«En la simpleza estaba la felicidad», por Gustavo Monsalve

La entrada está escondida, como hace años, detrás del ombú donde termina nuestro terreno. Está en el suelo, disimulada por una tapa con camuflaje militar. Tiene una combinación, lo que es una ventaja para evitar a cualquier curioso que la encuentre de casualidad. Cuando se mueve la manija con los movimientos precisos se abre. La humedad te inunda la nariz. Para bajar hay una escalera caracol rojo ladrillo. La luz del ambiente es cálida, cambié los tubos que duraban más, pero eran horribles para leer. Hay un escritorio amplio de roble, una biblioteca enorme que cubre una pared y pilas de vinilos que el polvo se encarga de cubrir con paciencia. El tocadiscos está sobre unos cajones de verdura. Estaba haciendo un mueble para que quede mejor apoyado, la mesa de luz para nuestro cuarto, te dije. Una heladera industrial enorme, tres catres militares y una cañería neumática que manda mensajes al escritorio de nuestra casa. Los mensajes salen sobre la mesa, en el extremo opuesto a los cajones, no los viste nunca por que está tapado por la caja de habanos. En una de las paredes hay una portada de la revista Gente enmarcada. “Estamos ganando”, en letras rojas, asumo que fue la última decoración que hizo mi viejo antes del infarto. No me atreví a cambiarla.

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Metafísica del interior, sobre «Juan Florido, padre e hijo minervistas», por Isabel Lacatol

 «Juan Florido, padre e hijo minervistas», Ezequiel Martínez Estrada.

El espacio físico es un elemento fundamental en Juan Florido, padre e hijo minervistas, da cuenta de las distintas jerarquías sociales y las relaciones de poder que operan en una comunidad. En lo que pasa adentro y fuera del palacio es posible rastrear una visión de mundo: el adentro representa lo asfixiante, mientras que el afuera remite a las amenazas y los peligros de la sociedad moderna. Martínez Estrada parece decirnos que no hay lugar seguro, según Jorge Panesi “toma el campo de lo literario como el terreno más propicio para dirimir cuestiones que no se podrían resolver ni siquiera dentro de la teoría sociológica o política”.

Retomemos la trama del cuento. Florido padre viene de España, junto con su mujer, el hijo muerto conservado en un frasco y su otro hijo llamado Juan Florido. Apenas llega es recibido por el general Mitre, quien le ofrece un puesto como minervista para la Compañía Sudamericana de Billetes de Banco. Este empleo le sirve para poder alquilar una habitación en el Palacio Bisiesto, a poco tiempo de su llegada Florido puede acceder a un lugar de cierto privilegio social, “En seguida, alquiló la habitación número ochenta y seis del Palacio Bisiesto, en el tercer cuerpo de la planta baja o platea”. El dato sobre la localización de la habitación no es menor ya que el palacio tiene la misma disposición que un teatro tradicional, “A la planta baja la denominaban los inquilinos la platea, al primer piso la tertulia al segundo la cazuela y al tercero el paraíso. El paraíso era el verdadero infierno porque era preciso subir por escaleras hasta él, bajar y subir las mujeres para lavar la ropa y cualquier diligencia, todo lo cual los ponía de mal humor, enconándolos contra los habitantes de otros pisos y entre sí.”

La familia Florido es considerada por los vecinos como aristocrática, la forma de vida que llevan genera antipatía; cuentan con una entrada doble de dinero dado que padre e hijo trabajan en el mismo lugar. A los ojos de los demás tienen costumbres lujosas: los sábados van al teatro y toman chocolate con churros. Ese día la madre hace la compra especial de pescado, aceitunas y otros alimentos. Los domingos hacen un concierto con el laúd, la herencia familiar.

Otro rasgo que les da cierta particularidad son los frecuentes dolores de cabeza del padre y del hijo, “Horas y horas permanecían así, y nadie podría decir si conservaban aún el don de la palabra.” Con el dolor de cabeza Martínez Estrada muestra las estrecheces de los espacios donde estos personajes se mueven. Por otro lado, la idea del encierro también se puede apreciar en el procedimiento, como si fuera una caja china, dentro del relato principal se introduce la historia de Dámaso Quegetta sobre la mujer que conoce en la calle, a su vez la mujer narra un episodio de su vida. Esas historias no tienen espacio para tener un desarrollo propio.

La posición de la familia Florido también se ve reflejada en la descripción de la habitación, “los otros dos cuadros que adornaban las paredes eran los del hermano torero muerto y de Krishnamurti, pues el minervista estaba muy al tanto de la literatura teosófica”, y “la biblioteca del hogar se componía de media docena de libros, entre ellos, El apoyo mutuo de Kropotkin, Fuerza y materia de Buchner y Así hablaba Zaratrusta de Nietzsche.”

El vecino que va a pedir la ropa del padre y que finalmente se queda a comer,  pone en juego las relaciones de poder, se niega a reconocer a la familia Florido como diferente.

“Qué pescado fino, agregó señalando con los ojos el plato. Debe ser corvina.

– Lenguado.

-¿No les dije? Ustedes son el Bisiesto la aristocracia. Nosotros somos en comparación unos miserables. Pescado…yo lo como una vez por año, cuando me invitan. ”

(Martínez Estrada, 1975, p.308)

“¿Me permite otra presa? Está lindo el bacalao”.

(Martínez Estrada, 1975, p.309)

“¿Siempre tiene la guitarra?”

-No es una guitarra; es un laúd- corrigió Juan Florido.

-Bueno, la guitarra esa.”

(Martínez Estrada, 1975p.308)

Weinberg afirma que en la ficción, que se da en paralelo a la producción ensayística de Martínez Estrada, se puede leer el desencanto que produce la modernidad, hay una preocupación por el tiempo y el espacio. En Juan Florido, padre e hijo minervista, encontramos descripciones de lugares laberinticos y asfixiantes, con multitudes agrupadas viviendo “en estado de guerra”, por otro lado el tiempo de enunciación es el pasado, no hay presente, “Juan Florido, el padre, moría tres días antes de cumplirse cuarenta años de su llegada al país, a los sesenta y dos de edad.”

El cuerpo en descomposición del padre expulsa a su familia, tienen que salir a dar vueltas por el palacio. Sin embargo la amenaza del encierro nunca desaparece, Juan Florido es llevado al cementerio en un coche fúnebre para niños.

Imagen: Giorgio de Chirico.

 

Isabel Lacatol (1984, Santa Cruz) Es Profesora de Filosofía y Diplomada en Gestión Cultural. Estudia Letras en la UBA. Trabaja como docente, prensa y comunicación de eventos. Editora en Revista Le Folie.

«Árbol de moras», por Nicolás Villarino

Cuando la vi por primera vez, les conté enseguida a los chicos del pasaje que me gustaba la chica flaca y alta, de pelo castaño, que vivía a la vuelta e iba sola a comprar al mercado. Caminaba rápido y parecía siempre atenerse al mandado. No saludaba a nadie. Una vez en la fila me quedé sin reacción cuando la vi justo delante de mí, me pregunté si era tan ágil como para tomar algunas cosas en pocos segundos o si yo estaba tan distraído. Me animé a saludarla y preguntarle si alguna vez quería venir a jugar al pasaje, ya estaba pagando y metiendo a la vez las cosas en la bolsa para irse apurada.

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«Poesía y memoria», por Omar Lobos

«Poesía” y “memoria” son términos solidarios entre sí. La poesía aparece como un recurso de la memoria, con sus metros, su ritmo, su rima, sus fórmulas, que ayudan a retener innúmera cantidad de versos. Y la memoria es necesaria a la poesía, cuando quiere arrancarse a la cultura del papel y emprender vuelo, en la voz, en la música, en la evocación. O cuando quiere, necesita, refugiarse, guardarse, esconderse. La poesía es un género más ligado a la voz que otros géneros, hay poetas que sienten el verso primero en la voz, y solo luego lo vuelcan en la letra. Ósip Mandelshtam era uno de ellos. Es más, según las memorias de su esposa Nadiežda, “se jactaba de no saber escribir y trabajar recitando”.[1] Ello antes incluso de que sus versos significaran un peligro para él.

“Yo no tengo manuscritos”, escribe Mandelshtam en La cuarta prosa, “ni libretas de apuntes, ni archivos. No tengo mi propia letra, porque nunca escribo. Yo solo en toda Rusia trabajo recitando, y alrededor toda la recalcitrante cabronada escribe. ¡Qué diablos voy a ser un escritor! ¡Lárguense, imbéciles!”.

Anna Ajmátova también tenía buena memoria: según Nadiežda, ella y Mandelshtam “dos veces no se decían sus versos, puesto que los recordaban con solo un recitado”. Mandelshtam, por otra parte, cuando alguna vez dictada a su esposa, rezongaba que no recordara de una sola vez todo el poema. Y agrega Nadiežda que Ajmátova solamente en su vejez llevaba cuadernos.

Ósip Mandelshtam es arrestado (por segunda vez) en mayo de 1938. Fue a parar a un campo de concentración en el Lejano Oriente ruso, Vladivostok, donde muere a fines de diciembre del mismo año. Su muerte es transmitida oficialmente a su familia en junio de 1940. Y aquí es donde adquiere tan tremenda relevancia la obra de su abnegada esposa: Nadiežda Iákovlevna Jázina-Mandelshtam.

Hay ante mí una tarea nueva, y no sé cómo emprenderla. Antes todo parecía claro: había que conservar los versos y contar lo que nos había sucedido […]

Para mí y para todos los aletargados, ya no había ni vida ni sentido de la vida, pero tanto a mí como a la mayoría de aquellos nos salvaba el “tú”. En lugar del sentido de la vida apareció un objetivo concreto: no dejar que se pisoteara la huella que dejó sobre la tierra esta persona, mi “tú”, salvar los versos. En esta obra yo tenía una aliada: Ajmátova. Dieciocho años, un lindo plazo de reclusión, vivimos sin ver una luz, sin ningún apoyo desde fuera, sin atrevernos a pronunciar ese nombre íntimo –solamente en un susurro, las dos solas–, y nos estremecíamos sobre un puñadito de versos.

Nadiežda Mandelshtam dejó también un invalorable testimonio de su época: tres libros de recuerdos –escritos en los años 60– centrados fundamentalmente en las figuras de su esposo y de su amiga Anna Ajmátova. La amistad de las dos mujeres fue la continuidad del profundo lazo artístico-fraterno que había unido a los dos poetas. No en vano en su gran “Poema sin héroe”, Anna Andréievna alude a Mandelshtam como “mi doble”:

Y tras el alambre de púas

en el seno de la taiga dormida

en cuál año no sé

vuelto terrón del polvo del gulag

vuelto ficción de un sucedido horrible

mi doble marcha al interrogatorio…

Ciertamente, el Samizdat hizo lo suyo en la preservación y difusión de la obra de los autores censurados y/o desaparecidos durante la era soviética. La traducción del término sería “autoediciones”. Se trataba de copias clandestinas de obras hechas con carbónicos por los autores o por los lectores. En tiempos soviéticos, era el modo en que se difundían autores prohibidos dentro y fuera de Rusia. Dice a propósito Nadiežda:

No fue enseguida que comprendí el significado de Samizdat y me afligía porque no iban ya a publicar a Mandelshtam. Ajmátova también para esto tenía respuesta: “Nosotros vivimos en una época pregutenberguiana” y “Osia no necesita una máquina de imprenta”… Y yo poco a poco me convencí de su justeza: los versos son algo que vuela, no pueden ser escondidos ni encerrados. […]

Ajmátova no dejaba de asombrarse de que resucitaran versos pisoteados y, como a veces parecía, aniquilados. Decía: “No sabíamos que los versos eran tan vitales” y “Los versos no son lo que nosotros creíamos en nuestra juventud”.[2] Puede que no supiéramos, pero con todo algo sospechábamos. Al salvar los versos de Mandelshtam no nos atrevíamos a tener esperanzas, pero no dejábamos de confiar en la resurrección de aquellos.

Los versos de Mandelshtam fueron salvados por la memoria, la de estas dos mujeres y la memoria popular, que es el capital más preciado para un poeta. Por otra parte, en la tradición rusa, la literatura siempre fue concebida para hacer algo. Si los debates en torno a la revolución –fundamentalmente– ocuparon las letras del siglo XIX, los escritores soviéticos se sentían llamados a dar testimonio. “¿Y usted todo esto lo puede contar?”, le susurra a Ajmátova una mujer en la cola de la cárcel para ver a sus hijos aun sin saber quién era Ajmátova, y ella le respondió: “Puedo”. Esta pequeña conversación, que está en la introducción a su poema “Réquiem”, expone el carácter misional que la literatura rusa tuvo siempre.

No sé si por todas partes [sigue Nadiežda Mandelshtam], pero aquí, en mi país, la poesía está entera y vivifica, y la gente no ha perdido el don de ser penetrada por su fuerza interior. Aquí se mata por los versos, signo de un inaudito respeto por ellos, porque aquí todavía somos capaces de vivir de versos. Si no me equivoco, si esto es así y si los versos que yo he conservado sirven en algo a la gente, significa que no he vivido en vano y que hice lo que debía hacer por aquel que fue mi “tú” y por la gente en la cual los versos despiertan lo humano, y en consecuencia, el principio humano.

A propósito de “Réquiem”, cuenta Lidia Chukóvskaia en sus extraordinarias Notas sobre Anna Ajmátova:

Anna Andréievna, de visita en casa, me recitaba susurrando versos de “Réquiem”, pero en su casa del Fontanka no se resolvía a ello ni siquiera susurrando; inopinadamente, en medio de la conversación, hizo silencio y, señalándome con los ojos al techo y las paredes, tomó un pedazo de papel y un lápiz; después pronunció en voz alta alguna cosa cotidiana: “¿quiere té?” o “cómo se ha tostado”, después llenó el papel con letra rápida y me lo extendió. Yo leí los versos y, reteniéndolos en la mente, se los devolví en silencio. “Ahora hace un otoño prematuro”, dijo fuerte Anna Andréievna y, frotando un fosforito, quemó el papel sobre el cenicero.

La tarea, y la obra, de estas celosas memoristas fue ciclópea. Y escribo “memoristas” en dos sentidos: primero por todo lo que salvaguardaron en su memoria y segundo por el precioso legado que significan sus apuntes sobre Mandelshtam y Ajmátova. Lidia Chukóvskaia registró a modo de diario durante treinta años sus encuentros con Anna Andréievna. Era hija del célebre crítico (y escritor infantil) del llamado Siglo de Plata ruso Kornéi Chukovski. Ella misma escritora, poeta y prosista, autora de un famoso relato sobre los años del terror: Sofia Petrovna, la historia de una ciudadana soviética a la que trágicamente se le va revelando qué hay detrás del benefactor estado comunista. No obstante, la gran obra de su vida fueron los tres tomos de memorias que mencionamos, que abarcan desde su primer trato con Ajmátova en 1937 hasta la muerte de esta en 1966. Escribe tres meses después de este acontecimiento:

Con cada día, cada mes, mis anotaciones fragmentarias se iban volviendo cada vez menos la reproducción de mi propia vida convirtiéndose en episodios de la vida de Anna Ajmátova. En medio del mundo fantasmal, fantástico, enturbiado que me rodeaba, solamente ella no me parecía un sueño, sino lo real, aun si ella en este tiempo también escribía solo sobre fantasmas. Ella era indudable, auténtica en medio de todas las vacilantes inautenticidades. En aquel estado de ánimo en el que me encontraba en esos años –ensordecido, muerto–[3], yo misma me parecía cada vez menos viva de verdad, y que mi vida incompleta mereciera descripción (“Y suerte que ya haya pasado”[4]). Hacia 1940 anotaciones sobre mi vida ya no hacía casi nunca, y sobre Anna Andréievna escribía con más y más frecuencia. Me llamaba escribir sobre ella, porque ella misma, sus palabras y acciones, su cabeza, sus hombros y el movimiento de las manos poseían ese acabamiento que habitualmente pertenece en este mundo solamente a las grandes obras de arte. El destino de Ajmátova –algo más grande que incluso su propia personalidad– moldeaba entonces ante mis ojos, a partir de esta mujer célebre y abandonada, fuerte y desamparada, la estatua de la aflicción, la orfandad, el orgullo, el coraje. Los versos anteriores de Ajmátova yo los sabía de memoria ya desde la infancia, y los nuevos, junto con los movimientos de las manos que quemaban el papel sobre el cenicero, junto con el perfil aguileño, nítidamente recortado por una sombra azul sobre la pared blanca de la cárcel para confinados, entraron ahora a mi vida con la irrevocable naturalidad con la que ya hace tiempo han entrado los puentes, San Isaac, el Jardín de Verano o el malecón.[5]

Este testimonio abnegado es, ciertamente, a la vez un colosal testimonio epocal. Como ha escrito Ajmátova en una dedicatoria suya a Nadiežda Mandelshtam: “A la amiga Nadia, para que una vez más recuerde lo que pasó con nosotros”. Lidia Chukóvskaia comprende desde el principio que no está solamente preservando ese monumento que es la personalidad de Ajmátova, sino, a través de ella, una memoria colectiva.

Entre las anécdotas interesantes que recoge sobre diversos poemas de Anna Andréievna reportamos esta, a propósito justamente del que se llama “El sótano de la memoria”: en la anotación correspondiente al 4 de noviembre de 1953 cuenta que tratan entre las dos de restablecer el poema en su totalidad. La propia Ajmátova lo recordaba todo excepto los dos primeros versos:

……………………………….

……………………………….

No con frecuencia visito a la memoria

y además ella siempre me confunde.

Cuando desciendo con un farol al sótano

creo sentir de nuevo un sordo alud

tronar detrás por la escalera angosta.

Humea el farol, y regresar no puedo

mas sé que voy a lo de mi enemigo

y pido por piedad… Pero allá está

oscuro y quieto. ¡Mi fiesta ha terminado!

Ya treinta años que acompañaba a damas,

de viejo ha fallecido aquel pilluelo…

Me he retrasado. ¡Qué desgracia, pues!

No puedo presentarme en ningún lado.

Pero toco en la pared los cuadros,

y me entibia el hogar. ¿Y este milagro?

¡Entre este moho, este tufo y corrupción

destellaron dos vivas esmeraldas!

Y maulló un gato. Bien, vamos a casa.

¿Mas mi casa y mi juicio dónde están?

Chukósvakaia no consigue recordar el comienzo, y la reacción de Ajmátova es: –¡Se acuerda usted de cada tontería y no puede recordar los dos primeros versos! Dígame al menos de qué trataban.

Las memorias prodigiosas y entrenadas también juegan malas pasadas. Los versos no aparecen a pesar de los intensos devaneos. Recién el 21 de enero de 1955 Lidia Kornéievna anota:

De repente, en medio de la conversación, ella [Ajmátova] con un rápido movimiento abrió la valijita, sacó de allí una hojita y la puso ante mí sobre la mesa. Yo leí:

Pero que yo vivo triste es un absurdo

Y también que el recuerdo a mí me aguce…

–¿Los reconoce? –preguntó Anna Andréievna, mirándome fijamente.

Los reconocí: ¡las primeras líneas de “El sótano de la memoria”! Ahora estaba restablecido por completo.

Yo no sé si Anna Andréievna recordó estos versos o los encontró en su anotación primigenia.

Me fui feliz.

 Salvo Mandelshtam, tanto su esposa Nadia como Ajmátova y Lidia Chukóvskaia sobrevivieron al “reino de mil años” de lo que se conoce como período estalinista. Mandelshtam fue rehabilitado oficialmente en 1956. Ajmátova desde los años 50 fue readmitida en la Unión de Escritores Soviéticos. Pero ello no significaba que pudieran ser publicados libremente. Nadiežda Mandelshtam ya en los años 70 envió todo el archivo documental de su esposo para ser preservado a la Universidad de Princeton (EE.UU.). Las ediciones de Ajmátova durante todo el período soviético fueron siempre “propuestas” por las editoriales estatales. La mayor parte de la poesía de ambos fue salvada, preservada, venerada, por la memoria de quienes amaban esos versos como algo propio, íntimo, indiscernible de uno mismo.

La cultura se define por la memoria, por la lucha contra el olvido, y sobre todo el olvido como desaparición forzada. El olvido como acto deliberado de borramiento, como agente de disgregación. Así, en el destino de estos dos poetas (y, lateralmente, de sus amigos memoristas) quisimos graficar someramente la enorme tarea que desempeñó la memoria en el resguardo de esa cifra de los siglos y la vida de los pueblos que encarna siempre la poesía.

[1] En ruso el verbo chitat’ significa “leer”, pero también significa “recitar”: chitat’ stijí es, antes que “leer versos”, “recitar versos”. Como si los versos pudieran solamente sonar.

[2] Agrega Nadiežda: “Las tiradas de Samizdat en que se difundían los versos de Mandeshtam y muchas otras cosas no se pueden calcular, pero creo que sobrepasan incomparablemente las tiradas de cualquier libro de versos de nuestra juventud”.

[3] Su segundo esposo es encarcelado en 1937 y fusilado al año siguiente.

[4] Verso de un poema de Chukóvskaia.

[5] Sitios de Petersburgo.

Omar Lobos (1964, La Pampa) Actualmente reside en Buenos Aires. Es Licenciado en Letras en la Universidad de La Pampa y Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Integra el equipo docente de la cátedra de Literaturas Eslavas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y ha  realizado las primeras traducciones argentinas directamente del ruso de “Crimen y castigo y “Los hermanos Karamázov”, de Fiódor Dostoievski, así como de los romances populares de Alexandr Pushkin y el teatro completo de Antón Chéjov (todas ellas editadas por Colihue), entre otras. Es miembro fundador de la Sociedad Argentina Dostoievski, que integra la Sociedad Internacional Dostoievski. También es docente de Lengua Española en la Universidad Nacional de Lanús.

En boca de Carpenter la locura de Lovecraft

por Nicolás Pose y Manuel Pose

En la boca del miedo (In the Mouth of Madness, 1994) es “la” película que homenajea a Howard Phillips Lovecraft, más conocido como H.P. Lovecraft, maestro del horror cósmico, tan imprescindible como Edgar Allan Poe. Tanto el director, John Carpenter, como el guionista, Michael De Luca, han logrado un extraordinario popurrí cimentado en los relatos de los Mitos de Cthulhu, ciclo literario de horror cósmico consolidado entre 1921 y 1935 por Lovecraft y otros escritores de su Círculo.

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«Vaniloquio» y «Enamorado y Oblivion», por Jonathan Amador

Vaniloquio

 

Supongamos, por un momento supongamos,

que sos perenne

y que los avatares de la vida te resbalan,

que la existencia es armónica y perfecta

y los placeres al alcance de la mano,

sinestesia, en tu cabeza

y los ausentes nunca se fueron

y tus amigos jamás partieron,

porque sé que no vas a estar afligido,

tiro a la mierda

tu droga abyecta,

y miro, pienso, tu futuro, casi eterno,

casi impoluto, casi perfecto.

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«No expectations». Reseña de Diarios de la edad del pavo de Fabián Casas, por Isabel Lacatol

«No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios». (Trópico de Cáncer, Henry Miller) 

 

«Vivimos demasiado poco para escribir de otras cosas que no fuésemos nosotros mismos» (Beckett)  

 

 

Me tengo que subir a un avión. No me gusta volar, la sensación de estar en el aire me da pánico.  Pienso en llevar un libro que me haga olvidar de las alturas.  Elijo Diarios de la edad del pavo de Fabián Casas. Ya en el avión consigo dominarme, no me tiemblan las manos ni me siento inquieta, todo parece ir bien. Miro la tapa, estoy segura, «Gracias Fabián», pienso.

Si bien la preocupación por volar se desvanece, aparece una nueva sobre el libro ¿Se trata de un diario de escritor o es un diario íntimo? ¿Se parece a los diarios de Alejandra Pizarnik o está más cerca de la autobiografía en seis tomos de Victoria Ocampo? ¿Es una autobiografía clásica? Me ordeno suspender el juicio. A veces para entender o para olvidarse de una fobia hay que suspender el juicio. Como en todo diario se relata lo cotidiano, por momentos resulta monótono. Como si no avanzáramos, tenemos la sensación de estar leyendo siempre la misma parte. Abundan las descripciones sobre el clima y los recorridos que hace el aprendiz de escritor «Hace frío y llueve desde hace tres días. Hace un rato salí a caminar y fui hasta una librería a comprarme un libro, pero no lo conseguí», en otra parte dice «Tengo que comprar 1) hojitas de afeitar 2) aceite 3) papel higiénico 4) detergente 5) desodorante 6) shampoo 7) té 8) copos de maíz…».

Digo aprendiz de escritor porque esa es la mirada de Casas sobre sí mismo en los noventa. La falta de trabajo, los teléfonos fijos y la escritura de cartas son elementos que nos sitúan en un escenario preciso, es en esos años que se descubre como artista. «Yo me identificaba con esa fuerza que había eclosionado muchísimos años atrás en París. Eso es un artista: una fuerza en el vacío que va a la derrota como único fin.» Hay informaciones que se hacen consientes una noche cualquiera, después de ver una película o leer a Henry Miller.

Esta lucidez tiene su contracara en el relato de lo velado, los síntomas que presenta el escritor en muchas de sus entradas en el diario. Se describe enfermo, con gripe o dolor de muela, en una lucha casi constante por restablecer el normal funcionamiento del organismo. «Tuve fiebre y me levanté varias veces para tomar un yogurt. Deliré con cosas que ahora se me escapan…hoy tengo algo de temperatura. Me duele todo el cuerpo como si hubiera hecho gimnasia», «Tengo tos y estoy un poco mareado…quiero caminar y hablar poco, porque me agito mucho, tengo una roldana oxidada en el pecho, que carga flema en las profundidades y la deposita en mi boca».  Es el relato de la somatización que nos hace plantearnos ciertas preguntas: ¿Es un chico débil? ¿Qué importancia tiene el dolor físico en su formación como escritor?

Se nos cuenta una imposibilidad, la del cuerpo que padece, se describe a la angustia en la metáfora del horla y al mismo tiempo detalla el día a día del encuentro consigo mismo, la construcción de su vocación.

Podemos pensar que lo que diferencia a un diario de cualquier otro género es la especificación de las fechas, se trata de un discurso seriado, con entradas en momentos específicos. Este tipo de literatura del yo, que puede entenderse como un relato autobiográfico responde a una estructura que se relaciona con lo privado. Lo que leemos en Diarios de la edad del pavo es la construcción de un tipo de yo, el “yo escritor” de Fabián Casas y en este punto está más cerca de la débil e incomprendida Pizarnik que de un Victoria Ocampo que apela a la memoria para narrar de forma clásica sus orígenes.

La entrada final del diario parece ser el punto de partida del otro yo, el que queda oculto al ser desplazado por el escritor, «parece que soy un ser detestable, megalómano y hostil».

Ya en tierra firme le pregunto a un amigo qué piensa sobre el libro, me responde que es “un choreo”, que los diarios de escritor son publicados una vez que mueren. Después me cuenta sobre su viaje a Asia, alguien le dijo que no hay que tener expectativas y no sé qué más. Mi opinión es esta: me gusta leerlo, resulta animador leer esas entradas y suspender el juicio; dejarse llevar por los pasos de Fabián, acompañarlo, en la salud y en la enfermedad. Suspender el juicio. Ser una cosa que duda.

Isabel Lacatol (1984, Santa Cruz) Es Profesora de Filosofía y Diplomada en Gestión Cultural. Trabaja como docente, prensa y comunicación.