«El río sin orillas», por Ignacio Bosero

 

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Después de unos días casi sin interrupción, había terminado de leer el libro de Juan José Saer, El río sin orillas. Creo que el hecho de haber leído hacía poco tiempo una de sus novelas, hizo que pudiera continuar con buen ritmo la lectura, de que estuviera mejor entrenado en su lenguaje y en su universo. Este aspecto no es menor, la escritura del autor santafesino requiere un estado particular, que no me animo a decir de concentración, prefiero pensarlo como un abandono, un descompromiso con el mundo instrumental que a uno lo rodea. Este tiempo puede ser de minutos o de horas, lo que sea, pero el flujo de su desbordante mundo tiene que poder abrirse. Puede decirse sin equivocación que el universo de Saer es abierto, exterior. Seguir leyendo ««El río sin orillas», por Ignacio Bosero»

«Poesía y memoria», por Omar Lobos

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«Poesía” y “memoria” son términos solidarios entre sí. La poesía aparece como un recurso de la memoria, con sus metros, su ritmo, su rima, sus fórmulas, que ayudan a retener innúmera cantidad de versos. Y la memoria es necesaria a la poesía, cuando quiere arrancarse a la cultura del papel y emprender vuelo, en la voz, en la música, en la evocación. O cuando quiere, necesita, refugiarse, guardarse, esconderse. La poesía es un género más ligado a la voz que otros géneros, hay poetas que sienten el verso primero en la voz, y solo luego lo vuelcan en la letra. Ósip Mandelshtam era uno de ellos. Es más, según las memorias de su esposa Nadiežda, “se jactaba de no saber escribir y trabajar recitando”.[1] Ello antes incluso de que sus versos significaran un peligro para él.

“Yo no tengo manuscritos”, escribe Mandelshtam en La cuarta prosa, “ni libretas de apuntes, ni archivos. No tengo mi propia letra, porque nunca escribo. Yo solo en toda Rusia trabajo recitando, y alrededor toda la recalcitrante cabronada escribe. ¡Qué diablos voy a ser un escritor! ¡Lárguense, imbéciles!”.

Anna Ajmátova también tenía buena memoria: según Nadiežda, ella y Mandelshtam “dos veces no se decían sus versos, puesto que los recordaban con solo un recitado”. Mandelshtam, por otra parte, cuando alguna vez dictada a su esposa, rezongaba que no recordara de una sola vez todo el poema. Y agrega Nadiežda que Ajmátova solamente en su vejez llevaba cuadernos.

Ósip Mandelshtam es arrestado (por segunda vez) en mayo de 1938. Fue a parar a un campo de concentración en el Lejano Oriente ruso, Vladivostok, donde muere a fines de diciembre del mismo año. Su muerte es transmitida oficialmente a su familia en junio de 1940. Y aquí es donde adquiere tan tremenda relevancia la obra de su abnegada esposa: Nadiežda Iákovlevna Jázina-Mandelshtam.

Hay ante mí una tarea nueva, y no sé cómo emprenderla. Antes todo parecía claro: había que conservar los versos y contar lo que nos había sucedido […]

Para mí y para todos los aletargados, ya no había ni vida ni sentido de la vida, pero tanto a mí como a la mayoría de aquellos nos salvaba el “tú”. En lugar del sentido de la vida apareció un objetivo concreto: no dejar que se pisoteara la huella que dejó sobre la tierra esta persona, mi “tú”, salvar los versos. En esta obra yo tenía una aliada: Ajmátova. Dieciocho años, un lindo plazo de reclusión, vivimos sin ver una luz, sin ningún apoyo desde fuera, sin atrevernos a pronunciar ese nombre íntimo –solamente en un susurro, las dos solas–, y nos estremecíamos sobre un puñadito de versos.

Nadiežda Mandelshtam dejó también un invalorable testimonio de su época: tres libros de recuerdos –escritos en los años 60– centrados fundamentalmente en las figuras de su esposo y de su amiga Anna Ajmátova. La amistad de las dos mujeres fue la continuidad del profundo lazo artístico-fraterno que había unido a los dos poetas. No en vano en su gran “Poema sin héroe”, Anna Andréievna alude a Mandelshtam como “mi doble”:

Y tras el alambre de púas

en el seno de la taiga dormida

en cuál año no sé

vuelto terrón del polvo del gulag

vuelto ficción de un sucedido horrible

mi doble marcha al interrogatorio…

Ciertamente, el Samizdat hizo lo suyo en la preservación y difusión de la obra de los autores censurados y/o desaparecidos durante la era soviética. La traducción del término sería “autoediciones”. Se trataba de copias clandestinas de obras hechas con carbónicos por los autores o por los lectores. En tiempos soviéticos, era el modo en que se difundían autores prohibidos dentro y fuera de Rusia. Dice a propósito Nadiežda:

No fue enseguida que comprendí el significado de Samizdat y me afligía porque no iban ya a publicar a Mandelshtam. Ajmátova también para esto tenía respuesta: “Nosotros vivimos en una época pregutenberguiana” y “Osia no necesita una máquina de imprenta”… Y yo poco a poco me convencí de su justeza: los versos son algo que vuela, no pueden ser escondidos ni encerrados. […]

Ajmátova no dejaba de asombrarse de que resucitaran versos pisoteados y, como a veces parecía, aniquilados. Decía: “No sabíamos que los versos eran tan vitales” y “Los versos no son lo que nosotros creíamos en nuestra juventud”.[2] Puede que no supiéramos, pero con todo algo sospechábamos. Al salvar los versos de Mandelshtam no nos atrevíamos a tener esperanzas, pero no dejábamos de confiar en la resurrección de aquellos.

Los versos de Mandelshtam fueron salvados por la memoria, la de estas dos mujeres y la memoria popular, que es el capital más preciado para un poeta. Por otra parte, en la tradición rusa, la literatura siempre fue concebida para hacer algo. Si los debates en torno a la revolución –fundamentalmente– ocuparon las letras del siglo XIX, los escritores soviéticos se sentían llamados a dar testimonio. “¿Y usted todo esto lo puede contar?”, le susurra a Ajmátova una mujer en la cola de la cárcel para ver a sus hijos aun sin saber quién era Ajmátova, y ella le respondió: “Puedo”. Esta pequeña conversación, que está en la introducción a su poema “Réquiem”, expone el carácter misional que la literatura rusa tuvo siempre.

No sé si por todas partes [sigue Nadiežda Mandelshtam], pero aquí, en mi país, la poesía está entera y vivifica, y la gente no ha perdido el don de ser penetrada por su fuerza interior. Aquí se mata por los versos, signo de un inaudito respeto por ellos, porque aquí todavía somos capaces de vivir de versos. Si no me equivoco, si esto es así y si los versos que yo he conservado sirven en algo a la gente, significa que no he vivido en vano y que hice lo que debía hacer por aquel que fue mi “tú” y por la gente en la cual los versos despiertan lo humano, y en consecuencia, el principio humano.

A propósito de “Réquiem”, cuenta Lidia Chukóvskaia en sus extraordinarias Notas sobre Anna Ajmátova:

Anna Andréievna, de visita en casa, me recitaba susurrando versos de “Réquiem”, pero en su casa del Fontanka no se resolvía a ello ni siquiera susurrando; inopinadamente, en medio de la conversación, hizo silencio y, señalándome con los ojos al techo y las paredes, tomó un pedazo de papel y un lápiz; después pronunció en voz alta alguna cosa cotidiana: “¿quiere té?” o “cómo se ha tostado”, después llenó el papel con letra rápida y me lo extendió. Yo leí los versos y, reteniéndolos en la mente, se los devolví en silencio. “Ahora hace un otoño prematuro”, dijo fuerte Anna Andréievna y, frotando un fosforito, quemó el papel sobre el cenicero.

La tarea, y la obra, de estas celosas memoristas fue ciclópea. Y escribo “memoristas” en dos sentidos: primero por todo lo que salvaguardaron en su memoria y segundo por el precioso legado que significan sus apuntes sobre Mandelshtam y Ajmátova. Lidia Chukóvskaia registró a modo de diario durante treinta años sus encuentros con Anna Andréievna. Era hija del célebre crítico (y escritor infantil) del llamado Siglo de Plata ruso Kornéi Chukovski. Ella misma escritora, poeta y prosista, autora de un famoso relato sobre los años del terror: Sofia Petrovna, la historia de una ciudadana soviética a la que trágicamente se le va revelando qué hay detrás del benefactor estado comunista. No obstante, la gran obra de su vida fueron los tres tomos de memorias que mencionamos, que abarcan desde su primer trato con Ajmátova en 1937 hasta la muerte de esta en 1966. Escribe tres meses después de este acontecimiento:

Con cada día, cada mes, mis anotaciones fragmentarias se iban volviendo cada vez menos la reproducción de mi propia vida convirtiéndose en episodios de la vida de Anna Ajmátova. En medio del mundo fantasmal, fantástico, enturbiado que me rodeaba, solamente ella no me parecía un sueño, sino lo real, aun si ella en este tiempo también escribía solo sobre fantasmas. Ella era indudable, auténtica en medio de todas las vacilantes inautenticidades. En aquel estado de ánimo en el que me encontraba en esos años –ensordecido, muerto–[3], yo misma me parecía cada vez menos viva de verdad, y que mi vida incompleta mereciera descripción (“Y suerte que ya haya pasado”[4]). Hacia 1940 anotaciones sobre mi vida ya no hacía casi nunca, y sobre Anna Andréievna escribía con más y más frecuencia. Me llamaba escribir sobre ella, porque ella misma, sus palabras y acciones, su cabeza, sus hombros y el movimiento de las manos poseían ese acabamiento que habitualmente pertenece en este mundo solamente a las grandes obras de arte. El destino de Ajmátova –algo más grande que incluso su propia personalidad– moldeaba entonces ante mis ojos, a partir de esta mujer célebre y abandonada, fuerte y desamparada, la estatua de la aflicción, la orfandad, el orgullo, el coraje. Los versos anteriores de Ajmátova yo los sabía de memoria ya desde la infancia, y los nuevos, junto con los movimientos de las manos que quemaban el papel sobre el cenicero, junto con el perfil aguileño, nítidamente recortado por una sombra azul sobre la pared blanca de la cárcel para confinados, entraron ahora a mi vida con la irrevocable naturalidad con la que ya hace tiempo han entrado los puentes, San Isaac, el Jardín de Verano o el malecón.[5]

Este testimonio abnegado es, ciertamente, a la vez un colosal testimonio epocal. Como ha escrito Ajmátova en una dedicatoria suya a Nadiežda Mandelshtam: “A la amiga Nadia, para que una vez más recuerde lo que pasó con nosotros”. Lidia Chukóvskaia comprende desde el principio que no está solamente preservando ese monumento que es la personalidad de Ajmátova, sino, a través de ella, una memoria colectiva.

Entre las anécdotas interesantes que recoge sobre diversos poemas de Anna Andréievna reportamos esta, a propósito justamente del que se llama “El sótano de la memoria”: en la anotación correspondiente al 4 de noviembre de 1953 cuenta que tratan entre las dos de restablecer el poema en su totalidad. La propia Ajmátova lo recordaba todo excepto los dos primeros versos:

……………………………….

……………………………….

No con frecuencia visito a la memoria

y además ella siempre me confunde.

Cuando desciendo con un farol al sótano

creo sentir de nuevo un sordo alud

tronar detrás por la escalera angosta.

Humea el farol, y regresar no puedo

mas sé que voy a lo de mi enemigo

y pido por piedad… Pero allá está

oscuro y quieto. ¡Mi fiesta ha terminado!

Ya treinta años que acompañaba a damas,

de viejo ha fallecido aquel pilluelo…

Me he retrasado. ¡Qué desgracia, pues!

No puedo presentarme en ningún lado.

Pero toco en la pared los cuadros,

y me entibia el hogar. ¿Y este milagro?

¡Entre este moho, este tufo y corrupción

destellaron dos vivas esmeraldas!

Y maulló un gato. Bien, vamos a casa.

¿Mas mi casa y mi juicio dónde están?

Chukósvakaia no consigue recordar el comienzo, y la reacción de Ajmátova es: –¡Se acuerda usted de cada tontería y no puede recordar los dos primeros versos! Dígame al menos de qué trataban.

Las memorias prodigiosas y entrenadas también juegan malas pasadas. Los versos no aparecen a pesar de los intensos devaneos. Recién el 21 de enero de 1955 Lidia Kornéievna anota:

De repente, en medio de la conversación, ella [Ajmátova] con un rápido movimiento abrió la valijita, sacó de allí una hojita y la puso ante mí sobre la mesa. Yo leí:

Pero que yo vivo triste es un absurdo

Y también que el recuerdo a mí me aguce…

–¿Los reconoce? –preguntó Anna Andréievna, mirándome fijamente.

Los reconocí: ¡las primeras líneas de “El sótano de la memoria”! Ahora estaba restablecido por completo.

Yo no sé si Anna Andréievna recordó estos versos o los encontró en su anotación primigenia.

Me fui feliz.

 Salvo Mandelshtam, tanto su esposa Nadia como Ajmátova y Lidia Chukóvskaia sobrevivieron al “reino de mil años” de lo que se conoce como período estalinista. Mandelshtam fue rehabilitado oficialmente en 1956. Ajmátova desde los años 50 fue readmitida en la Unión de Escritores Soviéticos. Pero ello no significaba que pudieran ser publicados libremente. Nadiežda Mandelshtam ya en los años 70 envió todo el archivo documental de su esposo para ser preservado a la Universidad de Princeton (EE.UU.). Las ediciones de Ajmátova durante todo el período soviético fueron siempre “propuestas” por las editoriales estatales. La mayor parte de la poesía de ambos fue salvada, preservada, venerada, por la memoria de quienes amaban esos versos como algo propio, íntimo, indiscernible de uno mismo.

La cultura se define por la memoria, por la lucha contra el olvido, y sobre todo el olvido como desaparición forzada. El olvido como acto deliberado de borramiento, como agente de disgregación. Así, en el destino de estos dos poetas (y, lateralmente, de sus amigos memoristas) quisimos graficar someramente la enorme tarea que desempeñó la memoria en el resguardo de esa cifra de los siglos y la vida de los pueblos que encarna siempre la poesía.

[1] En ruso el verbo chitat’ significa “leer”, pero también significa “recitar”: chitat’ stijí es, antes que “leer versos”, “recitar versos”. Como si los versos pudieran solamente sonar.

[2] Agrega Nadiežda: “Las tiradas de Samizdat en que se difundían los versos de Mandeshtam y muchas otras cosas no se pueden calcular, pero creo que sobrepasan incomparablemente las tiradas de cualquier libro de versos de nuestra juventud”.

[3] Su segundo esposo es encarcelado en 1937 y fusilado al año siguiente.

[4] Verso de un poema de Chukóvskaia.

[5] Sitios de Petersburgo.

Omar Lobos (1964, La Pampa) Actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciado en Letras en la Universidad de La Pampa y Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Integra el equipo docente de la cátedra de Literaturas Eslavas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y ha  realizado las primeras traducciones argentinas directamente del ruso de “Crimen y castigo y “Los hermanos Karamázov”, de Fiódor Dostoievski, así como de los romances populares de Alexandr Pushkin y el teatro completo de Antón Chéjov (todas ellas editadas por Colihue), entre otras. Es miembro fundador de la Sociedad Argentina Dostoievski, que integra la Sociedad Internacional Dostoievski. También es docente de Lengua Española en la Universidad Nacional de Lanús.

El arte y el artista

El impulso creativo y el desarrollo personal , Traducción de la introducción de Ludwig Lewisohn

por María Crista Galli.

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Dijo el creador a Adán: “Te he colocado en el centro del mundo para que te sea más fácil mirar a tu alrededor y ver todo lo que hay en él. Ni mortal ni inmortal; ni de la tierra ni del cielo,  te he creado para que puedas moldearte a tí mismo, transformarte en lo que desees y superarte; podrás degenerarte en una bestia animal, o renacer con la forma de una existencia divina; los más altos espíritus son, por otro lado, desde el comienzo o al menos apenas luego, lo que son por toda la eternidad. Tú, en cambio, tienes el poder de desarrollar y crecer según tu propia voluntad; en pocas palabras: tienes dentro tuyo las semillas para brotar en cualquier forma posible de vida!”. Pico Della Mirandola 

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En boca de Carpenter la locura de Lovecraft

por Nicolás Pose y Manuel Pose

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En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1994) es “la” película que homenajea a Howard Phillips Lovecraft, más conocido como H.P. Lovecraft, maestro del horror cósmico, tan imprescindible como Edgar Allan Poe. Tanto el director, John Carpenter, como el guionista, Michael De Luca, han logrado un extraordinario popurrí cimentado en los relatos de los Mitos de Cthulhu, ciclo literario de horror cósmico consolidado entre 1921 y 1935 por Lovecraft y otros escritores de su Círculo.

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“Hacer nada” en la niñez. Un acto filosófico en el taller de filosofía, por Javier Fernández Mouján

-¡Está perdiendo el tiempo!

-¡Que le corten la cabeza!

(Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll)

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-Bueno, les voy a dar una “no tarea” para las vacaciones de invierno.

-¡Uh, no, tarea no… Vacaciones son vacaciones!

El murmullo dura unos instantes y alguno –o alguna-, desde el fondo –que pueden ser la primera fila o una del medio también, ya que se trata de otro “fondo”- pregunta:

-¿Pero cómo “no tarea”?

-¿Qué es una “no tarea”?

-¿Puede existir una tarea que sea “no tarea”?

Se van despertando otros filosofares y otros interrogantes y cuestionamientos surgen, desde esa simple consigna, enunciada en voz alta y –a estas alturas- escrita en el pizarrón: “No hacer nada”.

“Llegué a estar aproximadamente 20 o 25 minutos. Con mis pensamientos pasó que no sabía qué pensar y con mi imaginación pasó que siempre se me ocurrían todas las cosas que podía imaginar pero no sabía qué imaginar. Descubrí que soy capaz de estar –para mí- mucho tiempo sin hacer nada.”

(Inés)

Nuestros hijos e hijas, alumnos y alumnas, viven –generalmente- colmados de actividades. El tiempo así llamado “libre” deja de ser tal para dar paso a todo tipo de clases, cursos, recreaciones organizadas.

No es una cuestión de poder adquisitivo, aunque claro está que la “infancia destituida” adopta diferentes formas en relación al tema del “tiempo libre”, en las que no están ausentes el trabajo ni el afán –de los adultos y del marketing- de consumo y producción, aunque sea bellamente enmascarado.

“Mientras no hacía nada no me aburrí ni me divertí. Estaba pensando, imaginando una historia, uniendo las canciones; o sea, inventaba un personaje que, según lo que decían las canciones, le pasaban diferentes cosas. Además, hubo dos días en los que estaba viajando, entonces como no tenía hada que hacer, hice el ejercicio más tiempo del necesario. La última vez que lo hice fue cuando más duró (una hora y quince minutos); me aburrí un poco pero lo soporté. Mientras no hacía nada me molestó no poder saltar ni correr ni bailar, etcétera.”

(Clara)

Están las famosas agendas sobrecargadas: Fútbol, inglés, taller de arte, circo, música, natación, cocina, reciclado, kung fu, danza, origami, taller literario, historieta, periodismo, patín…

Todo después y además de la escuela. Todo además de las “tareas”. El tiempo libre bien ocupado, todo menos libre.

María Zysman lo describe así en Ciberbullying: “Niños apurados, llenos de actividades, sin tiempo para ‘no hacer nada’. Desde que nacen, los llenamos de sonajeros, gimnasios y luces; movimiento, sillitas mecedoras, trapitos y colores. Luego, celebramos sus cumpleaños con animaciones hiperkinéticas en lugares cerrados y oscuros. Los aceleramos, estimulamos y motivamos con los festejos de los ingresos y egresos (¿desde cuándo se les tira harina a los egresaditos de preescolar?), los vestimos de teenagers a los 6 años y creemos que nuestra pequeña hija de 8 ‘tiene novio’. ¿Cuál es el apuro?”

Y todo sin mencionar a los profesionales (médicxs, odontólogxs, psicólogxs, fonoaudiólogxs, psicopedagogxs, maestrxs particulares, ¡cursos de ingreso!…).

Sin mencionar.

“Lo que me pasó fue que se me pasó muy lento, entonces llegué a los 45 minutos con música o sin. No sentí nada, lo único que sentí fueron las letras de las canciones que no podía cantar. Mis sentimientos y pensamientos no aparecieron porque mi técnica era tildarme, pero en lugares en que estuviera calmo y solo para que nadie me destildara. Descubrí que es aburrido estar quieto, pero está bueno, porque hace que te olvides de cosas que te joden y te querés olvidar… Sirve pero te aburre. Recomiendo hacerlo después de comer o antes de irte a dormir.”

(Francisco)

¿Y los adultos?

¿Sujetos a la misma realidad de las agendas llenas?

¿Trabajando –en el mejor de los casos- doce horas por día?

¿Ocupando todo nuestro tiempo ocioso en “algo”… huyendo de la ”nada”… del “vacío”…?

“¿Qué me pasó? En los 5 minutos me sentí bien porque era muy poco, después pasé a los 25 minutos y ahí ya no me gustó, porque era mucho tiempo, pero igual lo terminé; después, los 30 minutos no me costaron porque estaba en el auto yendo a Luján, los 40 tampoco porque estaba yendo a Temaikén, los 55 minutos me costaron muuuuuucho porque me dormí… Y cuando terminé estaba muy feliz.

¿Cuánto tiempo llegué a estar sin hacer nada? Llegué a los 55 minutos pero me salteé algunos días, porque lo hacía cuando me acordaba.

¿Qué pasó con mis pensamientos, mi imaginación, etcétera, durante esos ejercicios de ‘no hacer nada’? Yo no estaba pensando en nada pero me imaginaba muchas cosas, también quería moverme porque no podía estar más quieto.

¿Qué descubrí? Descubrí que puedo estar sin moverme mucho tiempo y también que puedo estar tranquilo.”

(Matías)

En el medio –o por encima- la educación a cargo de los medios y de Internet. El poder subjetivador del marketing. Y también, o como parte de lo mismo: La ilusión del no aburrimiento como situación ideal e idealizada.

-Me aburro.

-¿No te aburrís?

-¿Estás aburrido?

-¡No seas aburrido!

-Esto es aburrido.

El prototipo de esto, o tal vez su “colmo”, son los lugares de veraneo –o en términos más amplios, los “destinos turísticos-.

“El primer día lo pude hacer, pero era muy difícil porque estamos acostumbrados a estar en movimiento todo el tiempo y cuando escuchaba la música era muy difícil no bailar ni cantar. El segundo día se me hizo más difícil. NO podía aguantar no reírme ni cantar, pero lo pude hacer. El tercer día ya no podía aguantar más la risa y me rendí.

Llegué a estar sin hacer nada 15 minutos.

Lo único que pensaba era que quería no reírme ni cantar ni bailar para poder hacer la tarea.

Descubrí que puedo estar 15 minutos escuchando música sin cantar ni bailar.”

(Malena)

Yo todavía recuerdo un mundo en el que las vacaciones nos servían para disfrutar del tiempo libre, con todos los beneficios que el tiempo libre traía –y sospecho que trae- consigo. Emparentado al famoso “dolce fare niente”.

Tumbarse bajo un árbol, en una hamaca paraguaya, tomar sol en la playa, hacer la plancha, caminar entre los médanos –viviendo miles de aventuras, con variados grados de realismo-, pasear por el bosque, recorrer callecitas, dormir la siesta, mirar el mar, treparse a los árboles, disfrutar de la puesta de sol o de la inmensidad del cielo nocturno, desayunar, leer porque sí, zambullirse en el lago o en el centro de una ola, sentir el viento en la cara, hacer un castillo de arena con todo el tiempo del mundo, hacer un fogón, tomar un trago, cabalgar, patear una pelota, jugar a la paleta, escuchar música o simplemente los sonidos de la naturaleza… olvidarse del tiempo.

¿Cuál es la diferencia entre esta lista y las interminables ofertas de entretenimientos de los lugares en donde la gente habitualmente pasa sus vacaciones?

Tentado de responder a esta pregunta, descubro que la mejor forma de responderla es no hacerlo. Que el lector o la lectora haga su intento. Y la filosofía habrá brotado… “de la nada”.

“Lo que me pasó fue algo que me cuesta mucho: Tranquilidad. Yo hice en todos los minutos lo mismo: Mirar al techo y relajarme. Fue algo que me gustó.

Llegué a estar 55 minutos sin hacer nada, lo que para mí es mucho, y tengo que admitir que me recontra aburrí. Pero en un omento no respeté la regla: Dejé de ‘hacer nada’ para ir a ver a River.

Sinceramente en mi imaginación no me pasó nada, pero me facilitó pensar, porque por ejemplo, al hacer una tarea me siento presionado en pensar y en ese momento sin hacer nada pude pensar todo con tranquilidad y tiempo.

Lo que descubrí principalmente fue la TRANQUILIDAD…”

(Rafael)

El temor al aburrimiento –propio o de nuestros hijos e hijas- es potente. Nosotros mismos estamos huyendo del aburrimiento, días y noches. De lunes a viernes y los fines de semana también. Doce meses al año.

Y nuestra cultura, tan perversa, espera agazapada para ofrecernos todas sus soluciones mágicas para que no nos pase eso tan terrible que es aburrirnos: mejor adictos de tanto consumo –de lo que sea- que aburridos.

Mejor el estrés y sus síntomas que aburrirse.

Mejor las cabezas embotadas de tanto estímulo que estar aburridos.

Mejor los slogans y las chicanas que los argumentos.

Mejor el pensamiento dicotómico (todo o nada, blanco o negro) que la empatía, la capacidad de integrar, de relacionar, de relativizar, de reflexionar, de dar lugar a las diferencias y a los matices…

“Me pasó que me sentía incómodo y nervioso.

Llegué a estar 40 minutos de desesperación y nerviosismo.

Pensaba en muchísimas cosas a la vez porque como no estaba haciendo ‘nada’, ninguna actividad, me concentraba en mis pensamientos y pensaba en muchas, muchísimas cosas…

Descubrí que puedo estar aburrido durante mucho tiempo y que puedo usar mi mente para pensar demasiado en poco tiempo. También descubrí que puedo estar pensando en muchas cosas a la vez.”

(Nicolás)

-¡Estoy aburrido!

-Buenísimo. Es un estado muy enriquecedor, estimula tu creatividad, tu sensibilidad, tu conocimiento de vos mismo y del mundo…

Éste es un diálogo posible con mis hijos y, casi con certeza, con mis alumnos y alumnas del taller de filosofía.

“La verdad es que ‘hacer nada’ me inquietó, porque siempre tengo que hacer algo o tengo que moverme o cantar. Se me pasó muy largo…

Llegué a estar una hora y diez minutos.

Pensé en cosas diferentes de las que pienso todos los días.

Creo que descubrí que está bueno a veces no hacer nada porque es como que te desconectás de todo y sólo te importa no hacer nada.”

(Elena)

“A mí me pasó que me aburrí mucho; al principio no estaba tan mal pero después me empecé a incomodar y a aburrir. Se me pasaban muchas cosas al mismo tiempo y no pensaba en nada en especial. Descubrí que no puedo estar mucho tiempo sin hacer nada y que no puedo estar literalmente sin hacer nada.”

(Martina)

 

«Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia, que tiene otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraria a nadie no es filosofía. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene éste uso: denunciar la bajeza del pensamiento en todas sus formas.
(…) Denunciar en la mistificación esa mezcla de bajeza y de estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las víctimas y sus autores. En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo y afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hacer hombres que no confundan los fines de la cultura con el provecho del Estado, la Moral o la Religión. Combatir el resentimiento y la mala conciencia que ocupan el lugar del pensamiento. ¿Quién a excepción de la filosofía se interesa por ello? La filosofía como crítica nos dice lo más positivo de sí misma: empresa desmitificadora. Y, a éste respecto, que nadie se atreva a proclamar el fracaso de la filosofía. Por muy grandes que sean la estupidez y la bajeza serían mucho mayores si no subsistiera un poco de filosofía que, en cada época, les impidiera ir todo lo lejos que querrían. Le prohíbe respectivamente, aunque sólo sea por el qué dirán, ser todo lo estúpida y lo baja que cada una por su cuenta desearía. No les son permitidos ciertos excesos, pero ¿quién, excepto la filosofía, se los prohíbe?».

Esto dice Deleuze, pensando en y desde Nietzsche, en Nietzsche y la Filosofía.

La filosofía sería un porque sí que lleva más allá del porque sí. En su ejercicio mismo nos lleva a cuestionar lo establecido, ¿más poderoso hoy que en otras épocas de la humanidad?… Probablemente. Sobre todo si, a los poderes que Deleuze enuncia (Estado, Moral, Religión)  le agregamos –dicho esto con todo respeto- el Mercado.

«Lo que me pasó fue que se me pasó muy lento, entonces llegué a los 45 minutos con música o sin. No sentí nada, lo único que sentí fueron las letras de las canciones que no podía cantar. Mis sentimientos y pensamientos no aparecieron porque mi técnica era tildarme, pero en lugares en que estuviera calmo y solo para que nadie me destildara. Descubrí que es aburrido estar quieto, pero está bueno, porque hace que te olvides de cosas que te joden y te querés olvidar… Sirve pero te aburre. Recomiendo hacerlo después de comer o antes de irte a dormir.”

(Francisco)

“Lo que me pasó es que me sentí un poco relajado pero con mezcla de rareza, ya que nunca lo había hecho. También los pensamientos me invadían, sobre todo lo que tenía que hacer y todo lo que podría estar haciendo.

Llegué a estar veinte minutos sin hacer nada.

En esos veinte minutos pensaba cosas que no quería hacer, como hacer toda la tarea que me dan para entrar al Buenos Aires. Por mi imaginación pasaba mi perro, ya que siempre estuvo al lado mío.

Descubrí que la música no me ayuda a no hacer nada, salvo que sea una canción que no me gusta.”

(Ian)

En todo esto pensaba -o tal vez en nada, tal vez simplemente disfrutaba de mi aburrimiento- hace unos años, cuando se me ocurrió “inventar” este ejercicio que llamé “no hacer nada” y al que, para enfatizar su efecto “filosófico” de ir contra la corriente, un poco con humor, un poco sin temor al riesgo, se me ocurrió que sería bueno como “no tarea” para las vacaciones de invierno. De hecho se me apareció todo junto.

“El sábado hice tres minutos, no llegué a los cinco; lo intenté con música pero no pude. El domingo lo volví a intentar y pude estar los cinco minutos -¡¡sin música!!-. El lunes intenté los diez minutos y me cansé a los seis. Desde ese lunes me rendí y no lo hice más. Sentía que nunca iba a poder estar diez minutos sin hacer nada; entonces no lo seguí. Sentía que no iba a poder porque me conozco y conozco mi personalidad. En los cinco minutos pensé en lo que iba a hacer en las dos semanas de las vacaciones de invierno y con quién… ¡Descubrí que sólo puedo aguantar cinco minutos!”

(Fiamma)

“A mí me pasó que llegaba un momento en el que no sabía en qué posición ponerme y casi me quedaba dormida.

Llegué a estar una hora y diez minutos.

Me concentraba en las letras de las canciones que estaba escuchando… Hasta que pasó una canción de Calle 13 que me hizo pensar en lo que pasaba en el mundo con la violencia.

Descubrí que tengo un montón de canciones en el celular que no me gustan.”

(Miranda)

Seguramente también aportó lo suyo el libro de Roger Pol-Droit y Jean-Philippe Tennac, “Tan locos como sabios”, al que tenía muy presente, en el que los autores se dedican a narrar pequeñas –o no tan pequeñas- anécdotas de filósofos de la antigüedad, en las que se evidencia que no sólo se hace filosofía con palabras sino también con actos. En sus actos estaba implícita su filosofía o directamente eran la filosofía misma.

Buscando en internet –ya que no tengo el libro a mano en este momento- me encontré con esta breve y curiosa reseña del mismo, en la que me sorprende la mención al aburrimiento: “Este libro rescata y recrea algunas escenas perturbadoras de la filosofía antigua, como la muerte de Heráclito, las tentaciones de Diógenes, la tacañería de Platón, la busca del dolor de Aristóteles o la convicción suicida de Séneca. Los autores demuestran que la filosofía, nacida de la sorpresa y el desquicio, jamás ha sido aburrida.”

“Llegué a estar 30 minutos sin hacer nada. Cuando no hacemos nada, nuestros pensamientos y nuestra imaginación pasan a ser lo más importante: Al no hacer nada, inevitablemente pensamos, es nuestra única acción en ese momento. Buscamos y entramos dentro de nuestra mente y memoria, nuestro palacio de recuerdos e ideas, ahí tenemos todo lo que forma nuestra personalidad. Buscamos, encontramos y estudiamos atentamente cada detalle y pensamiento, cada momento que recordamos, cada uno de los elementos que nos hacen ser quienes somos.”

(Ana)

 

El ejercicio, tal como lo describo en Hacer filosofía con filósofos en edad escolar. Compartiendo una experiencia y sus huellas, es así:

Les digo a los chicos que les voy a dar una tarea –generalmente en la última clase antes de las vacaciones de invierno-, luego aclaro que se trata de una tarea “mental”, y empiezo a dictar las consignas: “El título es No hacer nada…”; ya ahí empiezan las preguntas inquietas, divertidas, desafiantes, que no paran hasta que se hace la hora de irse. La “no tarea”[1] consiste en “no hacer nada” en algún momento durante cinco minutos el primer día de vacaciones, diez minutos el segundo, y así ir aumentando sucesivamente hasta donde lleguen. La única “actividad” que pueden llegar a hacer en simultáneo con este “no hacer nada” es escuchar música –pero no bailar ni cantar ni otra actividad relacionada con el escuchar música-.[2]

Muchas veces, por no decir siempre –pero no en todos los casos-, estas experiencias ya nos ponen en contacto con las preguntas -¡si hasta se dispararon un montón sólo al dar la consigna!-… Y éstas, por supuesto, son bienvenidas.

“Yo en realidad hice la no tarea pero no tal cual, porque no me sentaba todos los días a no hacer nada, sino que fui a la quinta de mis tíos que está en el río (una especie de orilla) y no había internet, así que estuve bastante tiempo sin hacer nada.

Mientras estuve sin hacer nada reflexioné de todo un poco. Aunque debo aclarar que a veces escuchaba música y sólo la tarareaba. Reflexioné básicamente acerca de mí y de mi vida, mis amigos y amigas, mi familia, mi futuro colegio, cómo soy yo, qué tengo que cambiar de mí, entre otras cosas…

Reflexiones:

¬ A veces siento que hago las cosas mal y no sé si es sólo que lo siento o que en serio tengo que cambiar.

¬ ??????????????, estuve organizándome un poco; cuándo y dónde hacer las tareas, cómo, cuándo y dónde estudiar, entre otras cosas.

¬ Estuve medio preocupada porque rendí un parcial para el Pellegrini con fiebre y faringitis, no creo que me haya ido muy bien. Y después soñé que me sacaba un 68. Pensé acerca de las consecuencias.

¬ Creo que soy bastante celosa con algunas cosas u tengo que cambiarlo.

¬ Reflexioné acerca de QUÉ VOY A HACER EL AÑO QUE VIENE SIN 7º… Si tanto los extraño en las vacaciones, el año que viene no voy a saber qué hacer, sí o sí nos vamos a tener que juntar.

¬ Reflexioné acerca de que no vale la pena pelear por pavadas.

¬ Reflexioné sobre otras cosas que no quiero escribir o no me acuerdo.

Descubrí muchas respuestas acerca de dudas sobre mí o sobre mi vida.”

(Mora)

La tarea no hacer nada también fue adaptada al formato primer grado, y su principal diferencia fue hacerla en clase –con lo que además se transformó en un “no hacer nada grupal”– y sólo unos pocos minutos. Lo más llamativo fue “lo que generó el no hacer nada, en silencio, durante un rato… hubo una imperiosa necesidad de ruido apenas terminó el momento de silencio, y después comentaron lo que habían pensado y sentido durante ese rato”.

(Javier Fernández Mouján: Hacer filosofía con filósofos en edad escolar. Compartiendo una experiencia y sus huellas, Capítulo 8: El futuro llegó, Ediciones del Banquete, Buenos Aires, 2013)

“Duró 1 hora y 30 minutos.

Al principio me costó, pero me acostumbré y estuve unas tres canciones ‘haciendo nada’, hasta que empecé a sentir una presión en todos los músculos, sobre todo en las pestañas. Pasado un rato me olvidé de la presión y me quedé dormido por unos cinco minutos y después me desperté. Escuché una playlist de 19 canciones de 4 minutos cada una. Pensé muchas cosas, todas inútiles. Reflexioné sobre varias cosas que juegan pequeños papeles en la vida. Cuando terminé el ejercicio corrí un poco para liberar presiones…”

(Ramiro)

“Me quedé sentado en un cómodo sillón de cuero y reflexioné sobre las cosas que me pasan a mí en la vida. Llegué a estar aproximadamente setenta y cinco minutos sin hacer nada. Descubrí que con este ejercicio la filosofía es como un cuarto de papel al que lo llenan de dibujos y pensamientos.”

(Joaquín)

[1] Así la llamamos cariñosa y humorísticamente la última vez.

[2] La preguntas y comentarios que brotan espontánea y entusiastamente son como éstas: “¿pero cómo no hacer nada?, no se puede, siempre estamos haciendo algo”, “¿se puede respirar?”, “¿cómo te vas a enterar si la hicimos, si es una tarea mental?”, “¿puedo ver televisión?”, “¿con los ojos abiertos o cerrados?”, etcétera.

Citas bibliográficas:

  • Lewis Carroll: Alicia en el País de las Maravillas.
  • María Zysman: Ciberbullying, Paidós, Buenos Aires, 2017.
  • Gilles Deleuze: Nietzsche y la Filosofía, Editorial Anagrama, Barcelona, 2006.
  • Roger-Pol Droit y Jean-Philippe de Tonnac: Tan locos como sabios. Vivir como filósofos, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004.
  • https://www.libro-e.org/2016/10/descarga-libro-tan-locos-como-sabios-pdf-de-droit-roger-pol-y-de-tonnac-jean-philippe/
  • Javier Fernández Mouján: Hacer filosofía con filósofos en edad escolar. Compartiendo una experiencia y sus huellas, Ediciones del Banquete, Buenos Aires, 2013.

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Javier Fernández Mouján Es psicólogo con intereses y mirada amplia y docente con una nutrida y variada experiencia –en cuanto a edades (de preescolares hasta adultos), instituciones (Escuela Del Sol, Universidad de Belgrano, Universidad Maimónides, etcétera) y temas (de psicología, filosofía, taller literario)-, es también poeta, amante de la música, de la literatura, del cine, del buen vino, de la comida, del fútbol, de los amigos, de la vida. Ha escrito y publicado numerosos artículos sobre psicología, poesías, y un libro sobre sus clases de filosofía con niños y adolescentes, llamado «Hacer filosofía con filósofos en edad escolar Compartiendo una experiencia y sus huellas» (Ediciones del Banquete, Buenos Aires, 2013).

Teoría: «Miguel Cantilo: contracultura y alienación en los primeros setenta», por Marcelo Mendéz

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Cuando Pedro y Pablo, dúo que conformaban Miguel Cantilo y Jorge Durietz, da a conocer Yo vivo en una ciudad, en 1970, hacía ya unos años que Cantilo afinaba su particular forma crítica de ver el mundo. Una visión, a la que no le va mal el rótulo de contracultural, tras la que latían las formas de vida propugnadas por el hippismo, las voces antisistema moldeadas en el mayo francés y un modo tan alejado de la política partidaria como porfiado a la hora de oponerse al totalitarismo, puesto en práctica durante la dictadura de Onganía. El cuestionamiento al trabajo alienado tiene en esta visión que desarrolla Cantilo un lugar de peso. Varias de sus primeras canciones hacen foco en ese tópico.

Como se sabe, entre los distintos movimientos que impugnaban el status quo en aquellos años fue el hippismo el que más fuertemente impactó en Cantilo quien tomó parte de experiencias comunitarias que tuvieron lugar en Buenos Aires, en una casona de la calle Conesa que da nombre a uno de sus discos y en la por entonces pequeña localidad rionegrina de El Bolsón.

De todos modos, era evidente que una poética que aunaba belleza y combatividad, no iba a limitarse a los mandatos de una única arista de la subcultura de esos años. Así, en su imperdible libro Chau, loco, Cantilo menciona la atención con la que supo seguir las alternativas del mayo francés. Esto ya se consignó, pero importa considerar que si esos acontecimientos tienen en común con el hippismo su juvenilismo a toda prueba, mayo del 68 es también la presentación en sociedad a los ojos del mundo, de la nueva izquierda, como se llamó por entonces a los grupos trotskistas y maoístas que estaban revitalizando el marxismo, contra el burocratizado PC soviético. La Argentina experimentará esa irrupción un año más tarde durante el Cordobazo.

Asimismo, conviene no perder de vista que las letras de Cantilo tienden puentes con el graffiti político, ingenioso y estetizado, que esa contracultura del 68 supo producir. Algunos de sus versos, tales como “Es mejor tener el pelo libre/que la libertad con fijador” o “con el as de espadas nos domina/ y con el de bastos entra dar y dar y dar”, ambos de “La marcha de la bronca”, o mejor, “nos han sintetizado la forma de existir” de “Vivimos, paremos” trabajan sobre una estructura similar a la que utilizaron los estudiantes franceses, focalizándose aquí en denunciar las obsesiones y el modo de funcionamiento del onganiato. Son letras extrapolables de su contexto artístico y que pueden reproducirse en cualquier pared.

La crítica al trabajo alienado es un problema sobre el que todas estas vertientes que conforman la poética de Miguel Cantilo convergen. Tal como lo planteó Marx en sus manuscritos económico-políticos es a causa del trabajo alienado que “el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño” (Marx, 1995: 106). Está en la base de esta problemática que “cuanto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo, extraño, objetivo, que crea frente a sí, y tanto más pobres son el mismo y su mundo interior” (Marx, 1995: 106). De un modo más intuitivo, Cantilo comprende la gravedad de este problema, lo toma y lo vuelca en sus canciones.

“Yo vivo en una ciudad”, una  canción emblemática que delimita y caracteriza el espacio por excelencia del yo lírico de Cantilo, la ciudad de Buenos Aires[1], lo presenta con claridad:

Yo vivo en una ciudad/donde la gente aún usa gomina/donde la gente se va a la oficina/sin un minuto de más. Nótese que este texto fundacional, funda más una ciudad alienada que una ciudad sin más. La gomina, ya residual en 1970 -ese aún que anota Cantilo lo delata- todavía adecuaba el cabello de los varones a las rígidas, “engominadas” exigencias del mercado laboral y de la sociabilidad predominante de entonces. Engominado, el pelo pasaba por lo que no era[2], bajaba el copete, estrictamente, se alienaba, en las cabezas de estos muchachos de antes que sí usaban gomina.

Esa oficina a la que la gente se dirigía sin un minuto de más (mi subrayado) es un espacio bastante requerido por los roqueros argentinos. Entre las pocas excepciones se cuenta el Pato de Moris que como es sabido, “trabaja en una carnicería”[3]. Tal vez porque sus músicos provenían mayoritariamente de entre las capas medias, el rock nacional se ocupa más de la oficina que de la fábrica[4]. Pero ciertamente le confiere a la oficina dinámicas propias de lo fabril: el trabajo en serie, rutinario, repetitivo -amigo/cuidate de la rutina/que es como una carabina/que tira a repetición- dicen otros versos de Cantilo. La oficina es percibida como un dispositivo de alienación, dispositivo que incluye un exigente manejo del tiempo, tópico encapsulado en ese “sin un minuto de más” que cierra la estrofa, pero que reaparece en los versos que inmediatamente siguen: “Yo vivo en una ciudad/donde la prisa del diario trajín/ parece un film de Carlitos Chaplin/aunque sin comicidad”. Es duro trajinar, que duda cabe –la lucha es cruel y es mucha, dice Discepolo, y resulta oportuno mencionar entonces que “Yo vivo en una ciudad” luce definidos aires tangueros-, pero los relojes de la patronal le sobreimprimen al trajín una prisa excesiva. El trabajo en el capitalismo se vuelve chaplinesco por la absurda velocidad que deben alcanzar los trabajadores en la producción y también lo es, en un doble movimiento de afiliación y desplazamiento que pone en juego Cantilo, porque “Tiempos Modernos” es la más específica crítica hecha desde el arte cinematográfico a esa “prisa del diario trajín”, a la alienación del trabajo en el siglo veinte.

Finalmente, se comprende que el yo lírico no se excluye del conjunto y opone como política un andar ralentado a esta rapidez que busca generar más plusvalía: “porque no soy más que alguno de ellos/ sin la gomina/sin la oficina/con ganas de renovar”.

Otro tema de los primeros tiempos de Miguel Cantilo que resulta insoslayable para esta ponencia es “Vivimos, paremos”, título que inmediatamente propone una necesidad de corregir el rumbo o aún de recomenzar de cero toda actividad humana. La dimensión temporal, reducida a mero apuro organizado, ocupa de nuevo un lugar central: “Vivimos en un tiempo, sin tiempo que perder”. El primer verso pone de relieve esa reducción: la época corre tras los mandatos del reloj, que sobrecargan la vida humana. Esta exigencia pronto reaparece: “luchamos como bestias tratando de frenar/los días los relojes automáticos y la natalidad”. En el presente en el que irrumpe la música de Cantilo no se trabaja, se lucha de modo bestial, excediendo incluso el dictum discepoliano de “Uno” citado más arriba. En ese exceso está la alienación. La lucha es contra el reloj automático –novedad de aquellos años-, que por un lado trae a colación aquellas palabras de Julio Cortázar en sus Historias de Cronopios y de Famas: “No te regalan un reloj. Tu eres el regalado. A ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj” (Cortázar, 1962: 28), pero también, en un plano más macro se lucha contra el inexorable paso de los días y contra la natalidad, objeto de una creciente planificación que Cantilo parece ver como otra forma de intervención del Estado sobre los sujetos.

Lo que sigue, en esta canción de notable actualidad –Cantilo siempre logra ser actual y algunas veces profético- como cuando con “Telefonito, holá” se burló de los primeros celulares, que hoy se burlan de todos nosotros, son versos que demuestran que los medios hegemónicos de hoy no han inventado gran cosa: “y cuando nos libramos/ del yugo laboral/ la vida está dictada/ ya por televisión/usted comprará aquello y hará esto/debe hacerlo/ porque refresca mejor”. Se denuncia de nuevo que el trabajo alienado impera, porque si el trabajo es un yugo del que hay que librarse, entonces la alienación es tangible. Completa y profundiza esa degradación del trabajo su articulación con los mass media: la vida en el tiempo libre está dictada por la televisión, que dirige los consumos de los televidentes. En la impugnación de una publicidad que se expresa dando ordenes, Cantilo parodia la propaganda de Coca Cola,  paradigma de la sociedad de consumo y marca de la influencia norteamericana en ella.

“Nos han sintetizado la forma de existir”, sintetiza, justamente, Cantilo, que no olvida mencionar que el hippismo buscó una salida diferente que fue mal vista por el decoro burgués: “La luna transmitida/doblada al español/y por toda poesía/alguien habló de amor/  Habló de amor y paz y le dijeron/que tenía el pelo sucio/ de malvón. La denegación de valores universales con la excusa de alguna cabeza poco afecta al shampoo impacta: y sin embargo esa lógica rige hasta hoy para cualquier asunto público.

Para terminar, la última estrofa refrenda todo lo dicho y enclava esas formas de la alienación en el corazón de la Argentina contemporánea, pero alude a la libertad, mediante un uso de la intertextualidad que resuena con fuerza en nuestro suelo: “Mañana cuando fiches/tu vida un poco más/recuerda que a tu espalda/revienta un sol de paz/ “Debemos rescatar lo que nos queda de ese grito sagrado/ Libertad” “Libertad/libertad, libertad”.  No es casual este juego intertextual con el himno. Cantilo habla de un problema que aqueja a toda la sociedad occidental, y se nutre con reflexiones surgidas en los países centrales, pero el eje de su reflexión es siempre nacional.

La preocupación de Cantilo por cómo se trabaja y se vive regresa con “Tiempo de Guitarra” que en una pirueta notable promueve la inversión de un conocido verso de “Mi noche triste”, de Pascual Contursi -“La guitarra en el ropero todavía está colgada”, que vira a “La guitarra en el ropero ya no está colgada/ya no está colgada” como si se opusiera la rebeldía de la cultura rock a la postura presuntamente más contemplativa del tango. Enseguida la canción disloca en pocas líneas la conocida fábula de la cigarra y la hormiga: “esa maldición de las hormigas/que van caminando a la oficina/oh no/pero que pálida vida/esas hormigas en fila/y por detrás la cigarra/que va tocando guitarra. La canción crea una versión cuestionadora de la fábula y rechaza frontalmente a la canónica, cuando dice: fábula maldita la que narra/que murió de frío la cigarra.

Un último acercamiento a estos modos deprimidos del trabajo humano es el que se presenta, de manera más oblicua, en “Che ciruja”, donde Cantilo levanta cierta libertad implícita en la economía de recolección de los cirujas frente a las trampas en las que ha encallado el trabajo contemporáneo.  Su tema se integra a la virtuosa línea que conforman el poema de Baldomero Fernández Moreno  dedicado “A un montón de basuras”, en 1917, y “Basuras al amanecer”, que Joaquín Giannuzzi publicara en 1977. Los tres dotados con una familiaridad humana y estética en el trato con lo “bajo”.

“Sin despertar al sol que está de espaldas/y duerme siempre con un rayo abierto/viene el ciruja lento como un muerto/por la basura buscando esmeraldas”.

El texto abre con una estrofa notable: el ciruja se desenvuelve a espaldas del sol que es –con su rayo abierto- el guardián ante la ley del yugo diurno. Además, contra la velocidad alienante de los verdaderos muertos, el ciruja es lento “como un muerto” y en vez de un sueldo, esa paga confabulada con la alienación, busca, todavía, esmeraldas.

Sólo el ciruja tiene la facultad de buscar y creer –y es sumamente móvil- en la estelar quietud que plantea la siguiente estrofa.

“Entre la luna, lágrima de mármol/ y el viejo elenco de astros parpadeantes/mete la mano en tachos repugnantes/ para sacar estrellas bajo un árbol”. Solo la estrella merece ser buscada y esa persecución tiene lugar en la noche del ciruja. A todo el que no es ciruja –vale como hipótesis- sólo le queda integrar viejos elencos que apenas parpadean. La estrella se saca de tachos repugnantes para la voz que narra. Contra el panorama que presentaba Marx, esa ajenidad del trabajador frente a lo que ha producido, el ciruja hace propio todo lo que encuentra.

La canción llega a su climax: “Che ciruja, te regalo/ el vaciadero de mi yo/investigame a fondo las entrañas y el corazón que cría telarañas/ arrancame tu dolor. Detrás del ingenioso juego de los pronombres (“arrancame tu dolor”) hay un juego de subjetividades.  El que narra, un observador ligado a las formas alienadas de la vida, se rinde ante el ciruja (te regalo, el vaciadero de mi yo). Su yo como otro tacho repugnante cualquiera, en el que lleva el dolor del ciruja, una epifanía de lo social y quizá alguna estrella que el no sabe buscar. Una clara metáfora del alienado.

Tal vez sea la lejanía de todo anclaje territorial o político en sentido estricto la que permite que las letras de Miguel Cantilo desemboquen con tanta agudeza y frecuencia en estos temas capitales. Como si Cantilo (al mismo tiempo un cantautor culturalmente tan argentino y tan porteño) solo hiciera pie, sólo tuviera su íntima nación, si se deja pasar el adjetivo borgeano, en ciertas formas de vida que se oponen a las que señala la lógica dominante. Algo de eso, sin duda, lo circunda. Esta misma noche, para una muchedumbre o para diez personas, Miguel Cantilo levanta desde algún escenario, su voz rebelde y contracultural ¿cuánto más que eso puede ser el rock and roll?

 

 

[1] Las canciones campestres de Cantilo, que acompañan o evocan su experiencia hippie, no proponen un espacio hegemónico sino un escape de la ciudad que vuelve a ponerla de relieve por la negativa.

[2] Por esos años, surgían productos que operaban en contra de la proverbial gomina: peinado achatado/peinado con Alerta, proclamaba la publicidad televisiva del fijador Alerta.

[3] Habrá que esperar muchos años hasta que el “Homero” de Pity Álvarez, presente un acabado proletario en el rock argentino.

[4] Es también un tópico visitado por la literatura: Roberto Mariani, Ezequiel Martínez Estrada, Abelardo Castillo y Luis Gusmán, entre otros, han abordado el tema.

 

Marcelo Méndez es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, en cuya Facultad de Filosofía y Letras es docente de Literatura Argentina del siglo XX. Ha publicado diversos textos críticos en revistas especializadas así como el libro Literatura argentina y otros combates.