Cenizas de inquilina

Relato breve

escritores noveles

Juan Krunfli nació el 20 de Julio de 2002 y está terminando 5to año en la escuela Justo José de Urquiza, Buenos Aires. Disfruta de escuchar y tocar música, y de la lectura, principalmente en castellano. También le gusta explorar lecturas en otros idiomas.

El fluido letal estaba por todas partes.
Antes de que el año comenzara, los cultivos nos acompañaban y los doctores eran capaces de reconocernos.
Ya han pasado meses desde que los primeros casos se registraron y el grafito parece acabarse junto con mi diario de cuarentena.
Poco tiempo atrás, los doctores eran capaces de reconocernos, pero ahora, los serenos de la información llegan todos los días reportando que la muerte es un número en ascenso, y que los números somos nosotros. La mayoría no sabe leer y la lluvia no será capaz de limpiarnos.
Como todas las casas están cerradas (por tablas de madera y por la fuerza invisible del miedo) la única compañía que pude encontrar fue la de un detestable carnicero que ocupaba el lugar de mi vecino.
Su nombre, Christoph, hacía honor a nuestra orgullosa nación. Y, a pesar de que cada historia que me había contado terminaba con su risa de miserable espanta mujeres, le había tomado cariño a este innoble y devoto delator. Ya que le gustaba informar a las autoridades de todo rastro de incumplimiento del aislamiento.

Luego de mirar la tarde por la ventana, siempre llegaba el oficial para controlar que nadie estuviera fuera de su vivienda. Entonces yo cerraba todas las aberturas de mi casa como la mayoría de las personas y, en medio de la oscuridad, caminaba lenta y silenciosamente hasta la habitación más recóndita de la casa donde escondía a mi invitada.
La mujer, que trataba como inquilina de mi morada, era una pequeña y blanca joven de aires gitanos, quien a días de que el aislamiento fuera declarado, se había mostrado desde la ventana que yo, en ese momento, cerraba. Estaba vestida como una de las más finas y terrosas bolsa de papas, y había llegado, a duras penas, a la pared trasera de mi pequeña choza, probablemente, huyendo de algún oficial.
Claro que toda convivencia de un hombre solo, estaba prohibida para no propagar el mal invisible que acechaba a todos. Pero en ese gesto de acogerla como a una piedra del camino, encontré  una infinita sensación de superioridad, individualidad… y poder.
Por ahora no la había tocado, y nadie se hubiese arriesgado porque el fluido letal estaba por todas partes. Ella pareció entenderlo de la misma manera. Si estaba infectada podía llenar de muerte las paredes de mi casa y contagiarme de esa muerte invisible.

Al llegar a la habitación que le destiné, pensé en los dialectos de aquellos extranjeros que eran perseguidos por aquí: un lugar cada vez más parecido a un reino de fronteras rocosas.

¿Qué dialectos hablaba ella en su hogar? ¿Acaso las sobras de mi almuerzo en su plato serían un festín para ella? ¿O en este momento estaría odiándome, esforzándose en vano para posponer el vómito?

Tras bostezar, ella dijo como si adivinara mis dudas: “No deberías preocuparte por mi cuerpo, también me encuentro sinceramente aterrada”

No oculté mi rechazo por prescindir de tratarme de usted, y repuse que, si estaba preocupado, se debía a que las raciones de comida que nos acercaban no alcanzarían para ambos.

—No se preocupe, soy de comer poco, y me no me desagrada el vino barato

—Bueno —respondí —, y además le adelanto que no deberíamos conocer nuestros nombres, ni lo que nos gusta comer. No será que este encierro nos condicione… En realidad, no quisiera saber las brujerías que planeas…

—¿Por qué será que tienen a mi gente y a sus prácticas en tan poca estima? Dicen que nuestro acento del este envenena las palabras de vuestro lenguaje.

—Hablas bastante bien para no ser de aquí, pero más sensato hubiese sido huir hacia el Báltico. Dicen las lenguas que allí la gente puede vivir…

Ella responde cantando:

Comamos y bebamos tanto, hasta que nos reventemos. Que mañana ayunaremos…

No supe qué decirle.

—¿Qué? ¿Acaso te gustaría algo más amable?

Y entona de nuevo:

Tan satisfecha estoy de mi hermosura, que a un nuevo amor jamás me entregaré, ni sentiré dulzura. Amor, si logro salir de tus garras, apenas puedo creer que otro anzuelo me vuelva a aferrar.

Entonces solo le indiqué que hiciera silencio y que saliéramos de ese rincón de la casa, pues ya había anochecido.

Al llegar a la habitación principal de la pequeña casa, oí que alguien llamaba a la puerta.

Pensé en escondernos. Pero no tenía sentido no responder, y menos que yo me hubiera ido. Así que, lentamente, me acerqué a la puerta y respondí.

Después una voz exclamó:

—¡Klaus! ¡Amigo! ¡No temas! ¡Soy yo!    

Reconocí la tosca voz de ese maldito carnicero. Pero, tras pensar en un arrollo o en mi madre, respondí de la manera más bondadosa que pude:

—¡Christoph! ¿Eres tú, amigo?

—¡Claro que soy yo, hombre! Necesitaba pedirte un favor.

Y algo extraño sucedía en el ambiente. Todo estaba demasiado silencioso hasta que pude escuchar relinchar a un caballo, y algo parecido al sonido de una armadura. Recién ahí, en ese momento, fui consciente del silencio de los verdugos, de que alguien había denunciado sigilosamente mi compañía.

Me aparté rápidamente de la puerta, y tomé a la joven antes de que los oficiales destruyeran la entrada.

Llegamos a la habitación del final y nos encerramos. Alguien gritaba que no habría piedad para quien rompiera el aislamiento.

Ahora lamento que esas hayan sido las últimas palabras que escuché de ella. Recuerdo haberla rodeado con ambos brazos, quebrantando toda regla de cuidado y de singularidad. Y esa sensación de calidez, me permitió maldecir por un instante a todos los malos presagios que nos habían repetido desde hacía meses.

¿Qué me importaba si ella estaba infectada o no? ¿Qué me importaba si crecían en mi cuerpo bulbos de pus y tejidos muertos? ¿Qué importaba si la peste me tomaba como a otras personas, y después me enterraban en una fosa común, cubierto de ese fluido letal que bautizaba como “negra” a la peste!?

Todo eso pensé mientras quemaban la casa.