«Solo el ruido», por Gustavo Monsalve

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Rubén se sienta a tomar un mate amargo y la silla de madera cruje. La bombilla está sucia en el extremo de donde toma y la pava abollada reposa sobre una valerina ennegrecida que la separa de la mesa que renguea. Su departamento está debajo de la terraza y el ruido de las cañerías se escucha con fuerza. El sonido, a esta altura, es un gruñido de un perro viejo y enojado. No lo molesta para nada. Le recuerda a su abuelo, a sus noventa y dos y el ruido que hacía al tragar. «Es el mismo», piensa. Su abuelo lo había convencido de que tenía poderes. Le mostraba cómo podía llevar su pulgar hacia atrás, hasta tocarse la muñeca en una flexión imposible. «A todos les cuento que es una lesión de cuando era arquero en River, lo inventé para no asustarlos, no soy de este planeta. Solo funciona de noche». Rubén era chico y lo escuchaba asombrado. Ahora, apoya el mate en la mesa, se concentra e intenta empujar su pulgar hacia atrás, se le va formando una sonrisa mientras fuerza la articulación. Eso funcionaba para su abuelo, además no era de noche.

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«Telón de boca», por Lara Salinas

 

Puerta del SolFotografía: «Puerta del sol» de Zdenek Tusek (República Checa, 1979)

 

Hay días en los que le dejo el mate cocido con leche en la mesita de luz y me despide con un resoplo, un gruñido entre dientes. Ni me dirige la mirada, es como si estuviera enojado; esos son los días en los que casi no hablamos. Entonces salgo de la habitación triste por haber sido expulsada y lo dejo solo, como quiere, con los ojos tenues, cansados, viejos y oxidados apoyados en la nata de la leche que flota haciéndole burla, faltándole el respeto, descarada. Prefiere esa compañía.

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«Como el hamster en su ruedita», por Virginia Gallardo

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No puedo cruzar la calle. Tengo que seguir una línea sin interrumpirla. El salto al vacío podría significar la muerte. Voy tocando las paredes, rugosas, sucias, con mis manos ásperas, que alguna vez fueron delicadas. Ya ni sé por qué salgo. Será para tomar aire… Hace tiempo que ya perdí las esperanzas. Camino las mismas cuadras todos los días, doy vuelta a la manzana. Pan, queso, jamón, tomate, agua y cerveza. Para qué comprar otra cosa si es lo que me gusta. Y no da trabajo. Porque no hago nada… y estoy orgullosa de eso. Tengo que tener la cabeza libre para pensar en lo importante, en el pasado, ver los errores, aprender, usar la creatividad, y así poder hacer las cosas mejor en el futuro. Qué futuro se preguntarán algunos. A mí me enseñaron a ser optimista, a no dejarme vencer ni aún vencida, aunque mi cabeza ruede en el campo de batalla al grito de la victoria, bueno, o algo así, no me acuerdo. Algunos dicen que soy joven. Lo dicen los que tienen mi edad, claro. Seguir leyendo ««Como el hamster en su ruedita», por Virginia Gallardo»

«Mōbilitās mortis», por Virginia Cano

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Tengo un cadáver lesbiano en mi placard y no sé qué hacer con él. Lleva muchos años metido ahí y cada vez ocupa más lugar. Ya ni si quiera me entran las bombachas ni los boxers. No importa cuánto lo desmiembre, o con cuanta meticulosidad separe los tejidos putrefactos de los huesos, o cuan prolija sea a la hora de apilar las tripas y los pulloveres, no consigo hacer que ocupe menos espacio. A esta altura me cuesta calcular la cantidad de masa ósea y de tejido en constante des/composición que ha inundado por completo los cajones de abajo. Las piernas, que ya son más de diez, están colgadas entre mis camisas o plegadas a mis pantalones. El cerebro se resiste a quedarse quieto y viene yirando por el placard sin un patrón aparente. Temo que en cualquier momento comience a auto-reproducirse como lo hicieron los miembros inferiores y las bolas de pelo. El resto de los órganos mutantes se distribuyeron entre los recintos superiores de la cajonera y el estante de abajo donde guardo los zapatos.

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La ficción y sus peligros

por Karina Boiola

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El diccionario de la RAE define al peligro como: 1) “Riesgo o contingencia inminente de que suceda algún mal” y 2) “Lugar, paso, obstáculo y situación en que aumenta la inminencia de un daño”. En sus dos acepciones, la definición del diccionario me parece interesante para pensar las formas en que el significante peligro engloba una serie de sentidos que han sido muy productivos para la ficción. Es decir, me voy a abocar, en lo que sigue, a discurrir sobre el peligro como el motor –o uno de los motores– de discursividades heterogéneas.

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«Pool», por Nicolás Pose

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La bola se desliza por el paño mientras los ojos de los presentes, azorados, somnolientos o bien abiertos, aguardan con cautela el destino que el jugador le ha dado a la bola que continúa rodando, más lenta que al principio, y que, caprichosa, golpea en ambos flancos de la buchaca, imprime suspenso a la conclusión del tiro, los ojos de algunos parecen congelarse, y entonces, la bola entra como pidiendo permiso y todos festejan  como si un espermatozoide hubiera alcanzado el óvulo.

 —¡Vamos, carajo! — grita Jorge.

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«Burbujas», por Isabel Lacatol

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Marina me pasó a buscar con una campera nueva. Su mamá se la había comprado a la señora de planta baja, que vendía ropa por catálogo. Era martes, no teníamos tarea. La campera le iba grande de mangas, se las había doblado, parecía un muñeco inflable, no le dije nada, ni siquiera le pregunté si la campera era nueva. En poco tiempo oscurecería, íbamos a tener que cenar, después un baño y al otro día ir a la escuela.  Dejábamos que el tiempo pasara, dábamos vueltas por el monoblock, no sabíamos qué hacer. Con el viento, la campera de Marina se inflaba, la hacía verse más grande, no se lo comenté.

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«Las cinco hermanas», por Ignacio Bosero

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“Un valor que no tiembla es un valor muerto”.                

Gaston Bachelard

 

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La mañana que llegué a ese lugar de la sierra el calor era agobiante. Necesitaba bañarme en un río, por horas, y tirarme en una piedra enorme de millones de años. ¿Concretaría mi pequeño sueño?

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«Pormenores de una intrusión», por Oliverio Coelho

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Llegó al taller mecánico pensando que si se trataba sólo de una limpieza de inyectores, la sacaba barata.

Observó a Ramón en el fondo, agachado, casi un santo que comenzaba a administrar milagros en un quirófano monumental. Una racha de luz se colaba por el techo de chapa y enmarcaba su cara gruesa, rematada por una barba mefistofélica, mientras calentaba en un anafe un jarrito con mate cocido.

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