La Leyenda

Cuento

por César Rexach

Cuando se vio frente al espejo, casi no se reconoció.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que todo había comenzado, es decir, el momento en que había terminado lo que había sido la “vida normal”.

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“Se acaba de decretar y establecer la cuarentena. Quedate en casa.”

Al mismo tiempo que lo había escuchado en la radio, le llegaba el mensaje de su jefe por Whatsapp.

Se sintió desorientado. Había leído algo en las redes sociales sobre la existencia de un virus que habia aparecido en China y que se estaba extendiendo a otros países y, por lo visto, a otros continentes. Nunca había llegado a pensar que los alcanzase a ellos, ahí, tan lejos de todo. En algún lugar había leído (o escuchado) que los argentinos eran europeos olvidados, por eso la nostalgia del tango.

“Ok”, respondió al mensaje de su jefe y se preparó otra taza de café.

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Los primeros días no supo muy bien qué hacer. Quizá porque no tenía noticias de su trabajo.

Como se lo habían ordenado, permaneció en su casa. A veces, se pasaba horas mirando por el balcón o por la ventana, los edificios de las otras torres, la calle. Podía ver a muy pocas personas, solo las que salían a pasear a sus mascotas. Había visto incluso gente que paseaba a su gato. Todos buscaban excusas para poder salir, aún cuando recién comenzaba la cuarentena.

A poco más de pasada una semana, le empezaron a llegar mails y whatsapp con algunas tareas enviadas por el jefe y algunos que otros clientes. Parecían ir tanteando la situación. Poco a poco, fue entrando en la modalidad de teletrabajo. Se sentía bastante cómodo así, ya que su situación laboral no cambiaba mucho: siempre había trabajado frente a una computadora, que lo hiciera desde casa o en la oficina, daba igual. Llegó a trabajar incluso más de lo pautado, olvidando la pausa del mediodía. Extrañaba tal vez la comida grasosa y siempre salada de la cantina.

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Eran ya más de las tres de la tarde.

Había estado hablando con un cliente que tenía una cadena de sushi, así que -por uno de esos logaritmos que nadie, incluso un informático como él podía evitar- en la pantalla del ordenador aparecían los números de teléfono y ofertas de esa cadena. Con algunas dudas, ordenó un box de 18 piezas.

En menos de diez minutos, el box había quedado vacío.

La computadora sonó dos veces más y le recordó que alguien aguardaba del otro lado.

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Vio que eran las once de la noche y recién había terminado de encargarse del último cliente. Estiró los brazos frente a la notebook y sintió el cuello agarrotado. Buscó en youtube un video para descontracturarse y así empezó lo que sería una serie de ejercicios de yoga y gimnasia que lo acompañarían durante todo el confinamiento.

Debido a una mal formación en su pulmón derecho y a un leve soplo cardíaco, nunca había sido una persona deportista. Desde que había puesto el primer pie en la calle y sacado el último, cualquier persona que no lo conociera, se refería a él como “un gordo”. Asi, el yoga y la gimnasia le harían perder su blanda y pronunciada panza, tonificarían sus piernas, sus pectorales. Se suponía que la dieta asiática también haría también lo propio.

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A veces, trabajaba días completos sin parar; otros, no le llegaba ninguna notificación. Parecía que todos decidían escribirle un mismo día. Así que decidió volver a una actividad que en la adolescencia le había gustado mucho, aunque no le hubiera dedicado el tiempo suficiente: la música.

Aunque sabía tocar “mejor” el piano que la guitarra, por una cuestión de precio y comodidad, decidió comprarse una guitarra. Entonces, todos los días, se ponía frente a la computadora practicando canciones que escuchaba en la radio mientras trabajaba.

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En una de sus pausas laborales (gimnasia y música), salió al balcón y notó que alguien lo obeservaba de arriba. Se trataba de unos ojos tímidos y enamorados que nunca antes se habían posado en él. Se rascó el mentón y se dio cuenta de que habían pasado semanas sin que se afeitara. El pelo también le cubría las pronunciadas orejas.

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Algunos de sus trabajos con clientes eran vía instagram. Su relación con esta red social se había limitado a la esfera laboral. Hasta entonces nunca había pensado usarla de otra forma. Sabía que las redes sociales eran un arma de doble filo.

Por eso, cuando publicó en instagram su primer performance de una canción y solo tres personas lo escucharon, se sintió triste y fracasado. Al ver que una de esas tres pedía ver su cara y, no solo escucharlo, grabó un video donde aparecía de cuerpo completo tocando el tema. Inexplicablemente la cantidad de personas que lo miraron, aumentó en un mil por ciento en un santiamén.

Fue corriendo al baño. Cuando se vio frente al espejo, casi no se reconoció.

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Desde ese momento, la cantidad de personas, en su mayoría chicas, que miraban y escuchaban sus videos, no paraba de crecer. Cada vez que salía al balcón, sentía más y más pares de ojos escondidos que lo observaban.

Cuando la cuarentena se comenzó a flexibilizar y los bares comenzaron a abrir y poner sus mesas afuera con la respectiva distancia, sus seguidores (principalmente seguidoras) le pidieron que saliera a dar un concierto en algún bar. Nunca se había sentido así. Era un winner.

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Con un repertorio de las únicas ocho canciones que sabía y podía tocar, dio su primer y único recital en un bar. Sus seguidoras impulsadas por el deseo, no pudieron evitar acercarse, tocarlo, besarlo, llenarlo de fluídos y transmitirle todas las enfermedades posibles, entre ellas, el virus, que -semanas más tarde- terminaría matándolo y convirtiéndolo en leyenda.

 

César Rexach (1979, Buenos Aires) Es Licenciado y Profesor en Letras (UBA). Participó en congresos internacionales de literatura, música y películas como: Proceedings italian migration urban music in Latin America (Friburgo de Brisgovia, Alemania) y Argentinische Literatur – Argentinischer Film (Viena, Austria). Publicó ensayos en  Libres del Libro (2017, UAI).  Vive nueves meses del año en  Münster, Alemania, y los otros tres, en Buenos Aires.

Cenizas de inquilina

Relato breve

escritores noveles

Juan Krunfli nació el 20 de Julio de 2002 y está terminando 5to año en la escuela Justo José de Urquiza, Buenos Aires. Disfruta de escuchar y tocar música, y de la lectura, principalmente en castellano. También le gusta explorar lecturas en otros idiomas.

El fluido letal estaba por todas partes.
Antes de que el año comenzara, los cultivos nos acompañaban y los doctores eran capaces de reconocernos.
Ya han pasado meses desde que los primeros casos se registraron y el grafito parece acabarse junto con mi diario de cuarentena.
Poco tiempo atrás, los doctores eran capaces de reconocernos, pero ahora, los serenos de la información llegan todos los días reportando que la muerte es un número en ascenso, y que los números somos nosotros. La mayoría no sabe leer y la lluvia no será capaz de limpiarnos.
Como todas las casas están cerradas (por tablas de madera y por la fuerza invisible del miedo) la única compañía que pude encontrar fue la de un detestable carnicero que ocupaba el lugar de mi vecino.
Su nombre, Christoph, hacía honor a nuestra orgullosa nación. Y, a pesar de que cada historia que me había contado terminaba con su risa de miserable espanta mujeres, le había tomado cariño a este innoble y devoto delator. Ya que le gustaba informar a las autoridades de todo rastro de incumplimiento del aislamiento.

Luego de mirar la tarde por la ventana, siempre llegaba el oficial para controlar que nadie estuviera fuera de su vivienda. Entonces yo cerraba todas las aberturas de mi casa como la mayoría de las personas y, en medio de la oscuridad, caminaba lenta y silenciosamente hasta la habitación más recóndita de la casa donde escondía a mi invitada.
La mujer, que trataba como inquilina de mi morada, era una pequeña y blanca joven de aires gitanos, quien a días de que el aislamiento fuera declarado, se había mostrado desde la ventana que yo, en ese momento, cerraba. Estaba vestida como una de las más finas y terrosas bolsa de papas, y había llegado, a duras penas, a la pared trasera de mi pequeña choza, probablemente, huyendo de algún oficial.
Claro que toda convivencia de un hombre solo, estaba prohibida para no propagar el mal invisible que acechaba a todos. Pero en ese gesto de acogerla como a una piedra del camino, encontré  una infinita sensación de superioridad, individualidad… y poder.
Por ahora no la había tocado, y nadie se hubiese arriesgado porque el fluido letal estaba por todas partes. Ella pareció entenderlo de la misma manera. Si estaba infectada podía llenar de muerte las paredes de mi casa y contagiarme de esa muerte invisible.

Al llegar a la habitación que le destiné, pensé en los dialectos de aquellos extranjeros que eran perseguidos por aquí: un lugar cada vez más parecido a un reino de fronteras rocosas.

¿Qué dialectos hablaba ella en su hogar? ¿Acaso las sobras de mi almuerzo en su plato serían un festín para ella? ¿O en este momento estaría odiándome, esforzándose en vano para posponer el vómito?

Tras bostezar, ella dijo como si adivinara mis dudas: “No deberías preocuparte por mi cuerpo, también me encuentro sinceramente aterrada”

No oculté mi rechazo por prescindir de tratarme de usted, y repuse que, si estaba preocupado, se debía a que las raciones de comida que nos acercaban no alcanzarían para ambos.

—No se preocupe, soy de comer poco, y me no me desagrada el vino barato

—Bueno —respondí —, y además le adelanto que no deberíamos conocer nuestros nombres, ni lo que nos gusta comer. No será que este encierro nos condicione… En realidad, no quisiera saber las brujerías que planeas…

—¿Por qué será que tienen a mi gente y a sus prácticas en tan poca estima? Dicen que nuestro acento del este envenena las palabras de vuestro lenguaje.

—Hablas bastante bien para no ser de aquí, pero más sensato hubiese sido huir hacia el Báltico. Dicen las lenguas que allí la gente puede vivir…

Ella responde cantando:

Comamos y bebamos tanto, hasta que nos reventemos. Que mañana ayunaremos…

No supe qué decirle.

—¿Qué? ¿Acaso te gustaría algo más amable?

Y entona de nuevo:

Tan satisfecha estoy de mi hermosura, que a un nuevo amor jamás me entregaré, ni sentiré dulzura. Amor, si logro salir de tus garras, apenas puedo creer que otro anzuelo me vuelva a aferrar.

Entonces solo le indiqué que hiciera silencio y que saliéramos de ese rincón de la casa, pues ya había anochecido.

Al llegar a la habitación principal de la pequeña casa, oí que alguien llamaba a la puerta.

Pensé en escondernos. Pero no tenía sentido no responder, y menos que yo me hubiera ido. Así que, lentamente, me acerqué a la puerta y respondí.

Después una voz exclamó:

—¡Klaus! ¡Amigo! ¡No temas! ¡Soy yo!    

Reconocí la tosca voz de ese maldito carnicero. Pero, tras pensar en un arrollo o en mi madre, respondí de la manera más bondadosa que pude:

—¡Christoph! ¿Eres tú, amigo?

—¡Claro que soy yo, hombre! Necesitaba pedirte un favor.

Y algo extraño sucedía en el ambiente. Todo estaba demasiado silencioso hasta que pude escuchar relinchar a un caballo, y algo parecido al sonido de una armadura. Recién ahí, en ese momento, fui consciente del silencio de los verdugos, de que alguien había denunciado sigilosamente mi compañía.

Me aparté rápidamente de la puerta, y tomé a la joven antes de que los oficiales destruyeran la entrada.

Llegamos a la habitación del final y nos encerramos. Alguien gritaba que no habría piedad para quien rompiera el aislamiento.

Ahora lamento que esas hayan sido las últimas palabras que escuché de ella. Recuerdo haberla rodeado con ambos brazos, quebrantando toda regla de cuidado y de singularidad. Y esa sensación de calidez, me permitió maldecir por un instante a todos los malos presagios que nos habían repetido desde hacía meses.

¿Qué me importaba si ella estaba infectada o no? ¿Qué me importaba si crecían en mi cuerpo bulbos de pus y tejidos muertos? ¿Qué importaba si la peste me tomaba como a otras personas, y después me enterraban en una fosa común, cubierto de ese fluido letal que bautizaba como “negra” a la peste!?

Todo eso pensé mientras quemaban la casa.

La exposición

Cuento

Cuento

por César Rexach

Cuento

 

Desde el comienzo se habían convertido en objeto de culto.   

Las hay de todos los tipos, formas y colores.

Hubo gente que las portó incluso después de que pasó todo. Como si no pudieran deshacerse de ellas y se hubieran convertido –sin habérselo propuesto- en ellas.

Se había dejado de decir “el de los dientes grandes” o “la narigona”. Se   transformaron en un rasgo más (sino el más importante) de distinción entre las personas. Incluso la posición política e ideológica de la persona podía adivinarse en una estrella o en un sol en ellas bordados. Seguir leyendo «La exposición»

Peto, el peón

CuentoporIgnacioBosero

Cuento por Ignacio Bosero

CuentoporIgnacioBosero

Cuando yo era chico, una vuelta, veníamos del pueblo con mi papá y el cielo había empezado a ponerse feísimo, todo negro, el viento se aceleraba cada vez más, las ramas volaban y las hojas ensuciaban y hacían remolinos en el cielo. Mi padre, que sí era brujo, dijo que eso era tornado. Apuramos la marcha de la vieja camioneta Ford porque mi madre y mi hermana estaban solas en la casa, lo que pudimos porque no estaba en tan buen estado como para exigirla demasiado, por poco se le caían las chapas… Llegamos por suerte a tiempo y nos refugiamos en la chata, llamándolas a gritos para que entraran. Quedamos todos apretados, y asustados, bajo un árbol grande. El tornado pasó, con una furia anormal, apocalíptica. Se llevó completa la pieza de adobe donde nací, donde mi madre nos tuvo, esta donde estás parado, aquí donde quedan escombros, donde mataron los sapos ayer. Las camas de hierro y lo poco que había de ropa y el techo volaron completos, como simples sábanas, lo vi clarito desde la chata. Seguir leyendo «Peto, el peón»

Lo que un verano

Cuento

por Federico Fontana y Sol Barrionuevo

Acabamos de llegar. Nos dieron las llaves y estamos las cuatro frente a la casa. Ninguna se baja del auto. Nos quedamos mirando un rato el frente de la casa, el pasillo que lleva al patio, las ventanas abiertas y las cortinas blancas, tal cual se veían en las fotos por internet. Mariana dice algo de los bolsos pero no la escucho del todo. El ladrido del perro me distrae. Seguir leyendo «Lo que un verano»