Cuento

La exposición

Cuento

por César Rexach

Cuento

 

Desde el comienzo se habían convertido en objeto de culto.   

Las hay de todos los tipos, formas y colores.

Hubo gente que las portó incluso después de que pasó todo. Como si no pudieran deshacerse de ellas y se hubieran convertido –sin habérselo propuesto- en ellas.

Se había dejado de decir “el de los dientes grandes” o “la narigona”. Se   transformaron en un rasgo más (sino el más importante) de distinción entre las personas. Incluso la posición política e ideológica de la persona podía adivinarse en una estrella o en un sol en ellas bordados.

En un primer momento de la pandemia, las personas que las llevaban eran vistas como sospechosas, como portadoras del virus. Pero, con el pasar de los días, ocurrió exactamente lo opuesto: quien no la portara, se convertía automáticamente en enemigo número uno de la humanidad.

Cuando comenzó la pandemia, dijeron que el virus atacaba principalmente a las personas de más de sesenta años (como si el virus fuese a pedir documentos). Después se incluyó en el grupo de riesgo a las que tenían problemas respiratorios; luego a las que padecían deficiencias cardíacas, más tarde a los diabéticos y así fueron cubriendo casi todo el espectro patologías existentes.

La población mayor de sesenta y de individuos -con todos los problemas de salud antes señalados- llegó a mermar hasta en un 40%. El virus parecía actuar con la fuerza de la selección de las especies, dejando en vida a los más aptos: los más sanos y fuertes. Y, por qué no, con más poder y recursos.

En las primeras salas de la exposición se ven objetos que vienen de otros continentes y de otros tiempos. De muchas formas y con valores y usos rituales. Algunos representan animales, otras dioses y fuerzas de la naturaleza. Otras mantienen su hermetismo.

 Durante la mal llamada cuarentena la gente no podía dejar sus casas, por lo cual la producción y el consumo caían drásticamente día a día. Además y, casi sin saberlo, muchas personas perdían su trabajo, sus viviendas, y contraían deudas impagables que no paraban de crecer… Sin embargo, la economía debía seguir su curso. Era imposible mantener a la casi totalidad de la población en cuarentena encerrada con una tasa de producción del 20%, y de estrés y depresión del 100%. Así que lo primero que había que hacer era sacar a los niños de los hogares, mandarlos a las plazas y a las guarderías para, de esta forma, liberar a madres y padres de sus tareas y, por consiguiente, volver a aceitar los engranajes de la cadena de producción.

Los niños eran los más fuertes ante el virus. Podían contagiarse (en el peor de los casos: contagiar) enfermarse y sufrir; pero, para ellos, no era mortal. Algunos llegaron a hablar de la vuelta de la tierra de Nunca Jamás: un mundo gobernado por huérfanos. De esta forma, los niños salieron y con la velocidad con la que dejaron los hogares, los cementerios volvieron a colmarse otra vez. Ahora, se trataba de pequeños cuerpos y, en cada fosa, podían caber hasta unos diez cadáveres.

En la sala de la contemporaneidad, las había incluso más grandes que una cabeza humana, se parecían más a las máscaras totémicas que se veían en los museos arqueológicos. Parecía que el virus había hecho retroceder a la humanidad a un pasado mítico: lleno de violencia, creencias, oscurantismo, plagas indestructibles y futuros salvadores.

Casi la mitad de la población mundial había desaparecido directa o indirectamente a causa del virus y lo que quedaba de esa otra mitad estaba contagiada. Infectada.     

Nunca había llegado a venderse tanta tela ni elástico ni se habían reparado tantas máquinas de coser para producirlas. Aún las grandes fábricas que en tiempos de guerra habían parado su producción destinada a la sociedad civil para volcarse a la producción de armamento, ahora destinaban su fuerza de trabajo y su maquinaria a producirlas en millones. Por eso el mundo se llenó de ellas: en un primer momento todas iguales, como si las calles se hubiesen llenado de enfermeras y enfermeros. Con el paso del tiempo, aparecieron las individualidades.

Del techo inmenso sostenido por columnas incorpóreas como las de una catedral gótica cuelga, en el centro de la última sala, una foto enorme. En ella se encuentra el grupo de científicos –secundado por lo gobernantes de turno- que descubrió la vacuna que dio respiro al mundo. Todos mostrando la desnudez de sus sonrisas.

Una persona fotografía los objetos aquí expuestos. Antes hubiera dicho que se trataría de una persona asiática, pero el tapaboca, barbijo o lisa y llanamente la “máscara”, no me permite asegurarlo.

Me toco nerviosamente la cara. Me encuentro una nariz, una boca y hasta un mentón. Como una descarga eléctrica invertida, un escalofrío me sube hasta la dentadura

 

 

César Rexach (1979, Buenos Aires) Es Licenciado y Profesor en Letras (UBA). Participó en congresos internacionales de literatura, música y películas como: Proceedings italian migration urban music in Latin America (Friburgo de Brisgovia, Alemania) y Argentinische Literatur – Argentinischer Film (Viena, Austria). Publicó ensayos en  Libres del Libro (2017, UAI).  Vive nueves meses del año en  Münster, Alemania, y los otros tres, en Buenos Aires.

 

Compartir