Navidad

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Cuento por Ignacio Bosero

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Cintia andaba a paso de hombre en auto por la avenida principal en plena noche de Navidad, paseando; se cansó y se desvió; huyó al parque municipal un rato. Recorrió los seis o siete kilómetros que lo separan del casco urbano, cruzó la tranquera y se encontró con el puro campo y el bosque, que tanto quería. La atrapó el atardecer que se abría en un anaranjado sinfónico. Eran los últimos rayos de sol que morían en el cielo despejado. Seguir leyendo «Navidad»

Lo que un verano

Cuento

por Federico Fontana y Sol Barrionuevo

Acabamos de llegar. Nos dieron las llaves y estamos las cuatro frente a la casa. Ninguna se baja del auto. Nos quedamos mirando un rato el frente de la casa, el pasillo que lleva al patio, las ventanas abiertas y las cortinas blancas, tal cual se veían en las fotos por internet. Mariana dice algo de los bolsos pero no la escucho del todo. El ladrido del perro me distrae. Seguir leyendo «Lo que un verano»

El día que los parientes llegaron a casa

Cuento

por César Rexach

Nos estamos yendo. Tarde o temprano esto iba a pasar. Sabíamos que las medidas tomadas por el gobierno se volverían cada vez más severas. Estábamos a un paso del confinamiento total cuando decidimos salir. No queríamos permanecer enjaulados en casa. Psicológicamente no aguantaríamos, somos seres que necesitamos estar afuera, necesitamos el contacto del aire libre, de la variedad, de ver a los otros para vernos. Por eso, nos encaminamos hacia el bosque. Seguir leyendo «El día que los parientes llegaron a casa»

Del amor a distancia y la vida de un poeta autoexiliado

Novedades Editoriales: Reseña de E-Love de Israel A. Chira (Tinta libre 2019)

por Nicolás Pose

El poeta Israel Chira, nacido en Lima, Perú, tuvo sus minutos de fama cuando le fue publicada en el diario Página/12 y en La izquierda diario una carta que él había enviado a la empresa Tass, instalada en el partido de Coronel Suárez, por haberlo despedido sin argumentos y dejándolo desempleado en el 2017. La epístola que cierra E-love, representa el cansancio y la lucha que se dispone a llevar a cabo Joaquín del Castillo, el narrador de la novela, luego de haberse enfrentado a una situación económica similar cuando todavía vivía en Lima, su ciudad natal. Seguir leyendo «Del amor a distancia y la vida de un poeta autoexiliado»

Relatos íntimos y familiares cerca del agua

Novedades Editoriales: Los cuentos de Cuando pare de llover de Lara Schujman, (Años luz editora)

por Nicolás Pose

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Lara Chujman nació en Mar del Plata y publicó en 2015 Cartas a papá. En su segundo libro, Cuando pare de llover — fue finalista del concurso de ficciones del Ministerio de Cultura de la Nación en 2017 — , la autora presenta diez relatos breves y un cuento largo o nouvelle. Los relatos son historias sencillas de índole realista donde, por lo general, conocemos a los personajes en situaciones que a primera vista parecen cotidianas pero que, al mismo tiempo, siempre ocurre una pequeña revelación, “una epifanía” al estilo Joyce que resignifica el sentido del cuento y hace surgir otro lado de lo que siente ese personaje. Esto queda claro en relatos como “La vieja” donde la narradora se siente obligada a acompañar a una anciana, vecina de su edificio, en busca de una carta que no encuentra. La narradora siente que la vieja le hace perder tiempo y, en realidad, su impaciencia no esconde más que su frustración por deseos incumplidos: “Le diría que quién es ella para decirme lo cansada que estoy. Pero mis palabras no toman cuerpo, quedan mudas ante su voz que me hipnotiza como en una especie de mantra.” O también en “El chino Li” donde la protagonista de viaje por Hong Kong, escapando de una relación que acaba de romper con su ex, comienza a recordar con nostalgia al chino Li, con quién tuvo una fuerte relación afectiva durante la adolescencia hasta que él se fue a vivir a Hong Kong: “Mi mamá casi se muere cuando me vio la cabeza con ese azul que mutaba en verde con el paso de los días. Él se había pintado de rojo y el reflejo naranja le duró bastante tiempo. Le daba un aire de rebeldía que me gustaba, estaba canchero. Cuando volvimos del viaje se lo dije, le dije que le quedaba lindo. También le dije que me gustaba su sonrisa porque mostraba los dientes en su medida justa.“ El viaje finalmente funciona como escape de la relación que acaba de romper con su ex pero la protagonista comienza a recordar al chino Li que, en realidad, no es más que otra forma encubierta de escapar al no aceptar la soledad que la invade en el viaje. Estas revelaciones junto a otros imprevistos también suceden cuando los protagonistas están junto a alguien de su familia, como su padre, su madre o un hermano. Así en “Marea Roja”, narrado en una tercera persona objetiva donde los personajes hablan mientras toman mate en una playa marplatense. Se trata de la hermana que le insiste a su hermano sobre la sucesión de la casa de sus padres. Tienen que vender rápido la casa, le dice Inés, pero él no quiere. Y ella le insiste mientras él rehúye la conversación hasta que el diálogo se hunde al igual que el cargamento de langostinos que tiñe al mar de rojo y crea una imagen bellísima.  O en “Viento Sur”, donde la protagonista decide viajar al campo de sus padres para contarle sobre su reciente separación pero sucede algo extraño relacionado con el clima o tal vez es la misma subjetividad de la protagonista. Esa ambigüedad que late en “Viento Sur” también está en otros relatos como  “Las moscas de papá” donde una familia va de pesca y la narradora protagonista siente incomodidad al dialogar con un francés que la atrae por miedo a que su padre sienta celos o malhumor mientras que, paralelamente, desea que su papá pesque una trucha antes que el francés: “No sé si fue por su acento enredado o por los ojos tristes que llegué a ver en papá, pero en ese momento quise que al francés se le cortara la línea, que el pez se escapara con mosca y todo”. En este sentido “Ema” y “Noche de caza” se los puede situar en la misma serie.

Si algo caracteriza a los relatos de Lara Schujman es su brevedad, su concisión, desprovistos de adjetivación o frases largas, haciendo del despojamiento un rasgo esencial de cada uno de los relatos. Excepto “Piú Blu”, cuento largo, nouvelle de índole policial, anuncia uno de los motivos que ya tendrán otros relatos: el viaje de los personajes por la ruta al estilo “road movie” y la obligada conversación mientras se conocen durante el viaje. “Piú Blu” no es un policial por su forma sino por el develamiento del hecho que se escamoteaba sobre el final. El resto de relatos, en cambio, con una pequeña anécdota como excusa, suelen revelar algo del mundo interior o de los pensamientos que surgen en el personaje que participa de esa experiencia: ya sea un día de pesca, un casamiento, un viaje al exterior, una tarde de playa o la visita a la casa de sus padres. Está presente en muchos de los relatos el mundo familiar, la familia y cómo funcionan esas relaciones en determinados momentos. El único de índole fantástica es “Santa Rosa” con un final inesperado y también “Pampa Warro”, donde por la locura de esa fiesta alucinógena en medio del campo en la localidad Rauch y la lluvia infinita y lo que ocurre después, podría asemejarse a la absurda y al mismo tiempo verosímil situación de algún cuento de Cortázar o de los muchos que produce hoy el nuevo fantástico rioplatense.

La mayoría de las historias transcurren en lugares de la costa o localidades cercanas al mar, como por ejemplo Balcarce (“Piú Blu”). También hay lugares descampados (“Pampa Warro”), conectados con la naturaleza y desprovistos de urbanización (“Las moscas de papá”, “Noche de caza”) y pueblos como en el que transcurre “Santa Rosa” y, por supuesto, la ruta y el automóvil como habitación de los personajes.

Los cuentos de Schujman nos llevan hacia los universos íntimos de los personajes, porque son ellos los que deciden y no pueden decidir, invadidos por la nostalgia, interrumpidos por un imprevisto climático o extraños accidentes, haciendo que la previsibilidad de cada relato siempre sea alterada, en mayor o menor medida, por un evento que está fuera del dominio de los participantes de cada una de estas historias.

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Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres (2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año.

 

El petiso

Cuento

por Ignacio Bosero

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Fue un viernes por la tarde que recibí la visita de Carmelo, mi amigo; venía de un pueblo vecino y buscaba salir esa noche a un bar que, según él, reventaba de gente. Yo le dije que no era tan así y no me creyó o no quiso creerme. Tampoco quería decepcionarse. Me dijo que lo pasara a buscar por la casa de sus abuelos. De allí iríamos a tomar algo a lo de un conocido, el Bichi. El lugar quedaba a las afuera del pueblo, plena calle de tierra. Golpeamos la puerta y nos abrió un tipo petiso, que dijo ser el primo del conocido de Carmelo, el Bichi, que vendría en un rato. Como siempre, los planes de Carmelo pasaban de improvisados a sospechosos. El petiso se presentó como Noel y nos invitó a esperar adentro. Yo cargaba una botella de whisky nacional y la abrí apenas Noel nos hizo sentar en un amplio living para nada elegante, más tirando a turbio. Noel se arrimó a la mesa con un whisky mejor, importado, y tres vasos. Parecía de pronto encantado con nuestra presencia, y entonado. Mi amigo Carmelo no era una persona que fácilmente entraba en confianza con desconocidos, mucho menos con alguien que arrancó la charla alardeando sobre su experiencia de tomador de whisky. Para mi suerte al rato se ablandaron y se inclinaron por conversaciones bastante bobas sobre mujeres y política, un tópico al que casi nadie parece escapar en este maldito país. Yo observaba el entorno y el paso del tiempo en un reloj de pared enorme. Como no llegaba el primo, el petiso se iba ensanchando como el rey de la casa, hablando cada vez más al pedo.

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Un manojo de cartas en una caja de zapatos

Cuento

por Manu Kápilan

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Elisa tomó nota de un pensamiento en un mensaje de voz. Luego bajó el parasol para ver su reflejo en el espejo que estaba al dorso.  Entre sus manos el pintalabios rojo se asomó de su capuchón plástico y los pensamientos de la maestra se diluyeron.

Alrededor del auto, padres y niños corrían y miraban la hora en sus teléfonos. El timbre de ingreso sonaba como una amenaza gastada.

Después de pintar sus labios, Elisa se delineo los ojos y engroso sus pestañas. Sobre la guantera quedó una taza de café a medio tomar, el sol la mantendría tibia por horas.

La bandera ya estaba izada cuando Elisa atravesó el patio y guió a sus alumnos al aula.

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Puñado de amor

Cuento

por Ignacio Bosero

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Es por la canción que inmediatamente hierven los recuerdos. Durante algunos años había estado a salvo siquiera de pensar en Ana. Y esta noche, mientras estoy cocinando y he puesto una radio francesa de música ecléctica, la canción apareció, es decir, alguien la tuvo que elegir y poner, aunque ese detalle ahora no importe tanto; tuve que dejar de preparar la cena y subir a ver en la computadora la página para saber el nombre del grupo y de la canción. Y ahí estaba: Antony and the Johnsons: Fitsful of love. Imposible olvidar el tono dramático de la intérprete en las noches de San Telmo.

Todo parte de una noche que prometía ser como cualquier otra en el barrio de Paternal, claro que decir que cualquier noche en Paternal, en ese momento, no es lo normal que pueda imaginarse. Yo era un joven estudiante y convivía con dos amigos, también estudiantes jóvenes, de modo peculiar. Habíamos adaptado un departamento de tres ambientes a nuestros caprichos más salvajes. No teníamos mesa ni sillas en el comedor, prescindíamos de la televisión y habíamos, entre otras cosas, empapelado una enorme pared con recortes de revistas y diarios de época. Todas las noches había reuniones e invitados amigos: la casa funcionaba casi como un centro cultural. Incluso al tiempo se sumó una nueva integrante alemana, que pasaría unos meses con nosotros. Javier nos propuso la convivencia con Judith y aceptamos; Maximiliano no vivía de modo permanente, sino que usaba la casa como vía de escape; Judith se acopló increíblemente a nuestro ritmo de vida. Era realmente una mujer ejemplar. El departamento era grande, y nosotros lo hacíamos cada día más grande. Las ansias de vivir, de experimentar, de estar por primera vez solos, apartados de nuestras familias; la libertad que eso significaba en ese entonces prometía todos los días una nueva aventura.

Entonces sucedió lo inesperado. Judith entró un sábado por la noche al departamento con otra alemana, que había conocido en el vuelo y se habían vuelto a ver en la calle en la semana. Se habían llamado y arreglado esta salida. Era Ana. Apenas entró por la puerta comencé a inquietarme. Recuerdo su corte de pelo, largo, con flequillo, sus colmillitos y su sonrisa, sus botas texanas, su español fluido.

De Paternal fuimos en taxi a una fiesta en Colegiales. En algún momento fumamos parte de un porro europeo. Pitamos en una calle oscura, arbolada, antes de entrar a la fiesta. Yo había fumado muy pocas veces y me hizo efecto inmediato dejándome eufórico. No tardé mucho tiempo en encararme a Ana. La perseguí por los rincones de toda la casona y la acorralé en la terraza. Fumamos un cigarrillo y ella se rio bastante pero me aclaró seria, que no, que no me daría un beso. A lo sumo el teléfono. “Llamame en la semana, podemos ir de excursión por Buenos Aires”. Eso dijo y la idea me fascinó. Ana era periodista, se quedaba dos semanas en una pieza de San Telmo.

La vi recién a mitad de semana. Mi cabeza había sido un remolino después de conocerla. Pensé cantidad de lugares para llevarla, reviví los lugares que me gustaban y deseé mostrárselos. El orden de los sucesos no puedo precisarlos pero nos dimos cita en un bar de la calle Uriburu, en la zona de facultades. Ana tenía una cámara y sacaba fotos. Me sacaba fotos a mí de imprevisto, le sacaba fotos a la gente y al bar y pedía a otros que nos fotografiaran. Al salir del bar caminamos unas cuadras y tomamos un colectivo hasta Parque Centenario, le pedí que recorriéramos los puestos de libros y la librería Los Cachorros. Revolvimos un poco; nos reímos. Yo estaba como un tonto, no podía creer que la mujer que me gustaba seguía, con el paso de las horas, ejerciendo una atracción sobre mí tremenda. No sólo quería besarla, quería amarla, en el sentido cursi de la palabra y la acción. La invité al bowling de Paternal. De allí caminamos hasta mi casa y estuvimos juntos un rato más. Llegada la noche dijo que tenía que irse a San Telmo; tenía una cena. Podía tomar el 24 y en una hora estar en la puerta del lugar donde se alojaba. Sentí desasosiego, no quería que se fuera, quería fervientemente que se quedara, que estuviera conmigo el tiempo que fuera necesario. “Podemos vernos después”, dijo. “¿Después?”. “Te llamo cuando termine la cena, o llamame vos, te doy el número”. Anoté el teléfono de la residencia y lo guardé.

Esas horas fueron mucha ansiedad; alrededor de las once de la noche la llamé. Me atendió de buen humor, pronunciando mi nombre como con cariño. Estaba cansada y se acostaría; había tomado vino, se reía, estaba media borracha. “Mañana tengo que trabajar” dijo. No insistí. Acepté de mala gana que no pudiera verla y ella, inteligente como era, se dio cuenta. “Te enojaste”, dijo. “No, no”, respondí serio. Me era imposible disimular el disgusto. Ana era muy astuta para que yo le hiciera una escena, aunque la mía no había sido a propósito… “¡Ey, nos vamos a ver en la semana!”, dijo. “¿Sí?”. “Sí, porteño”. Quedé pensativo y acodado a la barra, donde teníamos el aparato de teléfono. “Qué fácil lo hace todo ella”, pensé, con una bronca inusitada. No había nada más horrible que querer ver a alguien y tener que esperar, no poder acceder a ella; tiempo…

Al siguiente día tenía que cursar, empezar la semana con energía. La noche no debe haber sido nada buena pero encontré el sueño en algún momento y desperté el lunes, con esa ambivalencia que me venía acechando frente a la carrera que hacía. Dudaba del convencimiento, quería apasionarme y lo encontraba en pocas oportunidades. Aun así, era un alivio tener ese frente, quedarse en casa sería desolador. Tenía que aguantar, ser paciente y olvidarla. Cruzarme con colegas y perderme en palabras y teorías. Ana vendría por la noche, a la salida de ese túnel.

No puedo decir que ese día pasó rápido ni que tampoco logré liberarme de su imagen a cada momento, pero de a ratos, por suerte, la olvidé completamente y me concentré en mis estudios; después de todo era cierto el dicho: una cosa no quitaba la otra.

Al salir de la facultad la llamé. Para mi sorpresa me invitó a su casa, en San Telmo, a comer con unos amigos. Me sentí el tipo más afortunado de la tierra. Fui como un loco hasta Paternal, me bañé, compré un vino y fui a esperar el 24. Cerca de las diez de la noche estaba en la puerta vieja de un edificio antiguo. Era como descubrir otro San Telmo, el bohemio de verdad. Que Ana me abriera la puerta, más bella que las dos noches anteriores, sonriente y con ganas de verme (porque fue lo que me dijo), era el corolario de la felicidad.

La cena con sus amigos del alojamiento fue de lo más tranquila, sin sobresaltos. Para nada pesada ni extensa. En un momento estos amigos del lugar pidieron permiso y se fueron al living; yo quedé con Ana en un balconcito interno repleto de plantas, tomando el vino que quedaba de una botella. Abrimos otra y charlamos. La chispa estaba. Había algo. La besé. La ebriedad la había soltado, estaba risueña, con esos pocitos en los cachetes… Me llevó a la habitación y me mostró su escritorio, sus cosas; recuerdo especialmente una revista alemana con más texto que Le Monde Diplomatique. La música sonaba desde una computadora, sin parlantes extras, latosa, pero acogedora. Nos besamos un poco más hasta que ella puso su límite. Vio la hora y dijo que tenía que dormir, que ya era tarde y mañana tenía bastante que hacer.

De pronto quedaba otra vez descolocado. Ella me abrió la puerta y me despidió y yo vi San Telmo sin nadie, de madrugada, cuando las ratas pasan debajo de los puentes y los indigentes duermen bajo los gomeros con las cajitas de vino a su lado. Más de una hora esperé el 24 en esa noche templada. Me dormía parado. Rogaba que alguien se acercara a la parada. Evitaba pensar en lo que había pasado. No estaba mal, pero no era suficiente, la espera seguiría. La espera por tenerla, por lo que yo quería.

Pasé toda la semana sin verla, aunque hablamos por teléfono por lo menos una vez al día. Me urgía verla: podía dejar cualquier cosa para estar juntos, pero Ana no, siempre tenía cosas que hacer y alguien a quien ver. Durante esas llamadas nos hicimos invitaciones. Entre las cuales una se concretó para el viernes: fuimos a ver la Orquesta Típica Fernández Fierro. Comimos empanadas, tomamos vino, oímos el tango pasional de la orquesta. En esa noche intensa, yo sentía también que el tiempo se me terminaba; es decir, no había más tiempo, era esa noche o nada. Su novio llegaba de viaje al día siguiente. Supe tarde que tenía novio, no fue que al toque Ana me dijo “tengo novio”. La relación se desarrolló como si no lo tuviera. No lo mencionaba, parecía no existir. Era así Ana: nada existía hasta que existía e imponía los verdaderos límites.

No me importaba. Ahora estaba conmigo y era el momento. Salimos del club y fuimos a San Telmo en un taxi. Tomamos vino en su habitación, que ya conocía, y escuchamos de vuelta la música latosa sonando de fondo desde su notebook. Puso bandas que desconocía, me mostró una serie de cosas más, de radio La Colifata, las entrevistas que había hecho en la semana, una con Lanata, otra con Santoro. Perfiles muy distintos. Le había sorprendido que Lanata fuera un tanto burgués, que viviera bien. Aproveché y le hablé de mis proyectos, de algunos libros, de Los árboles mueren de pie, que ella me había recomendado y había leído con mucho entusiasmo en la semana.

Estábamos sentados en el piso y hablábamos, gesticulábamos y reíamos, con el vino y la música de por medio. No podía no pasar. La miré fijo, me acerqué y la besé. Con las manos seguras le abrí los botones de la camisa y le saqué el corpiño. Sus tetas quedaron expuestas, hermosas. Era un sueño sentir y tocar el cuerpo que deseaba. Le besé las tetas y el cuello, le saqué el jean y la llevé a la cama. Ella me desnudó, temerosa, temblaba. No la había visto así en todo este tiempo, libre pero tensa.

Pensé que los nervios me jugarían en contra y no podría tener una erección, pero Ana me desaceleró con caricias y palabras al oído. Algo así como “tranquilo, tu corazón va muy rápido, tranquilo Andrés”. Estábamos desnudos en suspenso, avanzando uno sobre el cuerpo del otro. Ella me había tomado la pija y la retenía fuerte en sus manos, sin decidirse a que se la metiera. Al final se arrepintió. No podía ser, en horas llegaba el vuelo de su novio y tenía que ir a esperarlo. ¿Si nos dormíamos? ¡Era una locura! De repente todo cambió. El sexo no se llevaría a cabo.

Me vi de vuelta en San Telmo, en las mismas calles empedradas, muy de madrugada, borracho, en busca de un taxi o colectivo. Ana me ofreció plata para que tomara un taxi, trataba de cuidarme, de no dejarme en ese estado de confusión a la deriva. No me ofendí; le dije estaba bien, que no se preocupara; prefería esperar el bondi solo. ¿Qué podía pasarme más fuerte y más triste que no poder hacerle el amor? En esos instantes, no podía pensar en otra cosa. No había futuro, era puro presente.

Caminé unas cuadras como sin cuerpo, desinflado, y cacé al vuelo el luminoso colectivo que se abría paso en la calle Perú, o una de esas donde pasa el 24. Tenía una lamentable hora de viaje, quizás menos a esa hora. Llegaría al amanecer. Las cuadras desde la avenida San Martín hasta Nicasio Oroño fueron una pesadilla. De haber existido una cama en la calle me hubiera tirado ahí mismo. Así y todo, derrotado por la frustración de lo que no había sido, no me sentía atraído por la muerte, lo típico del amor romántico. Esbocé una sonrisa de vencedor, después de todo había seducido a la mujer que encandilaba mis días. Si se había terminado, era un final no tan malo, no tan inventado por mí.

Los días siguientes fueron malos. Algunas esporádicas llamadas de Ana en la que me decía que no podía verme, que estaba con su novio. Adentro mío crecía la impotencia. No sabía qué hacer para olvidarla; no había palabras que pudieran calmarme, no había acciones ni personas que pudieran remplazarla, estaba enamorado. Esa cosa bella y horrible del a medias correspondido. Si encontré sosiego alguna noche no tengo dudas de que fue en libros, en música, en alcohol y en amigos. El estudio era inútil. Puede que algún profesor disuadiera mi alma de las peores tormentas por algunos días, días llenos de oscuridad; alguna frase, alguna cita, una palabra, eran una cura para mi malestar.

Por supuesto, hubo un momento para vernos. Se lo pedí, casi suplicándoselo. Pero era cierto: ella también lo necesitaba. Se había dado cuenta de que me necesitaba; yo era otra cosa aparte de su novio. Nos vimos en un bar llamado El fin del mundo, en San Telmo. Ana tenía esas  ocurrencias, escogía los lugares con pasión; le divertían los nombres que se relacionaran con algo del país de origen. Recuerdo la noche que junto a la ventana me recitó un poema de Hölderlin en alemán; lo hizo para hacerme entender que yo me equivocaba cuando decía por pura estupidez que el alemán era un idioma fuerte; podía comprobarlo en la poesía si quería: era suave, fresco, intenso. Recitó en mi oído, pronunciando cada palabra con elegancia. Fue fantástico; ella terminó de recitarlo y se río, como siempre. Aunque no era una risa, sino más bien algo distinto, una sonrisa pícara, con esos colmillos y ese brillo en los ojos que tenía en su mirada penetrante. Donde había algo feliz y triste a la vez.

No despedimos en el bar; Ana solía darme consejos y reprocharme mi inglés rudimentario, descuidos que ponían quizá en peligro mi futuro, etc.; luego sonreía, le gustaba estar conmigo. Puede que fuera un mecanismo de defensa de su personalidad exigente, que a veces yo lograba desarmar. Esa noche decidí que no sufriría, había sido un regalo volver a estar con ella y no pedí nada a cambio. Esa fue la noche que pasamos en el fin del mundo.

A la distancia pienso que ella disfrutaba de mi ingenuidad; buscaba esa dispersión y diversión. Ese quilombo que era yo por ese entonces, unas de sus palabras favoritas del léxico criollo que había asimilado con éxito.

La madrugada en Paternal me devolvió desde el balcón nubes dispersas y blancas, pequeños algodones. La pared celeste de mi habitación tenía una frase de Di Benedetto; no recuerdo qué decía. La miré y me sentí sereno. El sueño sobrevino quizá en el momento justo; la pequeña despedida era un hecho. Pequeña, porque volvería a verla.

Apenas unos meses después estaba de vuelta en Buenos Aires. Enterarme fue una remoción de sentimientos que parecían no extinguidos, pero sí mínimamente superados o soterrados. Falso. Otra vez esa especie de ambivalencia: sentí que descalabraría mi estructura armada durante su ausencia, que mis estudios entrarían nuevamente en un limbo. ¿Pero qué podía hacer? De buenas a primeras quise hacerme el duro, pero esa postura no fue una buena aliada; apenas oí en el teléfono la risa pícara de Ana morí. Quedé desarmado. Listo para encontrarme con ella.

Volví a verla en San Telmo, había alquilado otro lugar, el barrio le seguía fascinando. Me abrió la puerta y sin dudas la reconocí, aunque estaba como españolizada, más gorda, con los labios pintados de rojo y un vestido colorido; era verano. Estaba hermosa. Estás hermosa, le dije. Esa noche me tocaba elegir a mí, quería que la llevara a alguna parte o solo a recorrer la ciudad. Eso hicimos. Y volví a sentir todo lo mismo de nuevo. Por algún motivo Ana parecía más entregada esta vez, tanto que aceptó que fuéramos al departamento de Paternal y tomáramos unos tragos primero en el balcón después en el sommier que decoraba ridículamente el living. Empecé a sentir que sin buscarlo la noche perfecta se acercaba, después de una espera de mucho tiempo. Ese entusiasmo se fue apagando con el correr de las horas, y Ana retrocedió, y hasta se enojó. Como si de pronto volviera a la realidad, dijo que éramos amigos, que no confundiera las cosas. Fue un baldazo de agua fría. Cerca de las once de la noche, todavía temprano, la acompañé a tomar el colectivo para que volviera a San Telmo.

Por unos días mi orgullo me cerró completamente y no quise saber nada con Ana. Actuaba mal, decía ella, en las llamadas telefónicas esporádicas que me hizo en esos días que le siguieron; la castigaba sin motivo: no era su culpa que no estuviera enamorada, que no me correspondiera. Lo entendí a duras penas y recompusimos una relación que se desarrolló extrañamente. Sentí que me buscaba para pasarla bien, para hacer cosas que con otros no podía hacer, pero si bien a ella eso la conformaba y divertía, a mí no, por lo menos no del todo. Tampoco puedo decir que me enojé. Simplemente acepté las reglas del juego con tal de estar con la mujer que me seguía gustando ciegamente. Pero era triste. ¿Cómo se puede estar con la mujer que uno desea a medias, como ella quiere? ¿En calidad de qué, de amigos? El precio era sentir una satisfacción cortada, intermedia.

Nos alejamos un poco hasta que ella tuvo que volver a Alemania. En ese tiempo empezaban a quebrarse algunas cosas en mi vida, la convivencia llegaba a su fin, mi situación económica era mala. Me habían echado del trabajo de modo inesperado, una vez que había pasado el periodo de adaptación y prometía mejorar… Volví a vivir al barrio de donde me había ido dos años antes, y a compartir con dos hermanas un departamento estrecho, como la libertad que se avecinaba.

Pasó un tiempo largo y tumultuoso y quedé solo. En ese departamento el amor no prosperó hasta el momento en que lo dejé, paradójicamente, pero hubo momentos intransferibles que persisten en la memoria mía y de otros. Ana volvió por tercera vez a Buenos Aires, esta vez quedaban esquirlas de ese poderoso fuego que me había producido en el origen. Ya no soñaba amarla, lo que se entiende por eso, que incluye el sexo, sino verla como una amiga de la vida. Fue entonces que me escribió diciéndome que estaba en Buenos Aires y quería verme; no podía estar en la ciudad porteña y no verme.

Paraba en Colegiales. Me citó en un restaurante entre coqueto y bohemio que había en una esquina. Cuando llegué estaba sentada en una mesa de afuera, con un vino sobre la mesa, tan radiante como siempre. Esta vez no había que ocultar nada, había pasado el tiempo: alquilaba una habitación con su pareja, no recuerdo si alemana o porteña; sentí celos y envidia. No puedo describir qué tipo de cena fue, con qué me quedé de nuestro encuentro, ni siquiera puedo acordarme de qué hablamos. Habría incluso una historia posterior, porque Ana volvió ese mismo año a Buenos Aires.

Esta cuarta vez no la vi. Triste fue enterarme de su paso y de que decidiera no escribirme, ignorarme fue una daga al corazón casi imperdonable. “¿Y si nos cruzábamos en el subte, en la calle?”, le escribí en un mail. Podía verte, un rato quizás. Me devolvió el correo: estuvo ocupada en su trabajo y no pudo hacerse el tiempo para verme. Yo siempre sin razón que avale mis sentimientos: Había pasado a ser un impedimento, una pérdida de tiempo, una distracción que no podía Ana permitirse. Se lo dije abiertamente, enojado, dolido, en un mail. Ella se sintió descolocada. No había querido herirme, tuvo estas palabras para describir mi enojo, con las cuales no me identifiqué porque Ana lo hizo jugando y yo sentía rencor. “Tenés un alma tanguera”, escribió. Le había querido quitar dramatismo.

Muy cierto es que no puedo cargarla de responsabilidad por lo que yo sentí y ella no sintió, todos pasamos por esa confusión que se traduce luego en una amistad o el olvido de las personas queridas que pasan por la vida de uno. Hay tan poca claridad cuando somos jóvenes, que todo lo demás del tiempo que tenemos en una búsqueda por saber y no hacernos mal sin sentido. Y así y todo, el riesgo de los sentimientos es algo que no puede medirse, es una aventura, lo que queda permanece, en forma de cuerpo o de escritura. Las dos cosas son válidas.

Ana escribió algo cierto: “No te olvido, Andrés, y no olvido el tiempo que pasamos juntos, momentos guardados en el tiempo, no en el olvido. No voy a tardar mucho en volver”. No sólo volvería sino que decidiría, no mucho tiempo más tarde, vivir en Buenos Aires.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

Aniversario

Cuento

por Martín Kolodny

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Tenías cinco cuando se te cayó un diente por primera vez. Habías estado quejándote los días anteriores. Te dolía y te ponías nerviosa. Yo te decía que ibas a quedar horrible, que no ibas a poder comer porque se te iba a caer la comida por el agujero y vos te morías de risa. Mordías de costado y me mirabas a los ojos cuando le clavabas los dientes a la comida. Era sábado. Te habías despertado a eso de las nueve y me gritaste para pasarte a mi cama. Viniste con tu almohada y te metiste al lado mío. Pegaste tu espalda contra mi pecho -sabías, hace rato, que ahí ibas a caber perfecto por muchos años-, te rodeaste con mi brazo derecho y dormiste un rato más. Yo me quedé mirando hacia la ventana, ancha como casi toda la pared de mi habitación. Por esa ventana y la de tu pieza, cuando tenías seis meses, decidí que esta fuera nuestra casa. Miraba la luz entrar por el postigón metálico. Cuando era chico, en lo de mi mamá, compartíamos habitación con tu tío. Los fines de  semana, siempre me despertaba antes que él. Y me quedaba callado. La ventana de ese cuarto era gigante. El vidrio iba del piso hasta el techo y tenía una persiana de madera que no hacía falta levantar. Con la correa, podías dejar las maderas horizontales para que entrara la luz del día. Yo me despertaba y miraba la ventana. Me gustaba adivinar si afuera estaba nublado o lindo con la persiana cerrada. La luz del día se colaba en la habitación. Por cómo lo hacía, yo sabía los detalles del cielo. Cuando volviste a despertarme, pensaba que aún no había desarrollado esa habilidad en esta casa. Me recordaste que era sábado y me pediste huevos revueltos con queso blanco y un té con leche. Yo debía avisarte cuando todo, incluso mi tostada, mis huevos y mi café, estuviera servido. Siempre te llamaba un rato antes, porque tardabas en salir de mi habitación, ponerte las pantuflas, ir al baño y venir a la mesa con cara de menos mal que todo está listo. Poníamos música, como cuando eras muy chiquita, pero elegíamos los dos, “algo que nos guste a los dos”: listas de Spotify eternas de Virus y Los Abuelos de la Nada. Unos meses antes me habías preguntado qué significaba que “aquí no hay luces de escena y algo en mí no se serena”. De Los Abuelos, preferías las que había compuesto Calamaro, pero que cantaras a los gritos “Lunes por la madrugada”, de Miguel Abuelo, me emocionaba. A la mañana, con tiempo, eras muy segura. Devoraste los huevos, apenas probaste el té, me diste un beso por arriba de la mesa y te fuiste a jugar. Yo seguí sentado. Escuchaba tu voz hacer los diálogos de Barbie y Ken. Se saludaban, se preguntaban qué querían desayunar y planeaban qué harían después. Para ellos también era fin de semana. Yo quería salir. Convinimos que ibas a seguir jugando mientras yo ordenaba. Barbie y Ken cantaban. Desconociste nuestro acuerdo y nos peleamos. No querías vestirte, no querías lavarte los dientes, no querías ir al cine ni a comer al barrio chino. No querías hacer el plan que habías dictado. Te recordé que la película era sobre cuentos de Pescetti, que el barrio chino estaba lleno de chinos. Vos me gritaste y yo te grité más fuerte. Saliste disparada del living para tu habitación. Llorabas. Barbie y Ken se habían callado. Pasó un rato y fui a verte, sin que te dieras cuenta. Estabas acostada en tu cama deshecha, boca abajo. Tenías las pantuflas puestas, con los pies afuera de la cama. Me hacías caso sin darte cuenta. Al rato, con enojo impostado, viniste al living a decirme que bueno, que te vestías y nos íbamos. Amagaste con enojarte de nuevo porque no nos daba el tiempo para ir en bicicleta. Agarraste una muñeca. Arriba de un taxi, apoyaste la cabeza en mi cuerpo y suspiraste. En esa época, sólo querías salir conmigo si venían los abuelos o los tíos.

Te asombraste cuando viste que el cine quedaba arriba de un supermercado. Se entraba por el supermercado, por unas escaleras mecánicas al costado de las cajas registradoras. Me dijiste que podíamos comprar lavandina y galletitas para ver la película y te reíste. En la sala, éramos los únicos. Te dije que podíamos sentarnos un rato en cada asiento hasta apoyar el culo en todos las butacas y te reíste de nuevo. Te había comprado pochoclo. Te preocupaste porque dieron trailers en inglés, pero me creíste que las películas para chicos son en castellano y estuviste casi dos horas en silencio. No eran dibujos animados. Casi todos los actores y actrices eran nenes y nenas. Nada te dio miedo, ese miedo que te daban las escenas de incertidumbre en las que las misiones de los buenos se ven amenazadas por los malos. Sólo hablaste para sacarme la mano de la bolsa de pochoclo. Saliste contenta, aunque en el hall, de la nada, me aclaraste que no irías a hacer pis. Debías haberlo visto en mi cara: yo me estaba meando, pero la ciudad no está preparada para que un papá que pasea con su hija haga pis. Bajamos al barrio chino. Me dabas la mano, aunque no tuviéramos que cruzar la calle. Desde arriba, te veía el pelo, anudado con la colita que me dejaste hacerte a las apuradas antes de subirnos al taxi, y el flequillo -vos discutías a muerte con cualquiera que el flequillo no era pelo- corrido con una hebilla. Me preguntaste cómo sabía que estábamos en el barrio chino. Comimos en la calle, con las camperas desabrochadas, al sol, en un banco sobre Arribeños. Te comiste un tubo de sushi de salmón con la mano. Casi entero, sin cortar, y probaste un pedazo de una de los panes rellenos de cerdo que elegí yo. Compramos un gato dorado a pilas, de esos que saludan infinitamente con una de sus manos y caminamos a tomar el colectivo. Me pediste ver Netflix hasta que viniera a buscarte tu mamá. Apenas entramos, ella avisó que vendría un poco más tarde. Ya sabía que iba a ser imposible sacarte de mi cama, de enfrente de la tele. Quisiste merendar leche y Pepitos. Gritaste. Yo ordenaba en la cocina. Tus pasos retumbaron sobre la madera cuando bajaste de la cama. Llorabas y te reías. Yo lavaba las cosas del desayuno. Traías el diente en la mano. Lloraste fuerte cuando te tiraste en mis brazos. Dijiste que te sangraba, que llorabas porque te sangraba. Te llevé a upa hasta el baño. Te hiciste buches y se te pasó el llanto. Y empezaste a reírte. Estabas tentada. Yo también me tenté. Me pediste que te sacara una foto de la boca agujereada y otra del diente. Se las mandamos al abuelo, a las abuelas, a los tíos y las tías. Llamaste a tu mamá y te reíste porque el diente se te cayó estando conmigo. La primera vez que había llorado delante tuyo había sid dándote de comer, en casa. Todavía usabas silla alta y babero. Hubo muchas más. Los fines de semana, escuchando música a la mañana, decías “ay papá” cuando sentías ese ruido inequívoco de mi respiración, del que luego sólo puede venir llanto. Me trajiste el celular. Me viste llorar y me abrazaste. Cuando tu mamá tocó el timbre, ya estabas lista hace rato. No me dejaste ni contestar el portero eléctrico. Cruzamos el pasillo largo que da a la puerta de calle y te vi abrazarla y meterte en el auto. Cuando ya estabas adentro, y tu mamá me decía chau con un beso, me dijo que qué loco, que tu primer diente se había caído el día en que se cumplían once años de que ella y yo nos habíamos conocido.  

 

Martín Kolodny es periodista, docente y productor. Pero, esencialmente, es redactor. Nació en la Ciudad de Buenos Aires restablecida la democracia y tuvo la suerte de crecer en una familia que lo cuidó. Cuando logra hacer más de lo que piensa, es más feliz. En Twitter es @martinkolo.