El profesor Campos

Cuento

por Nicolás Pose

 

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El profesor Campos se quedó unos minutos pensando al ver que los alumnos, desinteresados de la evaluación, tomaban los celulares y los palpaban como si fueran objetos mágicos. Él tenía en las manos un libro y le pasó lo que nunca hubiera pensado que iba a suceder, porque por primera vez en su vida, se sintió solo, desubicado, como si ese libro que sostenía, en ese momento, lo hiciera sentir absurdo. Pero el profesor Campos no lo entendía, no podía, cómo, ahora, por primera vez, podía sentirse tan ridículo, sólo por el hecho de leer. Es culpa de los libros, fue lo primero que pensó. Todo es culpa de estos libros de mierda que además de darme cierto placer, algún conocimiento nuevo de vez en cuando, después de eso, no han servido para nada, para una mierda. ¿No alquilo un departamento de dos ambientes donde ni siquiera tengo un dormitorio para mi mujer y para mí por haber leído toda la vida en vez de haber hecho otra cosa? ¿No sería distinto el grosor de la billetera si nunca hubiera leído todos esos libros? Recordó todo el tiempo que había perdido deslizando los dedos por tanto, tanto papel, donde se mezclaban frases y frases y frases, y millones de letras, que combinadas, le habían entregado palabras que originaban en conjunto historias, historias que no le generaban dinero, que era lo que quería ahora. Fechas, hipótesis, nombres de autores, teorías, movimientos de vanguardia, y todo lo que antes le causara placer; ahora, en cambio, sólo podía ver encima de esa tapa que miraba concentrado, un destino de papel, un papel que no lo ayudaba en lo más mínimo, a lo sumo en una emergencia a limpiarse el culo. Y todos usaban el celular como si éste contuviera todo el tiempo que él había desechado en papeles. Tenía tanto papel en su casa que ya no sabía donde meterlo, y eso, que las paredes de su casa no estaban empapeladas como lo hacían antes sus abuelos o sus padres.  Para colmo, hoy en día, toda la gente vivía en ambientes reducidos, reductos, y sólo podían guardar lo necesario y nada más. No era una época para andar guardando o portar papeles. El papel sólo servía para limpiarse el culo y punto. Y el diario servía para limpiarse el culo también. Es por eso que estaba desubicado, el papel lo descompaginaba del momento que todos vivían, lo ponía afuera, como un gaucho dentro de un Farmacity.

Campos arrojó con violencia el libro sobre el escritorio y, por el ruido, los alumnos, asustados, olvidaron sus celulares por un momento y lo miraron. Pero él, ensimismado, con la vista  sobre la ventana del aula, parecía estar del otro lado del salón. Reaccionó y les dijo que se concentraran y siguieran con las evaluaciones.

Hacía años que Campos era docente y diecisiete desde que había comenzado la carrera de Letras en la Universidad. Era imposible olvidar los enormes bodoques de fotocopias que debía leer para dar los finales obligatorios de la mayoría de materias cursadas; y recordaba el interminable trámite molesto en el lugar donde devastaban a los autores con el tráfico de fotocopias que fluía libremente en la universidad y el centro de estudiantes monopolizando las fotocopiadoras obtenía jugosas regalías para luego irse a tomar cervezas. El trámite era molesto. Consistía en sacar un numerito de papel como si fuera el viejo ANSES y tal vez esperar una hora o más, o mejor era dejar una seña para que las copias te las entregaran al otro día, y qué molesto era el verano que estaba recordando, justo ahora, porque haría unos 35 grados, y dentro del centro de estudiantes fotocopiador de libros, ideas e ideologías, hacía 40 seguramente, entre el humo de cigarrillo, algún porro y el aliento de todos los que estaban ahí sumados a la falta de ventanas y de ventilación del lugar. Opresivo. Recordó el olor denso, irrespirable que salía de ese lugar, un aroma zoológico que representaba a estudiantes que esperaban en esa sala que provenían en su mayoría de la capital y el conurbano bonaerense.

Campos dijo que faltaban cinco minutos para que entregaran las evaluaciones. Escuchó algunos ruegos. Un poco  más de tiempo, por favor, profe. Campos no respondió. Continuó en lo que estaba, haciéndose el distraído, mientras miraba a un alumno morocho, flaquito, de pelo enrulado, que había estado prácticamente en la misma posición desde que había comenzado el examen.

-Ramírez, ¿qué le pasa? ¿Se siente bien?

El alumno no respondía. Hundió, lento, la cabeza, apoyó la frente contra la madera del pupitre, y dejó los brazos flojos, colgantes. Campos, preocupado, se levantó y fue hasta donde estaba Ramírez en esa posición de animal herido. Entonces le hizo las preguntas de rigor, las preguntas del protocolo que requieren los alumnos de escuelas públicas de todo el país: ¿comió algo, desayunó, tiene algún problema familiar, se siente bien, me quiere contar algo después de clase? Si quiere puede retirarse e ir a conversar con la psicóloga. Ramírez, le estoy hablando. ¡Ramírez!      También puede ir a hablar con la preceptora si quiere, o puede decirle a alguno de sus compañeros que lo acompañe al baño.

Pero Ramirez seguía en la misma posición y tenía los ojos cerrados, lo que daba temor a Campos. Finalmente, dirigiéndose a otro alumno que ya había finalizado la evaluación le dijo que fuera a buscar a Beatriz, la preceptora.

Una vez que hubo llegado, la preceptora, perpleja, miró a Ramírez y luego al resto del curso. Se acercó a él y le preguntó si estaba bien pero Ramirez continuaba inmóvil. Luego posó la mano en el pelo del alumno pero inmediatamente la retiró cuando otros alumnos empezaron a burlarse. Campos se acercó, enfurecido y le dijo a otro alumno que le pegara un cachetazo en la cabeza para ver si Ramírez despertaba. El alumno elegido, llamado Facundo, y apodado por todos como “Tuca”, le pegó tremendo cachetazo a Ramírez, y éste gimió, desfigurando la cara de la preceptora. Pero había funcionado, Ramírez estaba despierto y ahora se iba al baño con otro alumno. La preceptora lo miró mal a Campos y éste ni se mosqueó, continuó en su mundo de papeles perdidos.

 

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año.

«Una nouvelle de clase media», El cuarto deseo de Ignacio Molina (Falso Trébol, 2018), por Nicolás Pose

 

 

“La noche en que cumplía cincuenta y dos años, mientras soplaba una velita clavada en una porción de torta de manzana en una parrilla de Pinamar,Alberto sintió, de una manera brutal, que ya no quería seguir compartiendo su vida con Norma. Antes, a ciegas, había pedido los tres deseos (que Huracán no se vaya a la B, que Ramiro sea feliz, volver a jugar a la pelota), y cuando abrió los ojos y vio la cara de su esposa volvió a cerrarlos para agregar un cuarto deseo: que Norma se muera.”

 Así, de esta forma, arranca El cuarto deseo, directa, contundente, presentando de entrada el núcleo del problema de su protagonista. El lector, con un comienzo así, estaría tentado de pensar que podría tratarse de una novelita policial. Pero en El cuarto deseo no habrá crímenes de ninguna índole sino la idea de una posibilidad, el replanteo de una vida durante un instante que se contextualiza en el imaginario, los gustos, las costumbres y las relaciones de una clase media que aún subsiste en la Argentina, los residuos de una clase que fue amplia e importante y que, ahora, está desapareciendo.

Alberto, el protagonista de la nouvelle, es el estereotipo de del cincuentón de la pequeña clase media porteña que comienza a replantearse su vida cuando aparece, repentino, sin saber por qué, el deseo de ver muerta a su esposa, Norma, la mujer con la cual comparte una relación desde hace tres décadas. Alberto, que es narrado por un diestro narrador en tercera persona, se sumerge en un tenso fin de semana al entrever su deseo de separación de su actual mujer, ¿tal vez asesinarla, simular un accidente? o continuar dentro de una rutina que a él se le hace tediosa, una cotidianidad que ya no disfruta en familia sino que es puro desencanto. Mucho tienen que ver Daniel y Josefina, la otra pareja amiga que comparte junto a ellos ese fin de semana, para que esos pensamientos se tornen confusos y actúen en constante vaivén en la cabeza de Alberto. En su amigo, en Daniel, se condensa lo que el protagonista desearía y no se anima, ya que Daniel pudo separarse y conocer a los cuarenta siete años a Josefina, una chica mucho más joven y de un cuerpo perfecto que hace que Alberto se pregunte cómo puede envidiar de esa manera y tenerle rencor a su amigo. Es en la incertidumbre de lo que hará Alberto con su vida−por ende, con su mujer− donde gira todo el relato de Molina, que describe las indecisiones, deseos y rencores de Alberto cuando puede compararse con ese otro tan cercano como un espejo, que está allí, mostrándole cómo puede caminar enamorado de Josefina, cómo puede relajarse y trabajar desde el celular, como si hubiera rejuvenecido luego de haberse separado a una edad en la cual a Alberto nunca se le hubiera ocurrido. Así el narrador describe: “En algunos tramos Josefina y Daniel caminaban tomados de los hombros o de las manos y Alberto se preguntaba desde hacía cuánto que él no caminaba de esa manera con su mujer. (…) Mi mujer, mi mujer espectacular, mi casa increíble, mi auto importado, mis cocheras, mis taxis, mi plata, mi vida perfecta, mi pito grande…pensó imaginando esa enumeración en la voz de Daniel, y al instante se enfureció consigo mismo por dejarse arrastrar por esa ola de resentimiento que no podía controlar.” Ahí reside el problema de Alberto, en la palabra “control”, palabra que cifra la vida de un clásico burgués, como si esa falta de control o esos nuevos deseos que le surgen mientras camina en la arena de las playas de Pinamar enfrentándose a la amplitud del mar, le reventaran en la cara, en medio de lo que debía ser un fin de semana de rélax con la idea de festejar tranquilamente el cumpleaños con Norma y la pareja amiga. Alguna parte de Alberto recuerda al famoso personaje del cuento “Cabecita Negra” de Germán Rozenmacher, el Sr. Lanari que, como él, también ferretero de profesión, cifra su seguridad en la familia y el bienestar económico.

Julio Cortázar definió a la nouvelle como un género a caballo entre el cuento y la novela. Por su escasa extensión con respecto a la novela, la nouvelle no puede narrar la vida de un individuo problemático enfrentado a la sociedad, sino que, más bien, procura centrarse en sutiles movimientos, en rupturas que transformen, modifiquen o destruyan el tranquilo devenir de un hombre o una mujer, para iluminar y describir ese momento en la vida del personaje en un tiempo y lugar acotados. Así, de esta manera, Molina utiliza capítulos cortos y un estilo despojado para narrar y moldear la psicología de Alberto, logrando un texto ágil que gana ritmo narrativo y que, con cierto suspenso, nos lleva de la mano y sin pausa hacia el final.

Molina se caracteriza por analizar a la clase media argentina, sobre todo, al narrar los vínculos, las relaciones que se tejen allí dentro, conjuntamente con la descripción de los hábitos, los gustos, los deseos, pesares y la vida cotidiana de las personas pertenecientes a esta clase social. A esta altura podríamos hablar de un “urbanismo de lo cotidiano” que Molina maneja a la perfección como una marca estilística de la literatura que escribe. Como ya lo había hecho en los cuentos de Los estantes vacíos (Entropía, 2006) o en las novelas Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010)y Los puentes magnéticos(Entropía, 2013), El cuarto deseo, no es la excepción y Molina disecciona a los personajes en pequeños momentos de su existencia, con un realismo centrado tanto en los pormenores como en las grietas que dejan entrever algo más de lo que, a simple vista, parece tan sólo la narración de vidas triviales.  

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

«Un radiograbador enchufado con alargue, Cover de Me acuerdo (Joe Brainard)», por Luciana Cáncer

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Me acuerdo del gusto dulce de las uvas de una parra que parecía un techo.

Me acuerdo del tacto caliente y vivo de la panza blanca de un gallo.

Me acuerdo de la polvareda que levantaban los caminos de tierra en enero.

Me acuerdo de un sandwich de salchichón primavera y pan francés; era verano y el sol entraba por las tablas blancas de las persianas y rayaba las paredes y el piso. Yo comía y desparramaba miguitas de pan y desordenaba las rayas de sol alrededor de mis pies. Seguir leyendo ««Un radiograbador enchufado con alargue, Cover de Me acuerdo (Joe Brainard)», por Luciana Cáncer»

«Segunda parte», por Nicolás Villarino

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Desde la casa que alquilo en Flores, ya adulto, ya independiente, a veces sueño que tengo que volver a Banfield. Que se está haciendo de noche y mamá me espera, Papá se fue hace dos horas, tengo que hacer el relevo, y en el sueño, engañado por una dimensión onírica palpitante, que parece esforzarse por ser verdad, me apuro para llegar porque no sé cómo va a ser el estado de cosas en Banfield. Llego y encuentro a Mamá en la cama, pero no acostada llorando, sino sentada apoyada en el respaldo, con una buena postura, para nada encorvada, de buen humor, con ganas de charlar. Me recibe, me abraza, me habla. Puede hablarme bien, las palabras le salen claras. Saca temas, quiere que cuente cosas, me pregunta cómo me fue en la facultad, dice que no estudie tanto, que viva más la vida, pero igual pregunta si me dieron la nota de la materia que rendí la semana pasada, dice la palabra “parcial”, conoce la instancia específica de evaluación, cosa que me sorprende. “Sí, Má, me la dieron, un ocho me saqué”.  “¡Muy bien Tomás!”. Siempre dice que soy “el diez”, pero ahora no me responde con números, sonríe como ya no me acordaba que podía sonreír.

“¿Comiste Mamá?”, le pregunto, porque aunque me deje llevar me doy cuenta de que no hay que bajar la guardia, hay que asegurarse de lo más importante. “Sí, comí una tarta de atún que hice y quedó la mitad, muy rica por si querés probar” ¡Qué increíble! me encanta, a ella nunca le gustó cocinar, fue una ama de casa sin hacer nada de lo que hacen las amas de casa. También hay jamón crudo con melón, que compró Daniel, no entiendo para qué hizo una tarta si Daniel le compró melón con jamón, que es su comida preferida, que Papá compraba cuando cobraba o más bien cuando hacía una plata importante, porque era más bien un lujo que se permitía traernos. Voy a la heladera y veo el jamón bien rojo, casi sin grasa, es un jamón especial y las porciones de torta altísimas, con muchos colores adentro, le habrá costado trabajo hacerla, pienso. Es una noche completa, siento que estamos de fiesta, no tengo que salir a llamarlo a Papá para que venga, hoy ya estuvo y Mamá no lo necesita.

Vuelvo al cuarto y la abrazo, es extraño sentirse así de aliviado en Banfield, como si no faltara nada, como si nos pudiéramos dar el lujo de disfrutar estar juntos, y en ese momento, el de sensación de felicidad, me despierto. Esa sensación, igual, me dura, me quedo en la cama unos minutos, suspendido, agradeciéndole a mi subconciente. No se me ocurre agarrar el teléfono para scrollear nada. Puedo hacerlo, además, porque es sábado, no tengo que saltar a la ducha para no llegar tarde al trabajo. Tengo que estudiar un poco –seguir insistiendo–, ordenar un poco la casa y después ir a ver a mi vieja a la clínica. Eso, por suerte va a ser dentro de un par de horas. Si tuviera que ir ahora el contraste sería muy fuerte, iría inconcientemente sobresaltado, expectante, y ella me esperaría como siempre y me impactaría no notar un avance aunque sea, sólo por haber soñado un pasado mejor mientras dormía tranquilo en el departamento que alquilo en Flores.

Voy mucho más temprano que siempre, la hora de visita es de tres a seis de la tarde, siempre llego a eso de las cinco, pero esta vez voy al mediodía. Vamos a ir a comer afuera por su cumpleaños, que fue el miércoles. Nunca fuimos a comer afuera desde que está en la clínica, hace cinco años. Lo que sí hicimos un par de veces fue ir a tomar helado, hasta que se pone nerviosa y se quiere volver.  En la semana había llamado a la psiquiatra que tiene de tutora para avisarle, me dijo que era una buena idea, que se pondría contenta y que le haría bien salir un poco, “a ver si se anima porque ella no quiere salir ni al patio y tampoco interactúa con nadie”se encargó de recordarme. Ayer la llamé a Mamá para avisarle que esté preparada, le dije que íbamos a comer lo que ella quisiera para festejar su cumpleaños y que era para hacer algo diferente y disfrutar. “Bueno” me devolvió, hubo un silencio, y volvió a hablar: “Bueno chau Tomás, te quiero mucho”.

Cuando la enfermera la trajo y vi su cara me di cuenta que no estaba cómoda con la propuesta, que la salida la había puesto muy nerviosa.

–¿Dónde vamos a ir? –me preguntó con la mirada adormecida de las pastillas.

Le dije que íbamos a la pizzería de la esquina, era un día de cielo azul y sol radiante, hace algunos días habíamos entrado en verano. Me dijo que no quería comer pizza, que quería comer ravioles, así que tuve que pensar en otro lugar. El restaurante más cerca queda a seis cuadras, y con la silla de ruedas, las veredas rotas y su miedo a lo que estaba pasando no me parecía una buena opción. Nunca había entrado a un restaurante con mi mamá, siendo el adulto responsable de ella. ¿Qué iba a hacer si se ponía muy nerviosa y se quería ir apenas habíamos pedido la comida? Pensé que todo esto era un capricho mío. Que mi vieja había aceptado la propuesta para darme el gusto o más bien porque no lo pudo pensar en el momento en que se lo dije, no había tenido posibilidad de pensarlo hasta que la saqué de la clínica, que hoy es su casa, ya no estamos en Banfield, el lugar donde está acostumbrada a estar, día a día, sin interrupciones, es la clínica de Ramos Mejía. Pensé que tendría que haber ido en el horario de visita, preguntarle qué había comido, contarle cómo lo vio a Daniel en la semana, decirle los números de la quiniela, el único entretenimiento en el que insiste en ser fanática. Pero estábamos ahí y algo teníamos que hacer, seguimos una cuadra más hasta que apareció una fábrica de pastas que parecía puesta para nosotros y entré y pregunté si vendían ravioles hechos. Me dijeron que no solían hacer, les pedí que por favor lo consideraran, porque había salido con mi mamá y quería comer ravioles. Detrás del mostrador, el vendedor se me quedó mirando sin entender, al principio parecía molesto, hasta que vio la silla de ruedas en la vereda y cambió a un gesto compasivo.

¿Ravioles de qué te hago?

–De Ricota, con manteca y queso –Mamá no come salsa porque dice que le cae mal y tampoco crema porque dice que engorda–Ah y también unos ñoquis a la bolognesa.

–Bueno, en veinte minutitos pasalos a buscar que están listos.

Volví triunfante y agarré el mando de la silla nuevamente, le agradecí  a una señora que se quedó al lado de ella: -“Le pregunté si estaba sola y me dijo que estaba con el hijo, pero me dio cosa. ¿Vos sos el hijo?. Sí señora, gracias.”

Dice que está gorda y es cierto, cuando trabajaba de gestora en la Municipalidad de Lomas le decían “la flaca” y eso lo guarda como un tesoro, como una referencia de identidad y como alguien que supo ser para Daniel, para conquistarlo. Ahora, sentada en la silla, no puede sentirse orgullosa como antes de la figura que no tiene, pero sí da órdenes, y cuando se pasa y le quiero bajar los humos la molesto con que es la reina, porque a veces parece que manda desde un trono. Conmigo ya sabe que lo de los pedidos desmedidos no funciona mucho, pero con Daniel sí: desde ese lugar de incapacidad es el motor para que un hombre que ya tiene unos cuantos años se tome un colectivo, un tren y otro colectivo para verla y darle besos, porque el suyo es un amor de años pero bien vigente, donde los besos siguen corriendo con entusiasmo.

Me puse a pensar en lugares en la calle para comer pastas. La plaza más cercana quedaba a doce cuadras, así que se me ocurrió que en la heladería nos podían dejar si después pedíamos helado. Fuimos con mamá a la heladería donde ya nos conocían, pregunté y me dijeron que no había ningún problema, podíamos comer el helado de postre. Nos sentamos, teníamos que esperar igual los veinte minutos de cocción de la comida.

–¿Te gustó salir, Má?

–No.

Lo dijo rotundamente y sufriendo, con la mirada perdida primero y mirándome fijo después, como si le hiciera falta asegurarse que recibí su sinceridad clara. Me pidió un tranquilizante y le di un placebo que tomó con Coca Cola. Sentí ganas de llorar, pero antes de que empiece a querer salir una lágrima, agarré el celular y sin tiempo a encontrar nada le lancé:

–Anoche salieron el 55, el 20 y el 25

–La gallina salió, la puta que la parió.

Siempre que le invento números a mamá me falta creatividad, repito algún dígito o digo dos o tres cifras muy cercanas, como si hubieran acotado el bolillero, dudo y después me río; ella se da cuenta siempre de que le estoy diciendo cualquier cosa, y me lo dice como en un espasmo de risa que le sale. Esta vez no me reí al final y como había sacado el teléfono y podía apoyarme en él como fuente para sacar los números de la lotería, me creyó. Después me dijo que María, la vecina de Banfield del lado que nos llevábamos mal, le gritaba a la noche, que por favor la llame y le diga que se deje de joder. Le dije que la iba a llamar. Me pregunto por Cami, y le dije que estaba en danza, que nos íbamos a ver a la noche, a lo mejor íbamos al cine. Me dijo que papá le contó que había ido al neurólogo y le había dado más pastillas:

–Anda mal, pobre Daniel. ¿Qué hago si le pasa algo?

Nunca me lo había preguntado tan preocupada. Para ella, Daniel es inmortal, y no sólo inmortal sino que es su amor y su héroe, como si estos tiempos de vivir obligatoriamente separados hubieran borrado los tiempos de todas las decisiones que tomaron o pudieron tomar juntos.

–Seguiremos juntos, Má.

Me agarró la mano y me la apretó fuerte, ahora sus ojos estaban más calmos.

–El domingo que viene voy a ir a Banfield, ¿viste que estoy yendo a buscar las cosas nuestras que quedaron en casa? ¿Querés que te traiga algo de allá?

–Trae el barco

El barco es el barco pirata de Playmobil. Una tarde me lo trajo. Hubo un tiempo que duró menos de un año que mamá trabajaba bastante y siempre que volvía del trabajo y sentía la puerta saltaba de la cama y casi increpándola le gritaba y me colgaba de ella: “¿qué me trajiste?”. Esa vez fue una sorpresa grande, me costó creer que un solo regalo pudiera ser tan importante. Ella siempre estuvo orgullosa de regalarme el barco. No sé si por el tamaño, por lo que había gastado o por qué. Jugué con él unos días y después lo dejé en lo más alto del mueble de las enciclopedias y los mejores muñecos para exhibir, y hasta hoy está ahí. Hasta que lo vaya a buscar.

–Má, ¿querés ver videos de gatitos o perritos?

–De perritos.

Busqué en Youtube “perritos videos graciosos” y le mostré el primer video que aparecía. Se río, nos reímos. Un poco de alivio. Valió la pena todo esto entonces. ¿Cómo no se me había ocurrido antes lo de los perritos? Si a ella siempre le gustaron. Nunca tuvimos uno porque ella decía que se había encariñado mucho con uno policía que se lo mataron. Se llamaba Rufo. Pero siempre que se cruzaba a los perros de los vecinos de Banfield, las pocas veces que salía, les dejaba una caricia en el lomo.

Se hizo el tiempo de las pastas y las fui a buscar. Ella comió todos los ravioles, uno a uno, casi sin parar un segundo. Yo no terminé los ñoquis a la bolognesa. Después pedí el helado. Estábamos los dos más tranquilos.

Salimos de la heladería y dimos un par de vueltas por el barrio hasta que se puso nerviosa otra vez y volvimos a la clínica. Antes de llegar a la puerta nos encontramos con una enfermera que terminaba su turno.

–Fuimos a comer ravioles y helado –le dijo con una sonrisa de toda la cara, agarrándola del brazo, ya sintiéndose en su territorio.

La mayoría de las enfermeras se llevan bien con ella, saben que tiene un carácter difícil, entonces la retan bastante, pero siempre terminan cediendo a los pedidos que hace, es la única a la que le compran caramelos cuando se le acaban los que le damos. Los compañeros la respetan, a ella parece no interesarle tener amigos ahí, pero sí que no se metan con ella. Cuando papá lleva sandwichs de miga, ella dirige a quién convidarle y a quién no. Si un compañero no le hizo un favor en la semana y se acerca para que le convide, ella le recuerda: “vos salí que no te voy a dar. No tiene ningún problema en pelearse. Lo mismo con los caramelos, que son el bien más preciado, no le da ninguno a nadie. Yo siempre me guardo uno para darle a Jorge, un compañero que me pide con mucho cuidado, sin que ella lo vea. Jorge ya entiende, pasa por atrás, chocamos las manos y se lo lleva. Mamá nunca vio que hacemos eso.

 

 

Nicolás Villarino (1988, Buenos Aires) Se crió en Banfield y a los dieciocho años se mudó a Capital. Es Licenciado en administración y estudia Letras en UBA. Hace taller literario con Juan Sklar desde 2016. Su color preferido es el verde agua. Este texto forma parte de un proyecto literario que está en proceso.

«Una autobiografía de ideas», por Gonzalo León

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Foto: J. Martínez

Uno de los libros de ensayos de César Aira fue sobre el poeta inglés Edward Lear, sus limericks, el humor, lo popular y otras cuestiones, pero de eso pasaron diez años. Continuación de ideas diversas fue en 2014 su nuevo libro de ensayos, que publicó Ediciones Universidad Diego Portales de Chile, y a diferencia de sus otros libros –Copi, Alejandra Pizarnik y Las tres fechas, todos publicados por Beatriz Viterbo Editora– no necesita de un pretexto, es decir no necesita de la obra de otros autores para hablar de la suya, sino que es César Aira elaborando una especie de diario, de respuestas a una entrevista que nunca dio, o quizá, y ésa es la sensación que predomina, una autobiografía de ideas, porque para Aira la única autobiografía posible es a través de las ideas, y en este libro se pueden encontrar desde sus primeras influencias (las historietas de Superman de los años cincuenta y sesenta, Kafka y Borges, o incluso aquellas novelitas de western que leía su padre y que él encontraba poco refinadas), su obsesión por la forma y la novela policial, su desprecio por las biografías noveladas, la crónica, la metaliteratura y las primeras lecturas de la obra de Cortázar, pero también hay fragmentos narrativos, como un probable principio de novela, y reflexiones en apariencia menos literarias, como sobre la magia o la vida después de la muerte.

En Continuación de ideas diversas, Aira se desplaza entre el pasado y el presente, entre la literatura como arte mayor (“la superioridad de la literatura sobre las demás artes radica justamente en las demás artes”) y la literatura como cáscara vacía (“la novela de hoy”), y lo hace en fragmentos que no forman una unidad lineal, porque precisamente son ideas diversas en un continuum. Donde parece haber paradoja no la hay, es la propuesta narrativa de Aira desplegándose en el ensayo: no una idea sobre la cual parte un relato, sino varias: “El ensayista escribe sobre los distintos temas de su interés, relacionados entre sí en razón de ese interés…”. En alguna entrevista extraviada en la memoria, el escritor nacido en Pringles en 1949 dijo que en un momento le habían recomendado que, si quería meter ideas en sus novelas, mejor se guardara esas ideas para los ensayos. Bueno, quien le haya hecho aquella recomendación y leyera este libro, de seguro tendría la tentación de hacerle la recomendación inversa, es decir si quiere meter relato en un libro de ensayos, mejor se las guarde para las novelas. Pero quizá en esta retroalimentación es donde este texto cobra mayor valor. Por eso en la contratapa de este libro espléndidamente editado se encuentra la siguiente frase: “Las ideas nunca son del todo ideas, y nunca son todas las ideas. Recortadas en forma de ocurrencias, recuerdos, anécdotas, chistes y otros mil azares del discurso, material inagotable de la Asociación, como dar la vuelta al mundo del pensamiento”.

Estas ideas recortadas comienzan con el recuerdo que tuvo Hegel al ver pasar a Napoleón y continúa con una frase que empieza así: “A mi edad… He comenzado a olvidar nombres, de un modo alarmante”. Está entonces la alternativa de llevar “una libretita específica, para llevar siempre conmigo y así saber dónde tengo que acudir en busca de un nombre que ha desaparecido de mi mente” o la de escribir lo que cree que ha ido desapareciendo de su mente. Alguien podría tener la tentación de ver en esta estructura algo parecido a entradas de blog o de Facebook, pero eso remite más al deseo de ver que un escritor como él tenga un blog o un Facebook que al hecho mismo de que posea esa estructura. Aunque también podría pensarse de otro modo: imaginemos que Aira tiene un blog o un Facebook, ¿esto es lo que escribiría? Una discusión que se basa en suposiciones es material para una ficción o para un divertimento, pero no para desarrollar seriamente.

Hay desde luego en este libro un lado más pop, como cuando se refiere a los cuatros asuntos que casi nunca faltan en los culebrones clásicos latinoamericanos: “La revelación de una maternidad o paternidad, ocultada durante muchos años”, “el doble, la hermana o hermano idénticos de cuya existencia no se sabía nada hasta entonces”, “la ceguera” y “la amnesia”. Según Aira, “todos tienen que ver con la identidad. ¿Quién soy? ¿Cuál soy? No recuerdo quién soy. No puedo verme en el espejo”, y luego explica que el éxito del género, “y de cualquier género narrativo, tenga que ver con la adecuada, si es preciso obvia y brutal, tematización de un concepto central”. Lo que aquí resalta es que lo que en apariencia es pop, para el autor de Continuación de ideas diversas puede servir para una reflexión narrativa, incluso sobre su propia escritura, o la de cualquier otro.

Cuando establezco que estas “ideas recortadas” parecen respuestas a una entrevista que nunca se hizo, en esa afirmación también existe una continuidad, porque Aira recuerda algunas respuestas que ha dado en entrevistas y las desarrolla. De este modo “re-presenta” (en el sentido de traer al presente) sus influencias, los elogios a sus libros de juventud que le producen “sensaciones ambivalentes”, pero quizá donde es más elocuente es cuando se refiere a la narrativa escrita en presente y la famosa respuesta que dio alguna vez, y en la que en una de sus partes señala: “Casi toda la narrativa joven en la Argentina está escrita con verbos en presente. No sé cómo los autores no se dan cuenta de hasta qué punto eso desmerece su trabajo. El relato se achata, pierde perspectiva y toma un tono oral barato”. Luego admite que cuando abre un libro y está en presente, “lo cierro y no vuelvo a abrirlo”. Sin embargo, existen excepciones, como la de Marguerite Duras, básicamente porque en casi toda su obra “está actuando el cine”, o en otras palabras el guión. Para César Aira, el periodismo o el cine pueden escribirse en presente, pero la historia y la ficción deben hacerse en pasado: lo que ocurrió no es lo mismo que lo está ocurriendo.

Pero más allá de escribir en presente, de la crónica de la que dice que su auge “coincide con la emergencia de esa figura que pulula en las ONG y otros subproductos de la globalización: el Entrometido”, de las biografías noveladas, de la metaliteratura, hay un desprecio hacia la novela realista o más precisamente hacia el realismo, culpándolo “de la posibilidad de extenderse en el relato y escribir libros de muchas páginas”. Y enseguida explica cómo debió fundarse el realismo en la literatura: cansados los escritores “de los dioses y las hadas y los héroes y las doncellas”, tuvieron la audaz idea de renunciar a la imaginación literariamente educada, “y dejar que sus argumentos y personajes y escenarios se los diera un agente externo a ellos”. Este agente externo del que se alimentarían sus ficciones de ahora en adelante sería la realidad, “en sus formaciones y desarrollos propios”.

En el prólogo de la reedición de Ema, la cautiva que escribe Sandra Contreras, tal vez la mayor especialista en César Aira, señala que “la opción originaria del artista en todo caso fue: nada que inventar, porque todo viene con la tradición, y por eso mismo, el mejor terreno, para el escritor, para inventarlo todo”. Aquí claramente se demuestra la opción por descartar el realismo y volver a la “imaginación literariamente educada” a través de lo que Arturo Carrera define como vanguardia entendida como “parodia crítica de la tradición”. En este libro Aira se refiere a las vanguardias, y coincide en un punto con la definición de Carrera al señalar que la calidad de una obra de arte “siempre se reconoce según los valores tradicionales, clásicos, las grandes convenciones seculares, que cambian tan lento que no vale la pena hacerse ilusiones de que vamos a presenciar el cambio”. Aira entendió bien que para ser vanguardia debía leer muy bien la tradición. En Plan de operaciones, Beatriz Sarlo reconoce esto: “César Aira publicó Ema, la cautiva para corregir a Borges de manera radical: corrigió una imagen de la cautiva, tanto la de Borges como la de Hernández; corrigió el paisaje pampeano, el de Echeverría y el de los ingleses; corrigió la figura del indio, de fiero a indolente. Como estrategia de comienzo, Aira, a diferencia de Puig, toma la centralidad de Borges para fisurarla por parodia”.

Continuación de ideas diversas recuerda algunos textos de la tradición argentina, como Evaristo Carriego, de Borges, y Diario (1953-1969), de Gombrowicz, ambos pueden catalogarse en la categoría de ensayo y en el de simple diario o registro, pero lo cierto es que van mucho más allá. Este libro vendría a formar parte de la tradición ensayística que intentó “innovaciones, experimentaciones, rupturas, provocaciones”, pero que “apenas si aceptó algunas tímidas modificaciones”, porque pese a todo no existe el ensayo de vanguardia. En este punto resulta inquietante que Aira, a diferencia de Borges o Gombrowicz, coloque a este género fuera de la literatura, en una función de dar cuenta, “hacia el exterior de la literatura” de las reinvenciones de ésta.

De sus “novelitas”, como les dice él mismo a su producción literaria, podrían ser vistas por algunos solamente como un modo de producción, una multiplicidad de lo breve o de la miniatura; pero no, aquí explica que el sello no es escribir novelitas que le toman más de tres o cuatro meses, en otras palabras no es la brevedad por la brevedad, sino que hay una reflexión de fondo: “En la medida en que un narrador va apartándose de formas y contenidos convencionales, sus textos van haciéndose más breves”.

Después de Continuación de ideas diversas nadie debería pedirle una entrevista a César Aira, porque aquí está todo: influencias, formas de escritura, obsesiones, desprecios, definiciones. Y lo hace con ingenio y gracia, porque también está presente su forma de narrar: no es un escritor impostando el tono académico del ensayo o el tono habitual, serio, del ensayo. De hecho, como sabiendo que se le puede juzgar seriamente por este libro, señala en una de sus partes: “Alguien dijo que el ensayo es la ‘piedra de toque’ para evaluar la calidad intelectual de un autor. En efecto, en la poesía y el relato hay demasiados subterfugios para disimular carencias, mientras que en el ensayo la inteligencia y el conocimiento y el talento del autor están al desnudo”.

Gonzalo León es escritor y periodista chileno. Ha publicado las novelas Serrano (2017), Manual para tartamudos (2016), Cocainómanos chilenos (2012), Vida y muerte del doctor Martín Gambarotta (2011) y Pendejo (2007). Desde 2011 vive y trabaja en Buenos Aires.

Sobre Sylvia Iparraguirre, La vida invisible (Ampersand, 2018), por Ignacio Bosero

 

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“No produce el mismo tipo de diferenciación inconquistable el usufructo de una biblioteca que la posesión de una moto japonesa: imaginariamente, cualquiera puede comprar una moto japonesa” (Sarlo, Escenas de la vida posmoderna)

 

No todos tienen el recuerdo nítido de su imagen de lectores en su punto inicial, en su gestación, en ese ¡plop! que todo lo cambiaría. “Lo más remoto que conservo como lectora solitaria es una imagen en la que me veo leyendo, curiosamente, desde arriba. Debo tener unos ocho años, sentada en el umbral de mi casa, el vestido estirado sobre las rodillas, los zapatos con presilla y botón: leo una de las llamadas “revistas mexicanas”, La Pequeña Lulú”. Lejos de desdibujarse en la infancia o la adolescencia, la figura (real) de lectora de Sylvia Iparraguirre toma cuerpo, densidad y madura a lo largo del tiempo de su vida con una pasión envidiable. La vida invisible es una autobiografía construida por la historia personal de los libros que la marcaron, por lo tanto es una especie de relectura y rescritura corporal de esas marcas. Marcar aquí es abrir los senderos imaginarios por los cuales pasará una vida de lectora, con sus elecciones y preferencias y encuentros fortuitos. Pero así como puede decirse que hay sólo una serie de libros y no otros que inauguran un imaginario persistente y perdurable en la experiencia y en la memoria, hay sólo una serie de escenarios posibles que le dan forma, sentido y contenido a ese mundo con características propias. A la que a su vez hay que agregar el hecho fortuito de una serie única de personas y familiares (padres incluidos) que “terminan” por componer este paisaje único, casi mítico de la autora, lo que llama ella “identidad fundamental”. “La lectura fue para mí, desde que tengo memoria, una experiencia vital, tan decisiva como el conjunto de aprendizajes que forman nuestra identidad fundamental”.

En el comienzo de todos los comienzos hay una biblioteca. Y no sólo eso, un territorio: el de una casa de un pueblo perdido de La Pampa, nada menos que Los Toldos. “Aunque en mi casa de Junín había libros, nada era comparable a la biblioteca de la casa de mi abuela, en Los Toldos, donde con mi hermana pasábamos los veranos”. Ese espacio fundacional, aparte, en el aburrimiento de la siesta calurosa de un pueblo de pocos habitantes, está habitado por las enciclopedias y los libros, sus abuelos y personajes singulares como un misionero español empeñado en evangelizar a los indios fronterizos con su Pequeño manual del misionero. “En la biblioteca, mis primos, mi hermana y yo confabulábamos en voz baja, acompañados por el zureo de las palomas. Ese fue el escenario de mi primer amor por las enciclopedias”. Y al mismo tiempo, el descubrimiento de dos lecturas capitales, el Robinson Crusoe, de Defoe, y Marido y mujer de Tolstói.

En la adolescencia la lectura siguió siendo la compañía predilecta, la comunicación más noble y sentida, aunque todavía perteneciente al mundo privado, íntimo y secreto. “No tuve interlocutores. No cultivé el hábito de hablar de lo que leía o no busqué con quién compartirlo”. De ese modo, la vida invisible, por timidez, por diferente a las demás mujeres y niños de su edad, se profundizó hasta dar por fin con las lecturas y el lenguaje que esa adolescente necesitaba oír. El lenguaje de los argentinos; el que halló en Los Premios de Cortázar, en las novelas de Sábato y poemas de Borges, entre otros, y que venían a irrumpir nuestra lengua escrita signada por el español y el uso del “tú” en esa época.

El río de lecturas fue creciendo y complejizándose hasta desembocar en el conocimiento de Borges como alumna en la facultad de Letras. Aquí comienza otra historia, sin duda, la del vínculo con el profesor y escritor que se hizo familiar.  “Borges –como Tolstói, como Defoe, como Bradbury, como Cortázar, como Echeverría– es una experiencia autobiográfica. Así como crecí con los Beatles, con el cine, con Katherine Mansfield, con Whitman y Neruda, crecí con Borges. Me ha acompañado con la misma familiaridad que nos acompaña, a lo largo de la vida, un actor o un músico y por los cuales llegamos a tener, más allá de su arte, un cariño verdadero”.

Hay páginas y situaciones que describen una biografía y lo que tienen de verdadero y testimonial es que no son conquistables, no pueden adquirirse como un bien ni compararse con otras; son de algún modo ajenas. Pertenecen al terreno de la intimidad de los artistas. De la ventana cerrada de su espíritu. Habrá que esperar a que ese acceso sea posible, que la autora o el autor lo permita; y por supuesto, puede suceder como no, al ser producto de una donación de una experiencia vital, sensible, fiable de los sentimientos emotivos e intelectuales de una persona. Y de ser un esfuerzo de la memoria, no siempre sencillo de movilizar y menos de plasmar. Esa transmisión quizá sólo es posible cuando la riqueza de un recorrido es tanta que se prefiera restablecer un diálogo con la historia y los lectores, de incluso, inventar uno nuevo, inesperado.

En este caso, hoy lo sabemos, hay un hito temprano en la experiencia de lectora y escritora de Sylvia Iparraguirre, que abre camino a un diálogo sin fin con la literatura. Es el conocimiento, a los 22 años, del escritor Abelardo Castillo, quien sería en adelante su pareja de toda la vida. “Con Abelardo, la vida invisible se visibilizó, fluyó, para transformarse en un diálogo continuo. Si la biblioteca de la casa de mi abuela arma la primera escena de mi novela personal como lectora, en la biblioteca de Abelardo, en nuestro departamento de la calle Pueyrredón, empezó mi educación literaria”.

Con este encuentro clave, profundo en su existencia, las lecturas se intensifican y adquieren otra dimensión. Una “educación literaria” significa no un orden pero sí un sentido que va en dirección del deseo de leer y escribir, sea por fuera o por dentro de la academia. Abelardo aparece como un guía, un escritor y lector ya maduro (de hecho es bastante más grande que Sylvia cuando se conocen), donde los libros, para este escritor, son “el eje capital de su vida”. Por lo tanto, Si la vida invisible se visibilizó en esa comunicación amorosa e intelectual a lo largo de mucho tiempo, La vida invisible, como libro, es una forma de recobrar y enriquecer ese diálogo sin punto final con la memoria personal y colectiva de una escritora que trasluce simplicidad y exquisitez en su escritura y en sus recuerdos y percepciones vitales.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

 

Caracol

Pintura+Poesía

Por María Crista Galli

mundo interior

Aquella sombra no era muy oscura ni densa;

se entremezclaba con la claridad del cielo que comenzaba a enrojecer.

Alcanzó por fin aquella parte,

más real y húmeda que todo.

Aún temblaba al dormir,

como un pajarito recién nacido,

en aquel sarcófago rosado

que pedía de alimento su alma diminuta.

 

Al tiempo despertó; siempre se despierta de los sueños.

Pero en la vida no.

No se puede despertar de la vida,

Ojalá se pudiera despertar de la vida.

María Crista Galli (1985, Buenos Aires) no se define experta en ningún área específica salvo la inquietud. Todo se mueve menos el cambio es el lema taoísta que mejor define su forma de aprendizaje y de vida. Su pasión se extiende desde la traducción, que estudió formalmente, hacia distintas áreas artísticas y culturales, como la danza, la poesía y las artes plásticas. Actualmente cursa estudios de floricultura en la Universidad de Buenos Aires.  Su objetivo es lograr un ensamble de todas las áreas que la apasionan, principalmente de la escritura y la botánica.