Sin esperar nada

Cuento 

por Griselda García 

 

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Había llegado a la madrugada con el fastidio de haber estado todo el día encerrada en la pieza. La luz de la calle caía en el empedrado que la multiplicaba en mil matices de lluvia. Habían dado el alerta meteorológico y el agua se estaba preparando para soltar toda la furia.

Traverso se armaba un cigarro con un aparatito parecido a una alfombra sin fin. De vez en cuando detenía la tarea y sorbía el mate ya frío. Yo seguía con ginebra y cada tanto, por no despreciar, le aceptaba un amargo. Cuando venían otros no les servía nada, sólo a él. Cada vez menos, pero venía desde hacía mucho. Algo quedaba rebotando en su cabeza. Parecía que no pensaba pero sí. Algo pasaba ahí adentro.

Yo me sacaba los pelos de las cejas. Siempre con la pincita. Tenía seis dando vueltas. Si al salir me la olvidaba tenía que conseguir una sí o sí. Era un pasatiempo. El espejito, en cambio, estaba siempre. Alguna vez había sido dorado, con un cierre de broche que hacía un clic de intimidad. Ahora estaba grasiento de años de cosméticos baratos.

—Yo te lo hago debutar, no hay problema.

—¿Cuándo te lo traigo? Favor por favor.

—Gratis no. Te hago precio. Por los viejos tiempos —dije. Lo escuchaba sin dejar la pincita.

—No seás yegua.

—Si no que vaya con otra. Pero un buen negocio dos veces no lo hacés. Pensalo.

Dejó extinguir el pucho y se acomodó en el catre, que chirrió. El hijo tenía una noviecita y no quería quedar mal. Que pagara como todos. La primera mujer hay que pagarla del propio bolsillo. Era su deber de padre transmitírselo.

A Traverso lo recibía los viernes a la noche. Venía a eyacular una semana de presiones, se sacaba el asco conmigo. Una vez se enteró que le di su hora a otro y casi más me desfigura la cara. Los viernes son míos, Nancy. Eso dijo. Cada viernes me llenaba el departamento de botellas que, una vez vacías, formaban una pared de cristal. Aparecía cargado de bolsas de mercado con papas fritas, aceitunas, queso y galletas. A mí al principio esa rutina que trataba de establecer me daba ternura. Luego me pareció una estupidez. En el último tiempo, los quesos eran dos o tres distintos, las aceitunas, rellenas y la cerveza había cedido su lugar al vino.

Mucho después, la vida seguía y yo la dejaba pasar como una película muda. Me quedaba toda la mañana en la cama. Recordaba otras épocas de carencia, las comparaba con el presente. Casi siempre lograba sentirme muchísimo peor y lloraba hasta que los párpados se me hinchaban. En un momento tomaba el espejito, me miraba y decidía parar. Agarraba dos hielos envueltos en un trapo y los dejaba derretirse sobre mis ojos. La ginebra bajaba su nivel. Al principio él me decía: pará un poco. Después, se llamó a silencio.

Sonó un trueno. Traverso se armó otro cigarro y lo apoyó sobre el cenicero de lata. Se larga en cualquier momento, dijo y puteó: no encontraba los fósforos. Fue hasta la cocina. A veces hacía una mecha de papel, lo acercaba al calefón y encendía el cigarro con eso. Lo escuché rebuscando entre diarios apilados. Nancy, Nancy, decía, sin fuerza. Yo hacía equilibrio con la silla.

Se oyeron unos tiros hacia el lado del río. Pronto sonaría una sirena y al rato la nada. Así era siempre. Cerca del amanecer la luz teñía con timidez el contorno de los edificios y ni bien una se distraía, el sol aparecía naranja como un tigre. Ya empezaba a clarear. Traverso me pasó un mate.

 —¿Vino Soares? —preguntó.

—Hace rato que no pasa.

—A lo mejor no necesita, ya.

—Si vinieran sólo los que necesitan…

—No te pasés de viva conmigo.

Cuando empezaba a amanecer se ponía nervioso. Un día, más por mimarlo que por convicción, lo invité a quedarse. Al mediodía te amaso unos tallarines, le dije. Se largó a llorar como un chico. Quise armarle un cigarrillo pero se me cayó el tabaco y lloró peor. Vení, abrazame, Nancy, abrazame. Me senté atrás de él en la cama y lo acuné como a un hijo ingrato. No dijo nada, esa vez ni después. Empezó a tranquilizarse y el llanto se desvaneció. Se secó los mocos con la sábana y me dio un beso en la frente. Fue la única vez que me besó.

A veces, durante la semana, pensaba en él. Trataba de recordar su voz, su mirada. Pero no podía. Eran tantos que me confundía. A veces era la boca de Eugenio y la barba de Rubén; otras, la espalda ancha y un poco peluda de Ernesto, o los pies feúchos de Osvaldo. Se mezclaban. La estera de yute, tosca pero útil, había recibido zapatos, alpargatas y mocasines de distintas modas.

—Te pregunté si lo viste a Soares.

—Parala con Soares. Con el nene qué vas a hacer.

—Ya te dije, te lo traigo en la semana. No seás bestia, es chico.

—¿Cuándo te fallé?

—Tenés razón —dijo sonriendo.

Me apartó un mechón de pelo y me miró como se mira a un perro viejo. Se puso de pie. Era la hora.

—Será hasta el viernes —dijo.

—Hasta el viernes.

Dejó la puerta entornada y oí al perro de la vecina. Ladraba al escuchar pasos. Sonó el silbato del vendedor de rasquetas desde su bicicleta. Cada tanto traía figacitas de manteca. Yo le compraba para el mate. Esa vez ni ganas de bajar tenía. La luz había llegado con la fuerza de una verdad que hubiera preferido no conocer. Iba a dejar pasar la mañana sin moverme, mirando las paredes de la pieza y tanteando en la mesa de noche el vaso de plástico lleno o vacío de ginebra. Iba a dejar pasar la mañana sin esperar nada.

 

 

 

Griselda García (Buenos Aires, 1979) es escritora y editora. Estudió Diseño de Imagen y Sonido y Letras (UBA). Publicó los siguientes libros: Alucinaciones en la alfalfa (2000), El arte de caer (2001), La ruta de las arañas (2005), El ojo del que mira (2009), Hallucinations in the Alfalfa and other poems (traductor: Hugh Hazelton, Wolsak y Wynn, Canadá, 2010), La madre del universo, (relatos, 2012), Mi pequeño acto privado (2015), Ahora (2016) y Bouquet Garní + SPAM (2017). Se dedica al dictado de talleres de escritura creativa y al seguimiento de obras literarias en progreso. Se desempeñó como editora en La carta de Oliver y Ediciones Del Dock. En la actualidad dirige GG, editorial de narrativa y poesía.

 

 

 

El profesor Campos

Cuento

por Nicolás Pose

 

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El profesor Campos se quedó unos minutos pensando al ver que los alumnos, desinteresados de la evaluación, tomaban los celulares y los palpaban como si fueran objetos mágicos. Él tenía en las manos un libro y le pasó lo que nunca hubiera pensado que iba a suceder, porque por primera vez en su vida, se sintió solo, desubicado, como si ese libro que sostenía, en ese momento, lo hiciera sentir absurdo. Pero el profesor Campos no lo entendía, no podía, cómo, ahora, por primera vez, podía sentirse tan ridículo, sólo por el hecho de leer. Es culpa de los libros, fue lo primero que pensó. Todo es culpa de estos libros de mierda que además de darme cierto placer, algún conocimiento nuevo de vez en cuando, después de eso, no han servido para nada, para una mierda. ¿No alquilo un departamento de dos ambientes donde ni siquiera tengo un dormitorio para mi mujer y para mí por haber leído toda la vida en vez de haber hecho otra cosa? ¿No sería distinto el grosor de la billetera si nunca hubiera leído todos esos libros? Recordó todo el tiempo que había perdido deslizando los dedos por tanto, tanto papel, donde se mezclaban frases y frases y frases, y millones de letras, que combinadas, le habían entregado palabras que originaban en conjunto historias, historias que no le generaban dinero, que era lo que quería ahora. Fechas, hipótesis, nombres de autores, teorías, movimientos de vanguardia, y todo lo que antes le causara placer; ahora, en cambio, sólo podía ver encima de esa tapa que miraba concentrado, un destino de papel, un papel que no lo ayudaba en lo más mínimo, a lo sumo en una emergencia a limpiarse el culo. Y todos usaban el celular como si éste contuviera todo el tiempo que él había desechado en papeles. Tenía tanto papel en su casa que ya no sabía donde meterlo, y eso, que las paredes de su casa no estaban empapeladas como lo hacían antes sus abuelos o sus padres.  Para colmo, hoy en día, toda la gente vivía en ambientes reducidos, reductos, y sólo podían guardar lo necesario y nada más. No era una época para andar guardando o portar papeles. El papel sólo servía para limpiarse el culo y punto. Y el diario servía para limpiarse el culo también. Es por eso que estaba desubicado, el papel lo descompaginaba del momento que todos vivían, lo ponía afuera, como un gaucho dentro de un Farmacity.

Campos arrojó con violencia el libro sobre el escritorio y, por el ruido, los alumnos, asustados, olvidaron sus celulares por un momento y lo miraron. Pero él, ensimismado, con la vista  sobre la ventana del aula, parecía estar del otro lado del salón. Reaccionó y les dijo que se concentraran y siguieran con las evaluaciones.

Hacía años que Campos era docente y diecisiete desde que había comenzado la carrera de Letras en la Universidad. Era imposible olvidar los enormes bodoques de fotocopias que debía leer para dar los finales obligatorios de la mayoría de materias cursadas; y recordaba el interminable trámite molesto en el lugar donde devastaban a los autores con el tráfico de fotocopias que fluía libremente en la universidad y el centro de estudiantes monopolizando las fotocopiadoras obtenía jugosas regalías para luego irse a tomar cervezas. El trámite era molesto. Consistía en sacar un numerito de papel como si fuera el viejo ANSES y tal vez esperar una hora o más, o mejor era dejar una seña para que las copias te las entregaran al otro día, y qué molesto era el verano que estaba recordando, justo ahora, porque haría unos 35 grados, y dentro del centro de estudiantes fotocopiador de libros, ideas e ideologías, hacía 40 seguramente, entre el humo de cigarrillo, algún porro y el aliento de todos los que estaban ahí sumados a la falta de ventanas y de ventilación del lugar. Opresivo. Recordó el olor denso, irrespirable que salía de ese lugar, un aroma zoológico que representaba a estudiantes que esperaban en esa sala que provenían en su mayoría de la capital y el conurbano bonaerense.

Campos dijo que faltaban cinco minutos para que entregaran las evaluaciones. Escuchó algunos ruegos. Un poco  más de tiempo, por favor, profe. Campos no respondió. Continuó en lo que estaba, haciéndose el distraído, mientras miraba a un alumno morocho, flaquito, de pelo enrulado, que había estado prácticamente en la misma posición desde que había comenzado el examen.

-Ramírez, ¿qué le pasa? ¿Se siente bien?

El alumno no respondía. Hundió, lento, la cabeza, apoyó la frente contra la madera del pupitre, y dejó los brazos flojos, colgantes. Campos, preocupado, se levantó y fue hasta donde estaba Ramírez en esa posición de animal herido. Entonces le hizo las preguntas de rigor, las preguntas del protocolo que requieren los alumnos de escuelas públicas de todo el país: ¿comió algo, desayunó, tiene algún problema familiar, se siente bien, me quiere contar algo después de clase? Si quiere puede retirarse e ir a conversar con la psicóloga. Ramírez, le estoy hablando. ¡Ramírez!      También puede ir a hablar con la preceptora si quiere, o puede decirle a alguno de sus compañeros que lo acompañe al baño.

Pero Ramirez seguía en la misma posición y tenía los ojos cerrados, lo que daba temor a Campos. Finalmente, dirigiéndose a otro alumno que ya había finalizado la evaluación le dijo que fuera a buscar a Beatriz, la preceptora.

Una vez que hubo llegado, la preceptora, perpleja, miró a Ramírez y luego al resto del curso. Se acercó a él y le preguntó si estaba bien pero Ramirez continuaba inmóvil. Luego posó la mano en el pelo del alumno pero inmediatamente la retiró cuando otros alumnos empezaron a burlarse. Campos se acercó, enfurecido y le dijo a otro alumno que le pegara un cachetazo en la cabeza para ver si Ramírez despertaba. El alumno elegido, llamado Facundo, y apodado por todos como “Tuca”, le pegó tremendo cachetazo a Ramírez, y éste gimió, desfigurando la cara de la preceptora. Pero había funcionado, Ramírez estaba despierto y ahora se iba al baño con otro alumno. La preceptora lo miró mal a Campos y éste ni se mosqueó, continuó en su mundo de papeles perdidos.

 

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año.

«Segunda parte», por Nicolás Villarino

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Desde la casa que alquilo en Flores, ya adulto, ya independiente, a veces sueño que tengo que volver a Banfield. Que se está haciendo de noche y mamá me espera, Papá se fue hace dos horas, tengo que hacer el relevo, y en el sueño, engañado por una dimensión onírica palpitante, que parece esforzarse por ser verdad, me apuro para llegar porque no sé cómo va a ser el estado de cosas en Banfield. Llego y encuentro a Mamá en la cama, pero no acostada llorando, sino sentada apoyada en el respaldo, con una buena postura, para nada encorvada, de buen humor, con ganas de charlar. Me recibe, me abraza, me habla. Puede hablarme bien, las palabras le salen claras. Saca temas, quiere que cuente cosas, me pregunta cómo me fue en la facultad, dice que no estudie tanto, que viva más la vida, pero igual pregunta si me dieron la nota de la materia que rendí la semana pasada, dice la palabra “parcial”, conoce la instancia específica de evaluación, cosa que me sorprende. “Sí, Má, me la dieron, un ocho me saqué”.  “¡Muy bien Tomás!”. Siempre dice que soy “el diez”, pero ahora no me responde con números, sonríe como ya no me acordaba que podía sonreír.

“¿Comiste Mamá?”, le pregunto, porque aunque me deje llevar me doy cuenta de que no hay que bajar la guardia, hay que asegurarse de lo más importante. “Sí, comí una tarta de atún que hice y quedó la mitad, muy rica por si querés probar” ¡Qué increíble! me encanta, a ella nunca le gustó cocinar, fue una ama de casa sin hacer nada de lo que hacen las amas de casa. También hay jamón crudo con melón, que compró Daniel, no entiendo para qué hizo una tarta si Daniel le compró melón con jamón, que es su comida preferida, que Papá compraba cuando cobraba o más bien cuando hacía una plata importante, porque era más bien un lujo que se permitía traernos. Voy a la heladera y veo el jamón bien rojo, casi sin grasa, es un jamón especial y las porciones de torta altísimas, con muchos colores adentro, le habrá costado trabajo hacerla, pienso. Es una noche completa, siento que estamos de fiesta, no tengo que salir a llamarlo a Papá para que venga, hoy ya estuvo y Mamá no lo necesita.

Vuelvo al cuarto y la abrazo, es extraño sentirse así de aliviado en Banfield, como si no faltara nada, como si nos pudiéramos dar el lujo de disfrutar estar juntos, y en ese momento, el de sensación de felicidad, me despierto. Esa sensación, igual, me dura, me quedo en la cama unos minutos, suspendido, agradeciéndole a mi subconciente. No se me ocurre agarrar el teléfono para scrollear nada. Puedo hacerlo, además, porque es sábado, no tengo que saltar a la ducha para no llegar tarde al trabajo. Tengo que estudiar un poco –seguir insistiendo–, ordenar un poco la casa y después ir a ver a mi vieja a la clínica. Eso, por suerte va a ser dentro de un par de horas. Si tuviera que ir ahora el contraste sería muy fuerte, iría inconcientemente sobresaltado, expectante, y ella me esperaría como siempre y me impactaría no notar un avance aunque sea, sólo por haber soñado un pasado mejor mientras dormía tranquilo en el departamento que alquilo en Flores.

Voy mucho más temprano que siempre, la hora de visita es de tres a seis de la tarde, siempre llego a eso de las cinco, pero esta vez voy al mediodía. Vamos a ir a comer afuera por su cumpleaños, que fue el miércoles. Nunca fuimos a comer afuera desde que está en la clínica, hace cinco años. Lo que sí hicimos un par de veces fue ir a tomar helado, hasta que se pone nerviosa y se quiere volver.  En la semana había llamado a la psiquiatra que tiene de tutora para avisarle, me dijo que era una buena idea, que se pondría contenta y que le haría bien salir un poco, “a ver si se anima porque ella no quiere salir ni al patio y tampoco interactúa con nadie”se encargó de recordarme. Ayer la llamé a Mamá para avisarle que esté preparada, le dije que íbamos a comer lo que ella quisiera para festejar su cumpleaños y que era para hacer algo diferente y disfrutar. “Bueno” me devolvió, hubo un silencio, y volvió a hablar: “Bueno chau Tomás, te quiero mucho”.

Cuando la enfermera la trajo y vi su cara me di cuenta que no estaba cómoda con la propuesta, que la salida la había puesto muy nerviosa.

–¿Dónde vamos a ir? –me preguntó con la mirada adormecida de las pastillas.

Le dije que íbamos a la pizzería de la esquina, era un día de cielo azul y sol radiante, hace algunos días habíamos entrado en verano. Me dijo que no quería comer pizza, que quería comer ravioles, así que tuve que pensar en otro lugar. El restaurante más cerca queda a seis cuadras, y con la silla de ruedas, las veredas rotas y su miedo a lo que estaba pasando no me parecía una buena opción. Nunca había entrado a un restaurante con mi mamá, siendo el adulto responsable de ella. ¿Qué iba a hacer si se ponía muy nerviosa y se quería ir apenas habíamos pedido la comida? Pensé que todo esto era un capricho mío. Que mi vieja había aceptado la propuesta para darme el gusto o más bien porque no lo pudo pensar en el momento en que se lo dije, no había tenido posibilidad de pensarlo hasta que la saqué de la clínica, que hoy es su casa, ya no estamos en Banfield, el lugar donde está acostumbrada a estar, día a día, sin interrupciones, es la clínica de Ramos Mejía. Pensé que tendría que haber ido en el horario de visita, preguntarle qué había comido, contarle cómo lo vio a Daniel en la semana, decirle los números de la quiniela, el único entretenimiento en el que insiste en ser fanática. Pero estábamos ahí y algo teníamos que hacer, seguimos una cuadra más hasta que apareció una fábrica de pastas que parecía puesta para nosotros y entré y pregunté si vendían ravioles hechos. Me dijeron que no solían hacer, les pedí que por favor lo consideraran, porque había salido con mi mamá y quería comer ravioles. Detrás del mostrador, el vendedor se me quedó mirando sin entender, al principio parecía molesto, hasta que vio la silla de ruedas en la vereda y cambió a un gesto compasivo.

¿Ravioles de qué te hago?

–De Ricota, con manteca y queso –Mamá no come salsa porque dice que le cae mal y tampoco crema porque dice que engorda–Ah y también unos ñoquis a la bolognesa.

–Bueno, en veinte minutitos pasalos a buscar que están listos.

Volví triunfante y agarré el mando de la silla nuevamente, le agradecí  a una señora que se quedó al lado de ella: -“Le pregunté si estaba sola y me dijo que estaba con el hijo, pero me dio cosa. ¿Vos sos el hijo?. Sí señora, gracias.”

Dice que está gorda y es cierto, cuando trabajaba de gestora en la Municipalidad de Lomas le decían “la flaca” y eso lo guarda como un tesoro, como una referencia de identidad y como alguien que supo ser para Daniel, para conquistarlo. Ahora, sentada en la silla, no puede sentirse orgullosa como antes de la figura que no tiene, pero sí da órdenes, y cuando se pasa y le quiero bajar los humos la molesto con que es la reina, porque a veces parece que manda desde un trono. Conmigo ya sabe que lo de los pedidos desmedidos no funciona mucho, pero con Daniel sí: desde ese lugar de incapacidad es el motor para que un hombre que ya tiene unos cuantos años se tome un colectivo, un tren y otro colectivo para verla y darle besos, porque el suyo es un amor de años pero bien vigente, donde los besos siguen corriendo con entusiasmo.

Me puse a pensar en lugares en la calle para comer pastas. La plaza más cercana quedaba a doce cuadras, así que se me ocurrió que en la heladería nos podían dejar si después pedíamos helado. Fuimos con mamá a la heladería donde ya nos conocían, pregunté y me dijeron que no había ningún problema, podíamos comer el helado de postre. Nos sentamos, teníamos que esperar igual los veinte minutos de cocción de la comida.

–¿Te gustó salir, Má?

–No.

Lo dijo rotundamente y sufriendo, con la mirada perdida primero y mirándome fijo después, como si le hiciera falta asegurarse que recibí su sinceridad clara. Me pidió un tranquilizante y le di un placebo que tomó con Coca Cola. Sentí ganas de llorar, pero antes de que empiece a querer salir una lágrima, agarré el celular y sin tiempo a encontrar nada le lancé:

–Anoche salieron el 55, el 20 y el 25

–La gallina salió, la puta que la parió.

Siempre que le invento números a mamá me falta creatividad, repito algún dígito o digo dos o tres cifras muy cercanas, como si hubieran acotado el bolillero, dudo y después me río; ella se da cuenta siempre de que le estoy diciendo cualquier cosa, y me lo dice como en un espasmo de risa que le sale. Esta vez no me reí al final y como había sacado el teléfono y podía apoyarme en él como fuente para sacar los números de la lotería, me creyó. Después me dijo que María, la vecina de Banfield del lado que nos llevábamos mal, le gritaba a la noche, que por favor la llame y le diga que se deje de joder. Le dije que la iba a llamar. Me pregunto por Cami, y le dije que estaba en danza, que nos íbamos a ver a la noche, a lo mejor íbamos al cine. Me dijo que papá le contó que había ido al neurólogo y le había dado más pastillas:

–Anda mal, pobre Daniel. ¿Qué hago si le pasa algo?

Nunca me lo había preguntado tan preocupada. Para ella, Daniel es inmortal, y no sólo inmortal sino que es su amor y su héroe, como si estos tiempos de vivir obligatoriamente separados hubieran borrado los tiempos de todas las decisiones que tomaron o pudieron tomar juntos.

–Seguiremos juntos, Má.

Me agarró la mano y me la apretó fuerte, ahora sus ojos estaban más calmos.

–El domingo que viene voy a ir a Banfield, ¿viste que estoy yendo a buscar las cosas nuestras que quedaron en casa? ¿Querés que te traiga algo de allá?

–Trae el barco

El barco es el barco pirata de Playmobil. Una tarde me lo trajo. Hubo un tiempo que duró menos de un año que mamá trabajaba bastante y siempre que volvía del trabajo y sentía la puerta saltaba de la cama y casi increpándola le gritaba y me colgaba de ella: “¿qué me trajiste?”. Esa vez fue una sorpresa grande, me costó creer que un solo regalo pudiera ser tan importante. Ella siempre estuvo orgullosa de regalarme el barco. No sé si por el tamaño, por lo que había gastado o por qué. Jugué con él unos días y después lo dejé en lo más alto del mueble de las enciclopedias y los mejores muñecos para exhibir, y hasta hoy está ahí. Hasta que lo vaya a buscar.

–Má, ¿querés ver videos de gatitos o perritos?

–De perritos.

Busqué en Youtube “perritos videos graciosos” y le mostré el primer video que aparecía. Se río, nos reímos. Un poco de alivio. Valió la pena todo esto entonces. ¿Cómo no se me había ocurrido antes lo de los perritos? Si a ella siempre le gustaron. Nunca tuvimos uno porque ella decía que se había encariñado mucho con uno policía que se lo mataron. Se llamaba Rufo. Pero siempre que se cruzaba a los perros de los vecinos de Banfield, las pocas veces que salía, les dejaba una caricia en el lomo.

Se hizo el tiempo de las pastas y las fui a buscar. Ella comió todos los ravioles, uno a uno, casi sin parar un segundo. Yo no terminé los ñoquis a la bolognesa. Después pedí el helado. Estábamos los dos más tranquilos.

Salimos de la heladería y dimos un par de vueltas por el barrio hasta que se puso nerviosa otra vez y volvimos a la clínica. Antes de llegar a la puerta nos encontramos con una enfermera que terminaba su turno.

–Fuimos a comer ravioles y helado –le dijo con una sonrisa de toda la cara, agarrándola del brazo, ya sintiéndose en su territorio.

La mayoría de las enfermeras se llevan bien con ella, saben que tiene un carácter difícil, entonces la retan bastante, pero siempre terminan cediendo a los pedidos que hace, es la única a la que le compran caramelos cuando se le acaban los que le damos. Los compañeros la respetan, a ella parece no interesarle tener amigos ahí, pero sí que no se metan con ella. Cuando papá lleva sandwichs de miga, ella dirige a quién convidarle y a quién no. Si un compañero no le hizo un favor en la semana y se acerca para que le convide, ella le recuerda: “vos salí que no te voy a dar. No tiene ningún problema en pelearse. Lo mismo con los caramelos, que son el bien más preciado, no le da ninguno a nadie. Yo siempre me guardo uno para darle a Jorge, un compañero que me pide con mucho cuidado, sin que ella lo vea. Jorge ya entiende, pasa por atrás, chocamos las manos y se lo lleva. Mamá nunca vio que hacemos eso.

 

 

Nicolás Villarino (1988, Buenos Aires) Se crió en Banfield y a los dieciocho años se mudó a Capital. Es Licenciado en administración y estudia Letras en UBA. Hace taller literario con Juan Sklar desde 2016. Su color preferido es el verde agua. Este texto forma parte de un proyecto literario que está en proceso.

«Un trescientos», por Karina Boiola

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Para Maxi, por todas las ficciones

que vivimos juntos

 

 

Era el último día de un mes invernal en la ciudad de Buenos Aires.

Ya por la noche, Diana volvió a su casa, después de pasar varias horas en la facultad. Estaba bastante desanimada. El motivo de ese desánimo puede resultarle conocido a cualquiera que estudie, digamos, una carrera de humanidades en ciertas circunstancias específicas, a cierta altura de su vida. A su desánimo se le sumaba, además, el desconcierto de haber recibido en su trabajo (un trabajo aburrido y mal pago) una extraña llamada telefónica.

La casa de Diana era un departamento de esos tantos que hay en la ciudad: dos ambientes, cocina pequeña, baño un tanto destartalado con rastros de humedad en las paredes, ascensor pequeño por el que hay que batallar con los vecinos para subir primero. Ese día, Diana había perdido la batalla y subió los ocho pisos por escalera. Abrió la puerta de su casa, se sentó en el sillón y prendió la tele. Haciendo zapping pensó que ya no le quedaban energías para agarrar algún libro de los tantos que se acumulaban, sin leer, en su biblioteca. En su teléfono googleó “Global corp”. El nombre le había quedado resonando en la cabeza, porque era extraño que alguien mencionara algo así en una de las tantas llamadas que recibía por día. Era una ONG norteamericana, pero no había demasiada información al respecto.

Un rato más tarde fue a la cocina para hacerse un té. Abrió la hornalla y acercó el encendedor. Nada. Probó de nuevo. Nada. Verificó que la llave de gas estuviera abierta. Nada. Salió al pasillo. El ascensor estaba en su piso. Abrió la puerta y, pegado al espejo, vio el funesto cartelito: “El servicio de gas fue cortado preventivamente a causa de una fuga”. Cerró la puerta, enojada, y volvió a su departamento.

Al día siguiente, Diana se levantó temprano, como todos los días, para ir a trabajar. No tuvo que esperar demasiado el ascensor. En el hall de entrada vio a Richard, el encargado. Le preguntó por el gas. Richard le dijo que no se hiciera problema: el año pasado la empresa había reestablecido el servicio luego de un corte largo y ahora el edificio estaba en regla; el motivo del corte actual era porque había habido cierto “cortocircuito” entre la cuadrilla que cortó el gas inicialmente y aquella que lo había reestablecido, pero que iba a volver pronto. Diana no terminó de entender cabalmente esa razón que para Richard era natural. Se fue a trabajar.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y comenzó a atender llamadas en inglés. Era un call center que brindaba soporte técnico para una empresa norteamericana, una de las tantas que, debido a los bajos costos laborales del tercer mundo, había decidido tercerizar el servicio. A la séptima quiso descansar y dejó los auriculares sobre el escritorio. Su supervisor, Jony, le gritó que se pusiera en auto in. Diana volvió al ruedo: le tocó una señora sureña (luego de cuatro años, podía imaginar quién estaba del otro lado solo por su acento) que decía que la computadora no prendía. Please, m’am, check if the power cable on both sides of the CPU (the black box underneath the monitor) is properly plugged in, dijo Diana. La señora se indignó un poco: I have already checked that, I need a replacement! Diana le respondió: Please, m’am, we have to follow the troubleshooting procedure. Could you please check the cables once more? La sureña respondió: I want to speak with an American, I can hardly understand you! Oh, wait! The cable was unplugged! Y cortó.

La semana siguiente, Diana se levantó temprano, como todos los días, para ir a trabajar. Dormida, fue al baño y presionó el interruptor de la luz. Nada. Salió al pasillo y vio que las luces de emergencia estaban prendidas. A tientas se bañó en la oscuridad y bajó los ocho pisos por escalera. En el hall de entrada vio a Richard. Le preguntó por la luz y, de paso, si había novedades del gas. Richard le dijo que había saltado un generador debido a una sobrecarga en la línea del edificio (todos los vecinos habían comenzado a usar demasiados artefactos eléctricos por la falta de gas), pero que probablemente la luz volvería en unas horas. Del gas, dijo Richard, nada todavía. Y agregó: “Esto va para largo”. Diana se sorprendió porque apenas una semana antes él le había comentado que el gas volvería pronto. Al salir, el anciano que vivía en la entrada del edificio contiguo la saludó. Diana pensó, al pasar, que ese viejito siempre estaba ahí pero que nunca había hablado con ella.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y atendió una llamada. Un señor que decía que la impresora no andaba. Printer offline, it says. Diana le explicó que debían reinstalar los drivers de la impresora. Le indicó que pusiera el CD que venía con la impresora en la lectora del CPU. El señor dijo: it ain’t doing anything. Luego de muchas idas y vueltas, Diana se percató de que el señor había puesto el CD en la ranura de la impresora.

Al volver del trabajo, se encontró con Richard. El encargado le dijo que el inspector de la empresa de gas pasaría esa semana por cada departamento para verificar si estaban en regla. Richard le dijo que se despreocupara porque su casa estaba bien (todos los departamentos de su piso estaban en regla, le dijo). Pero que el inspector pasaría temprano y no se sabía bien qué día. Diana le comentó que no podía faltar al trabajo. Richard le dijo que le dejara las llaves de su departamento y que él lo recibiría. Al día siguiente, Diana le dejó a Richard sus llaves y se fue a trabajar. Al pasar, el anciano que vivía en la puerta de al lado de su edificio le dijo algo que no entendió. Por las dudas, Diana le devolvió el saludo y siguió caminando.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y atendió una llamada. Era una chica que le decía que el glass holder de su computadora se había roto. Diana se sorprendió. Glass holder? The CPU does not have any glass holder!, le dijo. La chica respondió que ella apretaba un botón y el glass holder salía del CPU. Diana se dio cuenta de que la chica estaba apoyando sus vasos de café en la lectora de cds del CPU y le explicó, amablemente, que eso no era un apoya vasos y que dejara de hacer eso.

Algunos días después, todavía no había noticias del inspector de la empresa de gas. Una mañana, Richard le dijo que seguramente el inspector pasaría ese día y que, por las dudas, le dejara un trescientos por si había que convencerlo. Richard le explicó que los inspectores son muy quisquillosos y que a veces no habilitan el servicio por detalles. Le dijo que él tenía experiencia en el tema y que con un trescientos podía arreglar la situación. Diana sacó su billetera. Por suerte, tenía quinientos pesos (no solía llevar efectivo encima). Le dejó un trescientos a Richard y se fue a trabajar. El anciano del edificio de al lado no estaba, tampoco sus cosas. Diana se preguntó qué le habría pasado y siguió caminando.

Al volver del trabajo, se encontró con Richard. Tenía esperanzas de que ese día ya tendría gas nuevamente. El encargado le dijo: “No hubo caso. Intenté convencerlo de todas las maneras posibles, pero tenés que hacer varios arreglos para que te habiliten el servicio”. Diana le pidió, indignada, sus trescientos pesos. En su casa, llamó a la dueña del departamento. Le informó que el corte de gas duraría mucho tiempo y le pidió que le comprara una ducha eléctrica. La dueña le dijo que no era su obligación comprarle una ducha y que no podía hacerse cargo de todos los gastos que a ella le surgieran. Diana le recordó que ella había alquilado el departamento con gas y que sí era su obligación hacerse cargo de la situación. La dueña aceptó, a regañadientes. Diana pensó que todos los dueños eran iguales.

Se sentó en el sillón y agarró una pila de apuntes fotocopiados. Pronto tendría parciales. Trató de concentrarse en la lectura, pero hacía frío. Se acordó de global corp y de la extraña llamada que había recibido en el trabajo, el día que cortaron el gas. Volvió a buscar información en internet. En algún post de Twitter leyó que se trataba de una ONG que invertía dinero en la búsqueda de vida extraterrestre. A Diana le causó gracia la idea. En las redes pululaban ese tipo de teorías.

Al día siguiente, Diana se fue temprano a trabajar. Vio que Richard estaba encerando el piso del hall pero no lo saludó, ya estaba un poco harta de sus idas y vueltas con el gas. Al salir, vio que el anciano que vivía al lado de su edificio estaba de vuelta. Lo saludó, amable. El anciano la miró pero no le dijo nada. Diana tuvo la sensación de que se trataba de un anciano diferente. Pero se le hacía tarde y tuvo que correr las tres cuadras que la separaban del subterráneo.

El sábado, Diana recibió en su casa al electricista que le colocaría la ducha eléctrica. Luego de un rato, el señor le comentó que el trabajo ya estaba hecho y que se acordara, siempre, de desconectar el cable de la electricidad antes de bañarse. Diana pensó que eso era una obviedad y se limitó a asentir con la cabeza. El electricista también le dijo que, revisando el toma corrientes del baño, había encontrado un pequeño artefacto negro. Le preguntó si sabía qué era. Diana le dijo que no tenía idea. El electricista le preguntó si podía llevárselo para revisarlo. Diana le dijo que sí.

Acompañó al electricista hasta la puerta. Aprovechó y salió para comprarse algo para almorzar. Vio al anciano que vivía en la puerta del edificio de al lado. Le dio la sensación de que la seguía con la mirada. Diana pensó que desde hace varias semanas la ciudad le parecía extrañamente diferente. Mientras caminaba, se dio vuelta para mirar al anciano. El viejito ya no se veía.

Diana se dijo a sí misma que no tenía que pensar en esas cosas. Sin importar las tramas conspirativas que se urdieran en torno a su rutina, ella todavía estaba sin gas y con una pila de apuntes fotocopiados sin leer. Los parciales vendrían pronto y, estaba segura, su supervisor no le daría los días de estudio que le había pedido.

 

 

Karina G. Boiola (1988, Buenos Aires) es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, se encuentra cursando la Maestría en Literaturas Latinoamericanas de la UNSAM. Ha sido columnista de la revista “Tierra Adentro” (México, CONACULTA).

 

 

 

 

 

 

«Diario sentimental de una chica escort»: Una vida en presente de Paula Puebla, (17grises, 2018) Por Nicolás Pose

 

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Una vida en presente es la historia de María Guevara, protagonista y narradora de la novela, representante de la figura de una mujer fuerte, independiente y que se abastece a sí misma con el dinero que generan sus vínculos de clase alta, un dinero que viene marcado por el sexo que fluye de esas relaciones sociales que ella fue tejiendo con su trabajo de chica escort. De esta manera atraviesa su existencia entre el deseo, los sueños postergados y la depresión que la rodea por vivir siempre dentro de ese presente efímero y cosificado que le ofrecen las relaciones con el otro.

Desde una mirada reaccionaria puede existir la tentación de leerse la novela de Paula Puebla sólo como la historia de una chica scort, una de tantas que existen en la ciudad o que vemos a diario en programas de espectáculos y simulan perfectamente cómo han llegado a ganar ese lugar en la pantalla, o para decirlo con más sencillez, algunos deben comentar que se trata del relato en primera persona de una puta elegante, al estilo de esas novelas eróticas francesas del siglo XIX. Nada más alejado de eso lo que propone la narración al concentrarse en la vida de María Guevara, en el tiempo y espacio en que vive, ahondando en la psicología de esta mujer que, como se titula el libro, pelea contra esos fantasmas que la aquejan mientras disfruta de todos los deseos materiales que le ofrecen sus ganancias y que muchas chicas desearían pero no pueden tenerlo, en este mundo capitalista que sólo valora lo efímero, lo pasatista, anula los deseos más profundos e importantes del ser humano y, al mismo tiempo, concentra  eso mismo en los objetos que se observan, se buscan, se compran o se desean a diario. Es por eso que, los objetos, van a estar atravesados de cierta vida que no se encuentra en cualquier novela, por cómo los describe María Guevara, ya que pareciera que estos concentraran ciertas verdades o tienen la consistencia y la solidez que los vínculos le niegan en esa existencia tan en presente que, parece parte de la ficción, pero que muchos ciudadanos vive o la percibe de esa forma en cualquier ciudad del mundo. Es el fetichismo de la mercancía que, como un fantasma, sobrevuela a toda hora en el relato con descripciones como: “saqué de la carpeta de cartulina verde malva la escritura del departamento”, “me puse un sweater de cashmere mongol color canela directamente sobre la piel”, “mesada de mármol vasco negro marquina”, “metí una cápsula de Ristretto Intenso en el aparato de inspiración italiana ensamblado en China”; y también con los vestidos y la ropa en general: “Elegí un vestido negro opaco estilo Jackie. De tacto frío, la tela sintética, imitación de la seda, patinaba sobre mi cuerpo y emitía un suspiro cautivante cada vez que me movía.”, “El brillo de los stilettos negros de charol le quedaba bien a la sobriedad del vestido. (…) Me abrigué con un tapado negro cruzado con botones dorados y elegí una cartera estilo Chanel.” Esa seguridad que tienen los objetos que parecen concentrar mayor humanidad que las personas, es inversa con respecto a la psicología y la estabilidad emocional de Guevara que, titubea, indecisa, cuando debe enfrentarse con ese mundo masculino que la rodea, la deprime y que se transforma en sostén económico directo para que pueda realizar sus deseos materiales y comprar y convivir con todos esos objetos que describe con interés de vendedora o escritora de catálogo de ventas. Como escribe Marx en El Capital, si las cosas en su forma de mercancías hablaran, lo harían de esta manera: “Puede ser que a los hombres les interese nuestro valor de uso. No nos incumbe en cuanto cosas. Lo que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor”[1] Si bien se entiende la importancia que le da la narradora a la ropa en ese mundo donde se mueve, describiendo la frivolidad como arte que teje ese tipo de relaciones sociales mediadas sólo por el dinero o el interés, también es innegable que el fetichismo de la mercancía se presenta indiscutidamente cosificando las relaciones sociales, en una época donde los objetos tienden a humanizarse cada día más en pos de la cosificación de las personas. Más tarde la misma narradora dice: “Como me repetía siempre Eduardo ‘c’ est tout une question d’argent’. Nunca hasta ese momento había pensado en el poder de esa afirmación. Para los que la tienen y para los que no, la existencia se resume en una cuestión de dinero”.

En una entrevista, la autora ha dicho que su novela podría leerse como un tratado indirecto sobre la maternidad. Lo decía en el sentido de que, debajo de la vida superficial y frívola de la protagonista, aparecen ciertos sentimientos maternales cuando María todos los viernes se queda con sus sobrinas, ambas gemelas, e hijas de su hermana, Julia, modelo de mujer opuesta a María Guevara, que la narradora describe como una mujer anorgásmica, dependiente, maltratada por su cuñado y en permanentes peleas y discusiones, luchando por tratar de mantener el vínculo con su marido por tener dos niñas y sobrellevar correctamente las apariencias de familia tradicional en su estatus social de clase alta. Es por eso que su hermana, al contrario de ella, nunca busca modificar su vida, es el alimento de la tradición de la familia de principios del siglo XX versus la libertad de la mujer del siglo XXI. Sin embargo, María también se enamora, ya que aunque lo desee, no puede calcular y controlar todo anulando la pasión, y esto es lo que le sucede con su psicoanalista, Abraham Seligman, proveedor de las pastillas antidepresivas y tutor de sus sentimientos cuando su personalidad entra en crisis, tal vez el único hombre que ella piensa que la configura como mujer de verdad y no como un objeto sexual o una relación marcada pura y exclusivamente por la filosofía del dinero −robándole el título a George Simmel−.

Por supuesto, teniendo a esta narradora, una mujer scort, tan contrapuesta a su hermana Julia y a las oposiciones tan evidentes que se desprenden entre ambos modelos de mujer, aparece el tema del feminismo. En un primer nivel, ingresa superficialmente; así, por ejemplo, cuando María Guevara, describe consignas pintadas sobre las persianas metálicas cerradas de negocios del centro:

Repasé con la mirada los stencils pintados en fucsia que parecían más recientes. “Muerte al macho”, decía uno. “Mujer bonita es la que aborta”, decía otro. Parecían más nombres de bandas de punk que otra cosa: hay palabras que no hacen mella nada más que en los propios fantasmas.

La protagonista cierra la cuestión de un plumazo con esa frase tajante. En un nivel más profundo es la misma narración, los puntos de vista de la protagonista, sus vivencias, sus ideas, es decir, todo el relato es el que nos provee la versión o el modelo de una mujer contradictoria y tan humana, justamente por no situarse dentro de ningún estereotipo femenino. O sea, lo que esta mujer piensa sobre el feminismo o no, lo que importa es que la versión que ella escribe sobre su condición femenina está plasmada en sus actos, en la manera que tiene de moverse en la vida que lleva y en las opiniones que da acerca de su hermana como modelo de mujer contrapuesta al suyo.

Pero María Guevara no sólo es eso, también la novela, utiliza un procedimiento donde en algunas páginas prácticamente en blanco, que se intercalan en medio de la narración, se menciona en tan sólo dos frases en cursiva lo que ha hecho María Guevara durante un día. Así, por ejemplo, en una sola página un narrador en tercera describe: “Los domingos María descansa” o “María pinta con óleos sobre fotografías de animales” o “María extraña a su madre pero apenas la recuerda”. Son esas pequeñas frases las que esconden la parte más sentimental y más humana de María Guevara, es decir, no tan cosificada y mediatizada por el dinero como es su personalidad a lo largo de la novela.

Llevar “una vida en presente” de verdad, si se pudiese, es una de las ilusiones de María Guevara que, al dialogar en la cama con su psicoanalista y amante Abraham Seligman, se entera de que hay ciertos laboratorios que están diseñando fármacos y trabajando con tecnología que revisa nuestros paquetes de recuerdos. Así, de esta manera, una persona podría elegir qué recuerdos mantener, modificar y cuáles borrar. Más tarde, cerca del final de la novela, María se encuentra en avenida de Mayo y Saenz Peña con una gitana que quiere leerle el futuro y que ella rechaza. Reflexiona:

Imaginé que tendría un catálogo de cuatro o cinco pronósticos estándar para ofrecerles a las mujeres perdidas, los únicos seres vivos que profesan la ilusión. “Vas a conocer un hombre”, debería ser uno. “Vas a emprender un gran viaje”, debería ser otro. “La muerte anda cerca”, debería ser el tercero; no muchas variantes más. “¿Quién en su sano juicio querría conocer su futuro?”, pensé.

De los posibles pronósticos, María concreta el viaje a Barcelona con sus amadas sobrinas, la variante hombres siempre estará abierta aunque con escepticismo; lo que resta, mientras tanto, es vivir el presente.

 

[1] Karl Marx, El Capital. Crítica de la economía política, t. 1, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p.47.

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Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

 

“Desinventar la vida”: Jacki, la internet profunda de Iosi Havilio (Socios Fundadores, 2018), por Ignacio Bosero

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Dibujo: Denise Groesman

Foto de tapa: Lucas Olarte

 

¿Qué lugar tiene la literatura en el último libro de Iosi Havilio? Ocupa un lugar preponderante, nunca antes ocupado: está al desnudo total. Ese lugar no es el de la fiesta de la imaginación, sino el de la resaca, el de una sabia resaca. El espejo que construye con Jacki (Internet profunda) es la exaltación de la juventud, el cuerpo enfiestado que ya ella (la otra, la que le escribe los “volcánicos monólogos”, “la mitómana lengua larga que nació para hacerte feliz…”, “la bruja resentida sin cura”) no puede ofrecerle más al universo, al cosmos. Ese territorio de excesos, de hundirse en la pasión, “es tan difícil dar con una pasión!”, “quién pone el corazón en algo sin duda sufre, Jacki” es la vía para la única tarea realmente importante en la vida, que es “desinventarla” “contra todo lo que pienso”. Esta escritora demente reniega contra los moralismos, las formas y la decencia, y le vomita todo su aprendizaje en una verdadera y luminosa proclama literaria para Jacki. Es que el libro es una comunicación rabiosa que inventa un lector posible. Un lector Jacki, dispuesto a disentir y a tomar y revolver en este escrito aciago al estilo Los cantos de Maldoror. Desde las tripas, desde lo profundo, de la cueva iluminada de la experiencia; desde ese torrente se despliegan los mejores momentos del libro. La bruja resentida sabe que la literatura de Jacki está “en ese higo precursor más fresco que el verano”. En ese estado entre demoledor e inocente, perturbador, rimbaudiano, de perfección justo, de perversión justa, en la tensión que desata el fuego de una batalla auténtica. Jacki sabe más que todos los críticos y escritores juntos. Su texto sobre Pinocho, esa cosa amorfa e inentendible y por lo tanto seductora, a la que no tenemos acceso o sabemos poco más que lo descrito (tampoco importa), es lo que está en la incubadora y se debe proteger de la mala literatura. De enchastrarse con la exigencia, “esfuerzo descomunal” “del escribir por escribir”, que en definitiva mata la pasión. Ni virgen ni avinagrada, así es Jacki, es la literatura en carne viva, el amor, la pulsión excitada, la perla en el basural. Está siendo, está pariendo el monstruo. ¿Quién sabe lo que va a parir? Eso es literatura, lo incierto, puro miedo, indecencia, sangre… “sangre!… Jacki, sangre!… estoy sangrando bestialmente… todo esto por vos, por vos y por tu texto… estoy sangrando por la sequía de todos estos años…”.

Más que consejos hay confesiones: “Para mí la rabia no es una palabra… la rabia es mi vocación… la rabia luminosa”. Hay que estar hay que estar hay que estar, hay que sentir las tormentas y sus descargas eléctricas como un techo que puede derrumbarse, la furia viva de un diluvio imposible de controlar: Sí, Jacki, el agua se filtra por todos lados de la casa. ¡Es la casa inundada!, Jacki… Jacki… “Escribir es otra cosa… hay que tomarse el tiempo para ver ese pueblo… sentir su dimensión… hasta las tripas… dónde queda, qué hay detrás, qué accidentes… Recién cuando uno puede morir en ese pueblo, ese pueblo empieza a existir…”. Este libro, estas confesiones a Jacki, son fuertes ideas sobre la literatura que merecen ser oídas, no predicadas. Estas pequeñas frases convulsionadas son una verdad entregada y pulida de una suerte de adivino que elaboró su propia materia, su magia, en condiciones impuras. No es que haya éxito posible siguiéndolas, no se trata de eso, de manual, remedio o cura, pero si es cierto que los que no estén atentos y no puedan leerlas, y por qué no entenderlas, serán siempre unos farsantes.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

 

 

«El pasado», por Nicolás Pose

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Estaban sentados, uno enfrente del otro. Eran las dos de la tarde y el rayo del sol les partía la cara, ahí, afuera, en la vereda, mientras el olor de la parrilla les iba dando hambre. La cerveza, fría, aguardaba sobre la mesa. Él encendió un cigarrillo. Ella lo miró y simplemente vio una cara. Fumó, y también la observó. Largó el humo, le tanteó seriamente esos ojos verdes que siempre le habían gustado y le hizo la pregunta. Acostada, desde la puerta entreabierta de su cuarto, mira cómo su padre le grita a su madre, que llora mientras enciende un cigarrillo. Después se seca las lágrimas, suspira y tiembla en la silla. Ella no contestó. Luego se peinó el cabello con sus dedos largos y de uñas cuidadas. Entonces los ojos de él se tornaron inquisidores. Prefirió no mirarlos mientras jugaba con un mechón de pelo. Una madre pasaba con un carrito, y ambos miraron la carita del bebé que sonreía al sol. Ella aún no había levantado el vaso que él le había servido como un caballero. Y le seguía preguntando, continuaba interrogándola, mientras ella optaba por el silencio. Cerró los ojos y mostró esa mueca de dolor. Su cabeza era un nido de voces que iban y venían y, tal vez, era eso lo que el hombre quería: confundirla, torturarla con todo lo que los dos sabían claramente. La tiene agarrada del brazo y no para de gritarle. Siempre le gritaba. Estaba apagando el cigarrillo con el zapato contra la vereda y pensó que estaba en una escena de cine mudo con los colores de la tarde. Miró la ventana: un hombre gordo se comía un choripán con ganas. Ella le hizo un gesto. Las manos abiertas, tensas, en el aire, apuntaban hacia el cielo, tal vez buscando que entendiera sin palabras. Él se preguntó qué significaba esa vaga mímica, y si habría escuchado algo de todo lo que le había dicho hasta ahora. Odiaba perder tiempo. El trabajo. Estaba cansado del trabajo. Se sorprendió de que ella no le hiciera por lo menos una pregunta acerca de sus responsabilidades, de que no le importara lo que habían planeado juntos todo este tiempo. Ya se había disculpado por los errores que había cometido y por todas esas marcas y heridas que le dejaba en el cuerpo que, por suerte, cicatrizaban rápido. Siempre había sido cuidadoso y se las había hecho en lugares donde la ropa la cubriera, porque nunca iba a aceptar que ella tuviera vergüenza o miedo y mucho menos que se sintiera incómoda frente a otras madres o padres cuando iba a buscar a sus hijos, santamente, todos los días a la escuela. Pensó que el gesto anterior había durado tan sólo cinco segundos: el tiempo suficiente para destruirlo. Se miraron a los ojos, por más de un minuto, por primera vez. Luego bebieron y apoyaron los vasos sobre la mesa. Comenzaron a decirse pormenores de la relación con una violencia inusitada. Ella odió que su vida sólo hubiera sido cumplir con el rol materno que siempre había desempeñado para que él no se pusiera de esa forma. Pero ahora, a veces, pensaba como mujer, y no como madre. Ambos se preguntaron para qué o por qué estaban sentados ahí, frente a frente. Domingo, dos y media de la tarde. El encuentro comenzaba a parecerle una excusa, por eso él estaba triste y empezaba a sentir ese hastío, sin saber por qué, ya que no llegaba a definir bien lo que pasaba por su cabeza. Tenía miedo, tal vez, no lo sabía, o se mentía a sí mismo. Quizás creía que ya no iba a poder arreglar lo que tantas veces había destruido, se sentía inseguro por primera vez en su vida, porque no sabía si iba a lograr su propósito. Se miró los zapatos. Ella contempló a un hombre encorvado que descubría una cabeza con el cabello más ralo que antes en la coronilla. La mano estalla brutalmente contra la mejilla y el largo cabello rubio de su madre se mueve en la penumbra del living. A él le pareció que ella con la nueva mueca que mostraba, se estaba riendo, como si ya no le tuviera el miedo de antes y además le hubiera perdido el respeto que su padre le había enseñado que le debían tener las mujeres a los hombres. ¿Qué era esto? ¿El mundo se había dado vuelta o él estaba débil últimamente? Entonces se propuso demostrarle poco a poco cómo se iba enojando, porque tenía que asegurarse de que supiera quién mandaba ahí. Por eso, cerró una de sus manos, y el puño golpeó sobre la mesa.  Ella bebió y lo miró fijo, con sarcasmo. El gesto, otra vez. La mano, pesada, sacude el cuerpo de su madre como a una rama. Sollozos…Pensaba pero no se decidía. Todavía no adivinaba por qué ella seguí allí, sentada, con las piernas cruzadas, con ese rictus impreciso, molesto cuando presentía que estaba cómoda, tranquila. Eso le dio bronca, una furia que iba naciendo, desde dentro, por sentirse así, disminuido, deshecho, y todo por culpa de ella. Una cara, un gesto, sus palabras, y los recuerdos estaban funcionando como delatores. El ruido del cinturón resbala a través del jean, la faja completa se mueve con velocidad y marca la piel: estigma cristiano del sufrimiento. Ella continuaba con sus morisquetas, sin hablar, porque era consciente de que no le hacían falta las palabras. Hay partidas que se ganan en silencio, porque el mutismo construye heridas, sobre todo, si yo sé lo que él quiere y él no sabe lo que yo quiero. Domingo, faltan quince minutos para las tres. Mudos, se miraban. Ya no había más secretos. Se preguntó cómo podía sentir frío con el calor que estaba haciendo, y ella lo miraba mientras tomaba cerveza, sonriente, alumbrada con el rayo de sol. El llanto de su madre crece cuando la puerta del dormitorio se cierra. La niña comienza a oír los golpes, secos y repetitivos. Llora, en silencio, la niña, acurrucada de costado, se pone las manitos en las orejas para silenciar la angustia de su madre. Volvía a hablar, pero no como antes, sino con potencia, para que lo escuchara de una buena vez, golpeando la mesa con el puño, como le había enseñado su padre. Luego, él se paró abruptamente, vio su cuerpo inmenso sobre su esbelta figura y ella temió lo peor. Entonces hizo lo mismo y parecía que se iba a ir. Al menos, eso es lo que pensó él mientras miraba cómo revolvía la cartera con insistencia. Y ya no soportó más que lo ignorara, entonces, la dio vuelta a la fuerza y le metió una trompada. Se asustó porque no caían lágrimas de esos ojos verdes que  siempre le habían parecido maravillosos y en los cuáles se dio cuenta que no se reflejaba su figura. “Como un fantasma”, pensó. En esos pocos segundos en que se quedó estático,  sintió la detonación y las palomas salieron volando en estampida. Alcanzó a ver que el arma brillaba por el sol y lo encandilaba. Luego cayó, como si alguien invisible lo hubiera empujado en la silla, y se apretaba el abdomen contra la mesa, con furia, con ganas de acercarse a ella, pero ya no podía y, entonces, empezó a putearla. Como una pequeña catarata, caían gotas de sangre que le ensuciaban el regazo.

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

«Reventados, lúmpenes y otros, en la fiesta de los 90», por Nicolás Pose

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En la presentación de Barbarella −con Matías Reck y Julia Saltzmann como invitados−, ópera prima de Zulema Lázaro,  recientemente publicado por la multifacética Milena Caserola, la autora dijo sobre sí misma: “Yo soy una sobreviviente de los noventa”. No es casualidad que la solapa, que suele introducir al autor/a por sus trabajos−hablo de esa mini biografía que muchas veces no suele decir nada de la realidad del que escribe−, en este caso, refleje el estilo de vida que llevó la autora a finales de los 80 y durante los 90: “De noche frecuentaba Quiero Lola, Búnker, el Morocco, Contramano, el Dorado, Nave Jungla, Mediomundo, Bajo Tierra, Paladium, La Age Of Comunication y otros ámbitos de la movida de los 80 y 90.” Seguir leyendo ««Reventados, lúmpenes y otros, en la fiesta de los 90», por Nicolás Pose»

«Helena de Lobos», por Gabriela Clara Pignataro

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Cada tanto algún sepulturero lava las flores de plástico de quienes fueron cremados y las reparte a su gusto. Los falsos gladiolos atados a los crisantemos, las rosas con las nomeolvides, las margaritas solas. No hay flor que pueda juntarse con la margarita. Hay que tener un resentimiento muy grande para regalar margaritas de plástico, habiendo tantas flores teñidas que soportan mejor el abandono de los parientes, pensaba la Difunta. Ser un muerto es un mal negocio. Para el finado, claro. Para los que siguen del lado de los vivos, un cajón que se cierra es un puñado de billetes que se reparte.

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