Narrativa: «El Bosque», por Ignacio Bosero

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Hace más de un año volví al lugar donde nací. Volver al lugar de donde uno es y volver definitivamente y no de paseo, es volver a una repetición de personas, paisajes, caminos y casas. Es volver a la familia. En esta aventura de escenas familiares, lo primero que se me redujo fue el espacio. Como volví de una gran ciudad a un pueblo, la reducción del espacio fue el primer efecto que experimenté. Ante ese malestar, ensanchar el espacio fue, como es lógico, mi primer impulso, e implicó una serie de prácticas: viajar a ciudades cercanas, de vez en cuando ir al campo, mudarme o volver de turista a la ciudad de la cual había salido. Con el tiempo, esas prácticas de desahogo perdieron su fuerza o el sentido que tenían inicialmente. Sí sé que estoy huyendo, el chiste pierde la gracia. Porque en cualquier lado, cualquier día, no importa dónde ni cómo, aparece la sensación genuina de salir, de recorrer un lugar o de volver a recorrerlo. No hay un motivo muy claro, simplemente se da así.

Me dirijo a ese lugar que le dicen bosque y no es un bosque, quizás se parezca más a un monte, pienso, aunque en esta ocasión prefiero denominarlo bosque. El atractivo de este lugar es su condición de público. Se puede entrar y salir más o menos en cualquier momento, se encuentra dentro del predio del balneario municipal a unos cinco kilómetros del pueblo. Ese día llego solo y en auto, termino el café que me llevé apoyado en el capot. La medialuna la devoro mientras observo los pájaros. Más allá, donde está el bosque, no veo a nadie. No hay otros autos ni motos. La ruta está cerca de donde estoy: se oye el permanente ruido de la potencia de los camiones, las grandes velocidades de los autos nuevos, el deslizamiento de las gomas en el asfalto, los caños de escape libres de las motos. Los pibes corriendo picadas, haciendo de su cuerpo un bulto agazapado, contra el viento, a todo lo que dan los aceleradores.

En esa mezcla de cosas, me acompañan palomas, cotorras y pájaros carpinteros, este pájaro me encanta, es lindo verlo subir verticalmente y picotear la corteza de los árboles. Andan horneros también, y algunas lechuzas. Lo que hay además son liebres, que cruzan de pronto el campo como una flecha, se detienen, miran y disparan por entre la soja, que se ve verde, alta y soberbia sobre el manto que cubre una buena extensión de campo. No tan lejos varias vacas pastan en una serenidad atemporal. La casa en la llanura decora esa impresión.

Camino entre los árboles, respiro, a medida que entro al bosque la temperatura baja; de por sí no es alta, estamos en agosto, pero es una tarde radiante. La luz del sol se filtra, son haces que me persiguen en la caminata que emprendo con lentitud. La intensidad de la luz varía de acuerdo a la altura y la frondosidad de los árboles. Sigo un senderito, miro hacia arriba: la tarde se pierde entre los colores del atardecer venidero.

No estoy solo la segunda vez que vuelvo, y es septiembre. Hacemos el mismo camino. Entramos por el mismo lugar. De hecho vuelve a cruzarse una liebre que se pierde entre el pasto. “¿Será la misma? ¡Qué rápida es! Creía que era más chico, el bosque”, le digo a Juliette. “Yo también, dice. De a poco, llegamos hasta un lugar que desconocíamos. Los árboles se chocan, producen un ruido medio hueco. Ese sonido, me doy cuenta, lo tengo presente de cuando era chico, tendría once años, me viene del camping de Villa Ventana que está en medio de un bosquecito, la vez que fui con primos y tíos. Por las noches sentíamos miedo en las carpas, aun sabiendo que era la acción del viento y los árboles que se pegaban entre ellos.

Hay un poquito de viento esta segunda vez en este bosque, no mucho tampoco. Es, igual que la vez que vine solo, un día despejado. “No había llegado hasta esta parte, le digo a Juliette. “¿Cuántos años tendrán estos árboles?”, pregunta ella. “No tengo idea, Juliette”. Pero este bosque, seguro, estaba cuando nosotros no estábamos”.

La tierra está mojada, hay colchones de hojas, hormigueros, botellas… “Vamos allá, vení”, le digo. Evidentemente, el bosque continuaba, pero fue talado, dividido y alambrado. Están los troncos cortados; la imagen, hay que decirlo, tiene un encanto extraño. “¿No se parece a un cementerio de árboles, algo así?: Troncos talados como tumbas”. A Juliette no le interesa mi descripción, no sé qué le parecerá pero no dice nada, sin embargo no le disgusta lo que ve, puedo darme cuenta por la cara agradable que pone. Esta parece una escena de otro siglo, si yo fuera noble estaría por ejemplo teniendo una charla íntima con mi mujer, si fueras vos, Juliette, hablaríamos de nuestros hijos, de una propiedad, o dejaríamos al descubierto, entre el pasto, nuestros cuerpos desnudos; y si fuera campesino, bueno, quizás estuviera labrando la tierra, y no sé qué pensaría. Lo bueno es que el silencio, como ahora, y nosotros dos sería bueno: sería un respiro, una estrella fugaz en medio del ruido.

 “¿No parece un hombre enterrado de cabeza?”, le comento a Juliette al ver un árbol con esa forma. “Sí”, dice, y se ríe. De verdad parece eso, no exagero. “Un día hicimos Caperucita – comenta Juliette espontáneamente – Un trabajo de la escuela. ¿Vos hiciste de Caperucita?” “No, de lobo. Yo recuerdo un día del estudiante, es muy claro ese día, se comentó mucho que un grupito, de más edad, había enterrado botellas de alcohol por acá, por veda, como está sobre la ruta… y que se metían las parejitas a… ya sabés, en este bosque”. Juliette me mira como diciendo “¡y sí!”. ¿No pensarán lo mismo de nosotros, no? Que vinimos a jugar a las escondidas bosque. Se me ocurre eso porque, volviendo, ya no tan internados entre los árboles, sino en un claro que lleva al campo, veo a una pareja que nos mira desde la ventanilla de su camioneta. La mirada es confusa porque se llevan leña. No sabemos si nos miran a nosotros y o tienen vergüenza de llevarse leña de aquí. Al final, nos saludamos así nomás.

 Es domingo. De pasada la dejo a Juliette. De pasada, en el auto, saludo a mi padre que sale nuevamente de viaje. Las escenas se repiten en los pueblos parecer ser, y hasta quizás la vida social sea en algún punto así y yo en la ciudad no lo notaba. Me acostumbro a repetir escenas, rituales y fechas. Quizás no me acostumbro del todo, a lo mejor vivo en esa tensión del sí, no. Si perdiera la memoria probablemente viviría lo mimo año tras año con leves variaciones. Eso lo sé. Cambio yo, o la postura mía en relación con eso. Algo de eso hay. Después de todo, no podría vivir en lo conocido ni en lo desconocido. Entrar al bosque significa que me pierda por un rato, que salga, que viva, no que el bosque sea mi casa.

 

 

Ignacio Bosero (1982, Buenos Aires, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

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