«Un radiograbador enchufado con alargue, Cover de Me acuerdo (Joe Brainard)», por Luciana Cáncer

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Me acuerdo del gusto dulce de las uvas de una parra que parecía un techo.

Me acuerdo del tacto caliente y vivo de la panza blanca de un gallo.

Me acuerdo de la polvareda que levantaban los caminos de tierra en enero.

Me acuerdo de un sandwich de salchichón primavera y pan francés; era verano y el sol entraba por las tablas blancas de las persianas y rayaba las paredes y el piso. Yo comía y desparramaba miguitas de pan y desordenaba las rayas de sol alrededor de mis pies.

Me acuerdo de la sensación de la cerámica fría del piso contra mi piel cuando me dolía la panza y me tiraba en bombacha con los ojos fijos en el techo sucio de hollín porque era lo único que me calmaba.

Me acuerdo de las poleras rayadas de colores pastel que nos ponía mamá los días de frío. Me acuerdo de los vestiditos blancos con estampado de mariposas naranjas y amarillas sobre la piel roja de cloro y sol que nos ponía mamá en Navidad.

Me acuerdo de cuando nos preguntaban si éramos mellizas aunque no nos parecíamos en nada.

Me acuerdo de la voz marcial de los hombres que anunciaban cosas en la radio y en la televisión.

Me acuerdo del olor a rocío una madrugada mientras un chico alto me abrazaba en un banco en la costanera de la laguna.

Me acuerdo de cuando me enteré que Cotongo se había muerto en un accidente cuando volvía de un boliche de Monte a Lobos.

Me acuerdo de cuando pensaba que si me tragaba el chicle me podía morir.

Me acuerdo de una sala grande y escondida del Club Social donde los hombres jugaban al pool.

Me acuerdo de Paco poniendo una Tita en mi mano en la barra del Club Social.

Me acuerdo de una parrilla que se llamaba El Brocal cuando todavía estaba papá.

Me acuerdo de los bailes de la escuela rural donde trabajaba mamá, del chico grande que me gustaba y de las tapitas de coca, fanta y sprite con las caritas de los jugadores de Argentina en el mundial.

Me acuerdo de cuando me bañaba con la bombacha puesta porque tenía miedo de masturbarme.

Me acuerdo del olor de algunas casas a la hora de la siesta.

Me acuerdo de la sensación de la cerámica caliente del piso contra la tela del pijama cuando me levantaba y me sentaba al lado de la chimenea y calentaba pan cerca del fuego.

Me acuerdo de la cicatriz que dividía en dos una parte del cuerpo de mi abuela.

Me acuerdo de la fuerza blanca del pelo nuevo en la cabeza de mi abuela cuando creíamos que el cáncer se había terminado.

Me acuerdo de un gesto agrio en la boca de mi abuela, de cómo lo practicaba en el espejo para que me saliera igual.

Me acuerdo del olor a goma de unas ojotas nuevas.

Me acuerdo de cómo se repetía la palabra floresta en todos los libros de Sissí Emperatriz.

Me acuerdo del olor a zorrino en el campo oscuro al costado de la ruta los domingos a la noche y de la tristeza que me daba volver.

Me acuerdo de cuando acariciaba disimuladamente los tapados de piel de las señoras de ciudad y me daba cuenta de si eran de piel sintética o de piel de verdad.

Me acuerdo de una cita a ciegas que salió mal.

Me acuerdo de la piel blanca de un hombre que más me gustó tocar.

Me acuerdo del olor a podrido en la penúltima página de un herbario mal hecho.

Me acuerdo de un ojo de vaca, como una isla en un frasquito, que me regaló el carnicero de al lado de casa para un experimento de ciencias naturales.

Me acuerdo de muchas veces que quería gritar y no podía.

Me acuerdo de la palabra Ultracomb.

Me acuerdo de un poema que se llama La Calumnia y contiene tres sinónimos de la palabra barro.

Me acuerdo de cuando quería coleccionar diccionarios y aprender todas las palabras, todos los sinónimos, todos los antónimos y todos los parónimos.

Me acuerdo de cuando me enteré que Diego se había muerto en un accidente cuando volvía de un boliche de Roque Pérez a Lobos.

Me acuerdo de cuando creía que si no me confesaba me iba a morir.

Me acuerdo de cuando pensaba que cuando cumpliera catorce, dentro de mucho tiempo, cuando dejara de ser una nena y nadie me vigilara, me suicidaba y listo.

Me acuerdo de que me enfermé para siempre durante el año que tenía catorce.

Me acuerdo del hambre.

Me acuerdo de la droga que era estudiar demostraciones algebraicas y análisis de funciones y cómo me gustaba refugiarme en ese universo hecho de abstracciones.

Me acuerdo de cuando Gaby Sabatini le ganó la final del US Open a Steffi Graff y mamá revoleó un ovillo de lana por el aire como si estuviera feliz.

Me acuerdo del ruido de las rueditas de mi bici roja sobre las baldosas acanaladas de las veredas.

Me acuerdo de muchas Navidades.

Me acuerdo del jingle de un noticiero de canal 9 que decía: De 7 a 8 estamos aquí ¡con la actualidad!

Me acuerdo del borde de laja de una pileta en La Araucaria, del olor caliente del agua secándose sobre el borde de laja, del dolor mudo del aguijón de una abeja en uno de mis dedos.

Me acuerdo del gusto a cloro y de las yemas peladas y rojas de los dedos de los pies después de un día de pileta.

Me acuerdo de la trayectoria boba de un pulgón cerca de la escalera de una pileta de agua verde.

Me acuerdo de Los abuelos de la nada sonando en un radiograbador enchufado con alargue en el quincho de una quinta y de los chicos grandes que cantaban encima de la música y decían que sí con la cabeza y yo no sabía si eso quería decir que la música les gustaba o si era la forma como bailaban.

Me acuerdo de cuando se usaba programar en BASIC con letras verde flúo sobre fondo negro.

Me acuerdo de la nariz grande de papá.

Me acuerdo de un chico tímido teñido de amarillo y vestido de básquet al costado de la pista de un boliche de pueblo.

Me acuerdo de la primera vez que escuché la voz de un hombre en el portero eléctrico de un edificio del centro.

Me acuerdo del cuello de muñeca de mi camisa rosada en el espejo retrovisor de un viaje en auto a La Plata y de la cortina de lluvia que borraba la ruta y del miedo.

Me acuerdo de cuando mamá nos mandaba al colegio en bombacha y guardapolvo porque era marzo y hacía mucho calor.

Me acuerdo de mamá diciendo la palabra estatuto docente muchas veces cuando otras maestras la llamaban por teléfono.

Me acuerdo de cómo me corría una vibración adentro del cuerpo cuando cantaba Gracias Juan Pablo / Bienvenido a nuestro hogar / Dios te bendiga / Mensajero de la paz.

Me acuerdo de la campera inflable azul con una franja roja y vivos amarillos que usaba el chico que me gustaba en la primaria y se llamaba Juan Pablo.

Me acuerdo de los tubitos de pastillas Billiken de mandarina y de limón.

Me acuerdo de cuando respiraba el olor del monte de eucaliptus y pisaba un colchón de hojas caídas y buscaba una hoja más o menos verde y después la partía para chuparle toda la savia.

Me acuerdo de cuando tenía la costumbre despreocupada de comer.

Me acuerdo de todas las reglas ortográficas.

Me acuerdo de la tipografía dorada de las estampitas de mi primera comunión; de la L de Luciana y de la C de Cáncer y de cuánto me conmovió ver mi nombre impreso en ese papel grueso y brillante.

Me acuerdo de cuando creí que podía escribir libros en un altillo y comer solamente pedacitos de manzana igual que Jo March.

Me acuerdo de cuando emboqué muchos tantos en una final de cesto y de mi cara roja de correr y de cuando mis amigas me abrazaron al final del partido.

Me acuerdo de cuando me enteré que Picha se había muerto cuando volvía de un boliche de Lobos a Cañuelas.

Me acuerdo de cuando pensaba que si me metía a la pileta después de comer me podía morir.

Me acuerdo sólo de algunos hombres.

Me acuerdo de un chico que usaba rastas que olían a champú y me daba besos grandes como si me comiera.

Me acuerdo de cuando dos hombres me invitaron a hacer un trío y les dije que sí. Me acuerdo que salimos del boliche cuando amanecía y fuimos a un hotel de la laguna que tenía nombre de mar y en la habitación sonaban canciones de Ricardo Montaner.

Me acuerdo de cuando fui a la primera Creamfields y me pareció un experimento social.

Me acuerdo de los ojos de gata de mamá cuando se maquillaba para salir y nos dejaba acurrucadas encima de una manta tejida a mano, al lado de la chimenea, mientras mi abuela tejía una manta nueva.

Me acuerdo de cuando dejé de ver el aparatito del asma en la mesa de luz de papá.

Me acuerdo de cuando quería llamarme Julieta o Florencia o Marina como mis primas Spinosa porque eran lindas y populares y sabían todas las coreografías de Los Parchís.

Me acuerdo de cuando me enteré que otro chico más se había muerto cuando volvía de un boliche de Salvador María a Lobos.

Me acuerdo de cuando entendí que si no comía me iba a morir y me asusté y pero también me alivié.

Me acuerdo de pedalear a la hora de la siesta sobre un colchón de tierra blanda camino a Zapiola.

Me acuerdo de cómo respiraba el olor de los paños sumergidos en merthiolate que mamá untaba en mi muslo chamuscado cuando me quemé con té caliente.

Me acuerdo de mis piernas acostadas en el borde de una playa vacía de Morrocoy y del agua transparente yendo y viniendo despacito.

Me acuerdo del roce áspero del remiendo negro en la tira de una bombacha roja que un chico me arrancó.

Me acuerdo de cómo respiraba el olor a pan de la panadería de la vuelta cuando caminaba al colegio y ya no comía.

Me acuerdo de cuando creía que si me convertía en la abanderada del colegio papá se iba a enterar y entonces se iba a acordar de mí.

Me acuerdo del olor a jazmín que había en el aire y de los ladridos de un perrito furioso detrás de la reja de la casa de papá el día que lo volví a ver.

Me acuerdo de la irreverencia de un perrito guacho que corrió a cien vacas en un atardecer amarillo y levantó con furia el polvo manso del otoño.

Luciana Cáncer. Contadora Pública Nacional. Participó de talleres de escritura desde 2008. Este año terminó de escribir mi primer libro.

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