no había sido a propósito… “¡Ey, nos vamos a ver en la semana!”, dijo. “¿Sí?”. “Sí, porteño”. Quedé pensativo y acodado a la barra, donde teníamos el aparato de teléfono. “Qué fácil lo hace todo ella”, pensé, con una bronca inusitada. No había nada más horrible que querer ver a alguien y tener que esperar, no poder acceder a ella; tiempo…

Al siguiente día tenía que cursar, empezar la semana con energía. La noche no debe haber sido nada buena pero encontré el sueño en algún momento y desperté el lunes, con esa ambivalencia que me venía acechando frente a la carrera que hacía. Dudaba del convencimiento, quería apasionarme y lo encontraba en pocas oportunidades. Aun así, era un alivio tener ese frente, quedarse en casa sería desolador. Tenía que aguantar, ser paciente y olvidarla. Cruzarme con colegas y perderme en palabras y teorías. Ana vendría por la noche, a la salida de ese túnel.

No puedo decir que ese día pasó rápido ni que tampoco logré liberarme de su imagen a cada momento, pero de a ratos, por suerte, la olvidé completamente y me concentré en mis estudios; después de todo era cierto el dicho: una cosa no quitaba la otra.

Al salir de la facultad la llamé. Para mi sorpresa me invitó a su casa, en San Telmo, a comer con unos amigos. Me sentí el tipo más afortunado de la tierra. Fui como un loco hasta Paternal, me bañé, compré un vino y fui a esperar el 24. Cerca de las diez de la noche estaba en la puerta vieja de un edificio antiguo. Era como descubrir otro San Telmo, el bohemio de verdad. Que Ana me abriera la puerta, más bella que las dos noches anteriores, sonriente y con ganas de verme (porque fue lo que me dijo), era el corolario de la felicidad.

La cena con sus amigos del alojamiento fue de lo más tranquila, sin sobresaltos. Para nada pesada ni extensa. En un momento estos amigos del lugar pidieron permiso y se fueron al living; yo quedé con Ana en un balconcito interno repleto de plantas, tomando el vino que quedaba de una botella. Abrimos otra y charlamos. La chispa estaba. Había algo. La besé. La ebriedad la había soltado, estaba risueña, con esos pocitos en los cachetes… Me llevó a la habitación y me mostró su escritorio, sus cosas; recuerdo especialmente una revista alemana con más texto que Le Monde Diplomatique. La música sonaba desde una computadora, sin parlantes extras, latosa, pero acogedora. Nos besamos un poco más hasta que ella puso su límite. Vio la hora y dijo que tenía que dormir, que ya era tarde y mañana tenía bastante que hacer.

De pronto quedaba otra vez descolocado. Ella me abrió la puerta y me despidió y yo vi San Telmo sin nadie, de madrugada, cuando las ratas pasan debajo de los puentes y los indigentes duermen bajo los gomeros con las cajitas de vino a su lado. Más de una hora esperé el 24 en esa noche templada. Me dormía parado. Rogaba que alguien se acercara a la parada. Evitaba pensar en lo que había pasado. No estaba mal, pero no era suficiente, la espera seguiría. La espera por tenerla, por lo que yo quería.

Pasé toda la semana sin verla, aunque hablamos por teléfono por lo menos una vez al día. Me urgía verla: podía dejar cualquier cosa para estar juntos, pero Ana no, siempre tenía cosas que hacer y alguien a quien ver. Durante esas llamadas nos hicimos invitaciones. Entre las cuales una se concretó para el viernes: fuimos a ver la Orquesta Típica Fernández Fierro. Comimos empanadas, tomamos vino, oímos el tango pasional de la orquesta. En esa noche intensa, yo sentía también que el tiempo se me terminaba; es decir, no había más tiempo, era esa noche o nada. Su novio llegaba de viaje al día siguiente. Supe tarde que tenía novio, no fue que al toque Ana me dijo “tengo novio”. La relación se desarrolló como si no lo tuviera. No lo mencionaba, parecía no existir. Era así Ana: nada existía hasta que existía e imponía los verdaderos límites.

No me importaba. Ahora estaba conmigo y era el momento. Salimos del club y fuimos a San Telmo en un taxi. Tomamos vino en su habitación, que ya conocía, y escuchamos de vuelta la música latosa sonando de fondo desde su notebook. Puso bandas que desconocía, me mostró una serie de cosas más, de radio La Colifata, las entrevistas que había hecho en la semana, una con Lanata, otra con Santoro. Perfiles muy distintos. Le había sorprendido que Lanata fuera un tanto burgués, que viviera bien. Aproveché y le hablé de mis proyectos, de algunos libros, de Los árboles mueren de pie, que ella me había recomendado y había leído con mucho entusiasmo en la semana.

Estábamos sentados en el piso y hablábamos, gesticulábamos y reíamos, con el vino y la música de por medio. No podía no pasar. La miré fijo, me acerqué y la besé. Con las manos seguras le abrí los botones de la camisa y le saqué el corpiño. Sus tetas quedaron expuestas, hermosas. Era un sueño sentir y tocar el cuerpo que deseaba. Le besé las tetas y el cuello, le saqué el jean y la llevé a la cama. Ella me desnudó, temerosa, temblaba. No la había visto así en todo este tiempo, libre pero tensa.

Pensé que los nervios me jugarían en contra y no podría tener una erección, pero Ana me desaceleró con caricias y palabras al oído. Algo así como “tranquilo, tu corazón va muy rápido, tranquilo Andrés”. Estábamos desnudos en suspenso, avanzando uno sobre el cuerpo del otro. Ella me había tomado la pija y la retenía fuerte en sus manos, sin decidirse a que se la metiera. Al final se arrepintió. No podía ser, en horas llegaba el vuelo de su novio y tenía que ir a esperarlo. ¿Si nos dormíamos? ¡Era una locura! De repente todo cambió. El sexo no se llevaría a cabo.

Me vi de vuelta en San Telmo, en las mismas calles empedradas, muy de madrugada, borracho, en busca de un taxi o colectivo. Ana me ofreció plata para que tomara un taxi, trataba de cuidarme, de no dejarme en ese estado de confusión a la deriva. No me ofendí; le dije estaba bien, que no se preocupara; prefería esperar el bondi solo. ¿Qué podía pasarme más fuerte y más triste que no poder hacerle el amor? En esos instantes, no podía pensar en otra cosa. No había futuro, era puro presente.

Caminé unas cuadras como sin cuerpo, desinflado, y cacé al vuelo el luminoso colectivo que se abría paso en la calle Perú, o una de esas donde pasa el 24. Tenía una lamentable hora de viaje, quizás menos a esa hora. Llegaría al amanecer. Las cuadras desde la avenida San Martín hasta Nicasio Oroño fueron una pesadilla. De haber existido una cama en la calle me hubiera tirado ahí mismo. Así y todo, derrotado por la frustración de lo que no había sido, no me sentía atraído por la muerte, lo típico del amor romántico. Esbocé una sonrisa de vencedor, después de todo había seducido a la mujer que encandilaba mis días. Si se había terminado, era un final no tan malo, no tan inventado por mí.

Los días siguientes fueron malos. Algunas esporádicas llamadas de Ana en la que me decía que no podía verme, que estaba con su novio. Adentro mío crecía la impotencia. No sabía qué hacer para olvidarla; no había palabras que pudieran calmarme, no había acciones ni personas que pudieran remplazarla, estaba enamorado. Esa cosa bella y horrible del a medias correspondido. Si encontré sosiego alguna noche no tengo dudas de que fue en libros, en música, en alcohol y en amigos. El estudio era inútil. Puede que algún profesor disuadiera mi alma de las peores tormentas por algunos días, días llenos de oscuridad; alguna frase, alguna cita, una palabra, eran una cura para mi malestar.

Por supuesto, hubo un momento para vernos. Se lo pedí, casi suplicándoselo. Pero era cierto: ella también lo necesitaba. Se había dado cuenta de que me necesitaba; yo era otra cosa aparte de su novio. Nos vimos en un bar llamado El fin del mundo, en San Telmo. Ana tenía esas  ocurrencias, escogía los lugares con pasión; le divertían los nombres que se relacionaran con algo del país de origen. Recuerdo la noche que junto a la ventana me recitó un poema de Hölderlin en alemán; lo hizo para hacerme entender que yo me equivocaba cuando decía por pura estupidez que el alemán era un idioma fuerte; podía comprobarlo en la poesía si quería: era suave, fresco, intenso. Recitó en mi oído, pronunciando cada palabra con elegancia. Fue fantástico; ella terminó de recitarlo y se río, como siempre. Aunque no era una risa, sino más bien algo distinto, una sonrisa pícara, con esos colmillos y ese brillo en los ojos que tenía en su mirada penetrante. Donde había algo feliz y triste a la vez.

No despedimos en el bar; Ana solía darme consejos y reprocharme mi inglés rudimentario, descuidos que ponían quizá en peligro mi futuro, etc.; luego sonreía, le gustaba estar conmigo. Puede que fuera un mecanismo de defensa de su personalidad exigente, que a veces yo lograba desarmar. Esa noche decidí que no sufriría, había sido un regalo volver a estar con ella y no pedí nada a cambio. Esa fue la noche que pasamos en el fin del mundo.

A la distancia pienso que ella disfrutaba de mi ingenuidad; buscaba esa dispersión y diversión. Ese quilombo que era yo por ese entonces, unas de sus palabras favoritas del léxico criollo que había asimilado con éxito.

La madrugada en Paternal me devolvió desde el balcón nubes dispersas y blancas, pequeños algodones. La pared celeste de mi habitación tenía una frase de Di Benedetto; no recuerdo qué decía. La miré y me sentí sereno. El sueño sobrevino quizá en el momento justo; la pequeña despedida era un hecho. Pequeña, porque volvería a verla.

Apenas unos meses después estaba de vuelta en Buenos Aires. Enterarme fue una remoción de sentimientos que parecían no extinguidos, pero sí mínimamente superados o soterrados. Falso. Otra vez esa especie de ambivalencia: sentí que descalabraría mi estructura armada durante su ausencia, que mis estudios entrarían nuevamente en un limbo. ¿Pero qué podía hacer? De buenas a primeras quise hacerme el duro, pero esa postura no fue una buena aliada; apenas oí en el teléfono la risa pícara de Ana morí. Quedé desarmado. Listo para encontrarme con ella.

Volví a verla en San Telmo, había alquilado otro lugar, el barrio le seguía fascinando. Me abrió la puerta y sin dudas la reconocí, aunque estaba como españolizada, más gorda, con los labios pintados de rojo y un vestido colorido; era verano. Estaba hermosa. Estás hermosa, le dije. Esa noche me tocaba elegir a mí, quería que la llevara a alguna parte o solo a recorrer la ciudad. Eso hicimos. Y volví a sentir todo lo mismo de nuevo. Por algún motivo Ana parecía más entregada esta vez, tanto que aceptó que fuéramos al departamento de Paternal y tomáramos unos tragos primero en el balcón después en el sommier que decoraba ridículamente el living. Empecé a sentir que sin buscarlo la noche perfecta se acercaba, después de una espera de mucho tiempo. Ese entusiasmo se fue apagando con el correr de las horas, y Ana retrocedió, y hasta se enojó. Como si de pronto volviera a la realidad, dijo que éramos amigos, que no confundiera las cosas. Fue un baldazo de agua fría. Cerca de las once de la noche, todavía temprano, la acompañé a tomar el colectivo para que volviera a San Telmo.

Por unos días mi orgullo me cerró completamente y no quise saber nada con Ana. Actuaba mal, decía ella, en las llamadas telefónicas esporádicas que me hizo en esos días que le siguieron; la castigaba sin motivo: no era su culpa que no estuviera enamorada, que no me correspondiera. Lo entendí a duras penas y recompusimos una relación que se desarrolló extrañamente. Sentí que me buscaba para pasarla bien, para hacer cosas que con otros no podía hacer, pero si bien a ella eso la conformaba y divertía, a mí no, por lo menos no del todo. Tampoco puedo decir que me enojé. Simplemente acepté las reglas del juego con tal de estar con la mujer que me seguía gustando ciegamente. Pero era triste. ¿Cómo se puede estar con la mujer que uno desea a medias, como ella quiere? ¿En calidad de qué, de amigos? El precio era sentir una satisfacción cortada, intermedia.

Nos alejamos un poco hasta que ella tuvo que volver a Alemania. En ese tiempo empezaban a quebrarse algunas cosas en mi vida, la convivencia llegaba a su fin, mi situación económica era mala. Me habían echado del trabajo de modo inesperado, una vez que había pasado el periodo de adaptación y prometía mejorar… Volví a vivir al barrio de donde me había ido dos años antes, y a compartir con dos hermanas un departamento estrecho, como la libertad que se avecinaba.

Pasó un tiempo largo y tumultuoso y quedé solo. En ese departamento el amor no prosperó hasta el momento en que lo dejé, paradójicamente, pero hubo momentos intransferibles que persisten en la memoria mía y de otros. Ana volvió por tercera vez a Buenos Aires, esta vez quedaban esquirlas de ese poderoso fuego que me había producido en el origen. Ya no soñaba amarla, lo que se entiende por eso, que incluye el sexo, sino verla como una amiga de la vida. Fue entonces que me escribió diciéndome que estaba en Buenos Aires y quería verme; no podía estar en la ciudad porteña y no verme.

Paraba en Colegiales. Me citó en un restaurante entre coqueto y bohemio que había en una esquina. Cuando llegué estaba sentada en una mesa de afuera, con un vino sobre la mesa, tan radiante como siempre. Esta vez no había que ocultar nada, había pasado el tiempo: alquilaba una habitación con su pareja, no recuerdo si alemana o porteña; sentí celos y envidia. No puedo describir qué tipo de cena fue, con qué me quedé de nuestro encuentro, ni siquiera puedo acordarme de qué hablamos. Habría incluso una historia posterior, porque Ana volvió ese mismo año a Buenos Aires.

Esta cuarta vez no la vi. Triste fue enterarme de su paso y de que decidiera no escribirme, ignorarme fue una daga al corazón casi imperdonable. “¿Y si nos cruzábamos en el subte, en la calle?”, le escribí en un mail. Podía verte, un rato quizás. Me devolvió el correo: estuvo ocupada en su trabajo y no pudo hacerse el tiempo para verme. Yo siempre sin razón que avale mis sentimientos: Había pasado a ser un impedimento, una pérdida de tiempo, una distracción que no podía Ana permitirse. Se lo dije abiertamente, enojado, dolido, en un mail. Ella se sintió descolocada. No había querido herirme, tuvo estas palabras para describir mi enojo, con las cuales no me identifiqué porque Ana lo hizo jugando y yo sentía rencor. “Tenés un alma tanguera”, escribió. Le había querido quitar dramatismo.

Muy cierto es que no puedo cargarla de responsabilidad por lo que yo sentí y ella no sintió, todos pasamos por esa confusión que se traduce luego en una amistad o el olvido de las personas queridas que pasan por la vida de uno. Hay tan poca claridad cuando somos jóvenes, que todo lo demás del tiempo que tenemos en una búsqueda por saber y no hacernos mal sin sentido. Y así y todo, el riesgo de los sentimientos es algo que no puede medirse, es una aventura, lo que queda permanece, en forma de cuerpo o de escritura. Las dos cosas son válidas.

Ana escribió algo cierto: “No te olvido, Andrés, y no olvido el tiempo que pasamos juntos, momentos guardados en el tiempo, no en el olvido. No voy a tardar mucho en volver”. No sólo volvería sino que decidiría, no mucho tiempo más tarde, vivir en Buenos Aires.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

Aniversario

Cuento

por Martín Kolodny

scan278.jpg

 

Tenías cinco cuando se te cayó un diente por primera vez. Habías estado quejándote los días anteriores. Te dolía y te ponías nerviosa. Yo te decía que ibas a quedar horrible, que no ibas a poder comer porque se te iba a caer la comida por el agujero y vos te morías de risa. Mordías de costado y me mirabas a los ojos cuando le clavabas los dientes a la comida. Era sábado. Te habías despertado a eso de las nueve y me gritaste para pasarte a mi cama. Viniste con tu almohada y te metiste al lado mío. Pegaste tu espalda contra mi pecho -sabías, hace rato, que ahí ibas a caber perfecto por muchos años-, te rodeaste con mi brazo derecho y dormiste un rato más. Yo me quedé mirando hacia la ventana, ancha como casi toda la pared de mi habitación. Por esa ventana y la de tu pieza, cuando tenías seis meses, decidí que esta fuera nuestra casa. Miraba la luz entrar por el postigón metálico. Cuando era chico, en lo de mi mamá, compartíamos habitación con tu tío. Los fines de  semana, siempre me despertaba antes que él. Y me quedaba callado. La ventana de ese cuarto era gigante. El vidrio iba del piso hasta el techo y tenía una persiana de madera que no hacía falta levantar. Con la correa, podías dejar las maderas horizontales para que entrara la luz del día. Yo me despertaba y miraba la ventana. Me gustaba adivinar si afuera estaba nublado o lindo con la persiana cerrada. La luz del día se colaba en la habitación. Por cómo lo hacía, yo sabía los detalles del cielo. Cuando volviste a despertarme, pensaba que aún no había desarrollado esa habilidad en esta casa. Me recordaste que era sábado y me pediste huevos revueltos con queso blanco y un té con leche. Yo debía avisarte cuando todo, incluso mi tostada, mis huevos y mi café, estuviera servido. Siempre te llamaba un rato antes, porque tardabas en salir de mi habitación, ponerte las pantuflas, ir al baño y venir a la mesa con cara de menos mal que todo está listo. Poníamos música, como cuando eras muy chiquita, pero elegíamos los dos, “algo que nos guste a los dos”: listas de Spotify eternas de Virus y Los Abuelos de la Nada. Unos meses antes me habías preguntado qué significaba que “aquí no hay luces de escena y algo en mí no se serena”. De Los Abuelos, preferías las que había compuesto Calamaro, pero que cantaras a los gritos “Lunes por la madrugada”, de Miguel Abuelo, me emocionaba. A la mañana, con tiempo, eras muy segura. Devoraste los huevos, apenas probaste el té, me diste un beso por arriba de la mesa y te fuiste a jugar. Yo seguí sentado. Escuchaba tu voz hacer los diálogos de Barbie y Ken. Se saludaban, se preguntaban qué querían desayunar y planeaban qué harían después. Para ellos también era fin de semana. Yo quería salir. Convinimos que ibas a seguir jugando mientras yo ordenaba. Barbie y Ken cantaban. Desconociste nuestro acuerdo y nos peleamos. No querías vestirte, no querías lavarte los dientes, no querías ir al cine ni a comer al barrio chino. No querías hacer el plan que habías dictado. Te recordé que la película era sobre cuentos de Pescetti, que el barrio chino estaba lleno de chinos. Vos me gritaste y yo te grité más fuerte. Saliste disparada del living para tu habitación. Llorabas. Barbie y Ken se habían callado. Pasó un rato y fui a verte, sin que te dieras cuenta. Estabas acostada en tu cama deshecha, boca abajo. Tenías las pantuflas puestas, con los pies afuera de la cama. Me hacías caso sin darte cuenta. Al rato, con enojo impostado, viniste al living a decirme que bueno, que te vestías y nos íbamos. Amagaste con enojarte de nuevo porque no nos daba el tiempo para ir en bicicleta. Agarraste una muñeca. Arriba de un taxi, apoyaste la cabeza en mi cuerpo y suspiraste. En esa época, sólo querías salir conmigo si venían los abuelos o los tíos.

Te asombraste cuando viste que el cine quedaba arriba de un supermercado. Se entraba por el supermercado, por unas escaleras mecánicas al costado de las cajas registradoras. Me dijiste que podíamos comprar lavandina y galletitas para ver la película y te reíste. En la sala, éramos los únicos. Te dije que podíamos sentarnos un rato en cada asiento hasta apoyar el culo en todos las butacas y te reíste de nuevo. Te había comprado pochoclo. Te preocupaste porque dieron trailers en inglés, pero me creíste que las películas para chicos son en castellano y estuviste casi dos horas en silencio. No eran dibujos animados. Casi todos los actores y actrices eran nenes y nenas. Nada te dio miedo, ese miedo que te daban las escenas de incertidumbre en las que las misiones de los buenos se ven amenazadas por los malos. Sólo hablaste para sacarme la mano de la bolsa de pochoclo. Saliste contenta, aunque en el hall, de la nada, me aclaraste que no irías a hacer pis. Debías haberlo visto en mi cara: yo me estaba meando, pero la ciudad no está preparada para que un papá que pasea con su hija haga pis. Bajamos al barrio chino. Me dabas la mano, aunque no tuviéramos que cruzar la calle. Desde arriba, te veía el pelo, anudado con la colita que me dejaste hacerte a las apuradas antes de subirnos al taxi, y el flequillo -vos discutías a muerte con cualquiera que el flequillo no era pelo- corrido con una hebilla. Me preguntaste cómo sabía que estábamos en el barrio chino. Comimos en la calle, con las camperas desabrochadas, al sol, en un banco sobre Arribeños. Te comiste un tubo de sushi de salmón con la mano. Casi entero, sin cortar, y probaste un pedazo de una de los panes rellenos de cerdo que elegí yo. Compramos un gato dorado a pilas, de esos que saludan infinitamente con una de sus manos y caminamos a tomar el colectivo. Me pediste ver Netflix hasta que viniera a buscarte tu mamá. Apenas entramos, ella avisó que vendría un poco más tarde. Ya sabía que iba a ser imposible sacarte de mi cama, de enfrente de la tele. Quisiste merendar leche y Pepitos. Gritaste. Yo ordenaba en la cocina. Tus pasos retumbaron sobre la madera cuando bajaste de la cama. Llorabas y te reías. Yo lavaba las cosas del desayuno. Traías el diente en la mano. Lloraste fuerte cuando te tiraste en mis brazos. Dijiste que te sangraba, que llorabas porque te sangraba. Te llevé a upa hasta el baño. Te hiciste buches y se te pasó el llanto. Y empezaste a reírte. Estabas tentada. Yo también me tenté. Me pediste que te sacara una foto de la boca agujereada y otra del diente. Se las mandamos al abuelo, a las abuelas, a los tíos y las tías. Llamaste a tu mamá y te reíste porque el diente se te cayó estando conmigo. La primera vez que había llorado delante tuyo había sid dándote de comer, en casa. Todavía usabas silla alta y babero. Hubo muchas más. Los fines de semana, escuchando música a la mañana, decías “ay papá” cuando sentías ese ruido inequívoco de mi respiración, del que luego sólo puede venir llanto. Me trajiste el celular. Me viste llorar y me abrazaste. Cuando tu mamá tocó el timbre, ya estabas lista hace rato. No me dejaste ni contestar el portero eléctrico. Cruzamos el pasillo largo que da a la puerta de calle y te vi abrazarla y meterte en el auto. Cuando ya estabas adentro, y tu mamá me decía chau con un beso, me dijo que qué loco, que tu primer diente se había caído el día en que se cumplían once años de que ella y yo nos habíamos conocido.  

 

Martín Kolodny es periodista, docente y productor. Pero, esencialmente, es redactor. Nació en la Ciudad de Buenos Aires restablecida la democracia y tuvo la suerte de crecer en una familia que lo cuidó. Cuando logra hacer más de lo que piensa, es más feliz. En Twitter es @martinkolo.

Sin esperar nada

Cuento 

por Griselda García 

 

gg, la madre del universo tapa

 

Había llegado a la madrugada con el fastidio de haber estado todo el día encerrada en la pieza. La luz de la calle caía en el empedrado que la multiplicaba en mil matices de lluvia. Habían dado el alerta meteorológico y el agua se estaba preparando para soltar toda la furia.

Traverso se armaba un cigarro con un aparatito parecido a una alfombra sin fin. De vez en cuando detenía la tarea y sorbía el mate ya frío. Yo seguía con ginebra y cada tanto, por no despreciar, le aceptaba un amargo. Cuando venían otros no les servía nada, sólo a él. Cada vez menos, pero venía desde hacía mucho. Algo quedaba rebotando en su cabeza. Parecía que no pensaba pero sí. Algo pasaba ahí adentro.

Yo me sacaba los pelos de las cejas. Siempre con la pincita. Tenía seis dando vueltas. Si al salir me la olvidaba tenía que conseguir una sí o sí. Era un pasatiempo. El espejito, en cambio, estaba siempre. Alguna vez había sido dorado, con un cierre de broche que hacía un clic de intimidad. Ahora estaba grasiento de años de cosméticos baratos.

—Yo te lo hago debutar, no hay problema.

—¿Cuándo te lo traigo? Favor por favor.

—Gratis no. Te hago precio. Por los viejos tiempos —dije. Lo escuchaba sin dejar la pincita.

—No seás yegua.

—Si no que vaya con otra. Pero un buen negocio dos veces no lo hacés. Pensalo.

Dejó extinguir el pucho y se acomodó en el catre, que chirrió. El hijo tenía una noviecita y no quería quedar mal. Que pagara como todos. La primera mujer hay que pagarla del propio bolsillo. Era su deber de padre transmitírselo.

A Traverso lo recibía los viernes a la noche. Venía a eyacular una semana de presiones, se sacaba el asco conmigo. Una vez se enteró que le di su hora a otro y casi más me desfigura la cara. Los viernes son míos, Nancy. Eso dijo. Cada viernes me llenaba el departamento de botellas que, una vez vacías, formaban una pared de cristal. Aparecía cargado de bolsas de mercado con papas fritas, aceitunas, queso y galletas. A mí al principio esa rutina que trataba de establecer me daba ternura. Luego me pareció una estupidez. En el último tiempo, los quesos eran dos o tres distintos, las aceitunas, rellenas y la cerveza había cedido su lugar al vino.

Mucho después, la vida seguía y yo la dejaba pasar como una película muda. Me quedaba toda la mañana en la cama. Recordaba otras épocas de carencia, las comparaba con el presente. Casi siempre lograba sentirme muchísimo peor y lloraba hasta que los párpados se me hinchaban. En un momento tomaba el espejito, me miraba y decidía parar. Agarraba dos hielos envueltos en un trapo y los dejaba derretirse sobre mis ojos. La ginebra bajaba su nivel. Al principio él me decía: pará un poco. Después, se llamó a silencio.

Sonó un trueno. Traverso se armó otro cigarro y lo apoyó sobre el cenicero de lata. Se larga en cualquier momento, dijo y puteó: no encontraba los fósforos. Fue hasta la cocina. A veces hacía una mecha de papel, lo acercaba al calefón y encendía el cigarro con eso. Lo escuché rebuscando entre diarios apilados. Nancy, Nancy, decía, sin fuerza. Yo hacía equilibrio con la silla.

Se oyeron unos tiros hacia el lado del río. Pronto sonaría una sirena y al rato la nada. Así era siempre. Cerca del amanecer la luz teñía con timidez el contorno de los edificios y ni bien una se distraía, el sol aparecía naranja como un tigre. Ya empezaba a clarear. Traverso me pasó un mate.

 —¿Vino Soares? —preguntó.

—Hace rato que no pasa.

—A lo mejor no necesita, ya.

—Si vinieran sólo los que necesitan…

—No te pasés de viva conmigo.

Cuando empezaba a amanecer se ponía nervioso. Un día, más por mimarlo que por convicción, lo invité a quedarse. Al mediodía te amaso unos tallarines, le dije. Se largó a llorar como un chico. Quise armarle un cigarrillo pero se me cayó el tabaco y lloró peor. Vení, abrazame, Nancy, abrazame. Me senté atrás de él en la cama y lo acuné como a un hijo ingrato. No dijo nada, esa vez ni después. Empezó a tranquilizarse y el llanto se desvaneció. Se secó los mocos con la sábana y me dio un beso en la frente. Fue la única vez que me besó.

A veces, durante la semana, pensaba en él. Trataba de recordar su voz, su mirada. Pero no podía. Eran tantos que me confundía. A veces era la boca de Eugenio y la barba de Rubén; otras, la espalda ancha y un poco peluda de Ernesto, o los pies feúchos de Osvaldo. Se mezclaban. La estera de yute, tosca pero útil, había recibido zapatos, alpargatas y mocasines de distintas modas.

—Te pregunté si lo viste a Soares.

—Parala con Soares. Con el nene qué vas a hacer.

—Ya te dije, te lo traigo en la semana. No seás bestia, es chico.

—¿Cuándo te fallé?

—Tenés razón —dijo sonriendo.

Me apartó un mechón de pelo y me miró como se mira a un perro viejo. Se puso de pie. Era la hora.

—Será hasta el viernes —dijo.

—Hasta el viernes.

Dejó la puerta entornada y oí al perro de la vecina. Ladraba al escuchar pasos. Sonó el silbato del vendedor de rasquetas desde su bicicleta. Cada tanto traía figacitas de manteca. Yo le compraba para el mate. Esa vez ni ganas de bajar tenía. La luz había llegado con la fuerza de una verdad que hubiera preferido no conocer. Iba a dejar pasar la mañana sin moverme, mirando las paredes de la pieza y tanteando en la mesa de noche el vaso de plástico lleno o vacío de ginebra. Iba a dejar pasar la mañana sin esperar nada.

 

 

 

Griselda García (Buenos Aires, 1979) es escritora y editora. Estudió Diseño de Imagen y Sonido y Letras (UBA). Publicó los siguientes libros: Alucinaciones en la alfalfa (2000), El arte de caer (2001), La ruta de las arañas (2005), El ojo del que mira (2009), Hallucinations in the Alfalfa and other poems (traductor: Hugh Hazelton, Wolsak y Wynn, Canadá, 2010), La madre del universo, (relatos, 2012), Mi pequeño acto privado (2015), Ahora (2016) y Bouquet Garní + SPAM (2017). Se dedica al dictado de talleres de escritura creativa y al seguimiento de obras literarias en progreso. Se desempeñó como editora en La carta de Oliver y Ediciones Del Dock. En la actualidad dirige GG, editorial de narrativa y poesía.