Teoría: «Miguel Cantilo: contracultura y alienación en los primeros setenta», por Marcelo Mendéz

Cuando Pedro y Pablo, dúo que conformaban Miguel Cantilo y Jorge Durietz, da a conocer Yo vivo en una ciudad, en 1970, hacía ya unos años que Cantilo afinaba su particular forma crítica de ver el mundo. Una visión, a la que no le va mal el rótulo de contracultural, tras la que latían las formas de vida propugnadas por el hippismo, las voces antisistema moldeadas en el mayo francés y un modo tan alejado de la política partidaria como porfiado a la hora de oponerse al totalitarismo, puesto en práctica durante la dictadura de Onganía. El cuestionamiento al trabajo alienado tiene en esta visión que desarrolla Cantilo un lugar de peso. Varias de sus primeras canciones hacen foco en ese tópico.

Como se sabe, entre los distintos movimientos que impugnaban el status quo en aquellos años fue el hippismo el que más fuertemente impactó en Cantilo quien tomó parte de experiencias comunitarias que tuvieron lugar en Buenos Aires, en una casona de la calle Conesa que da nombre a uno de sus discos y en la por entonces pequeña localidad rionegrina de El Bolsón.

De todos modos, era evidente que una poética que aunaba belleza y combatividad, no iba a limitarse a los mandatos de una única arista de la subcultura de esos años. Así, en su imperdible libro Chau, loco, Cantilo menciona la atención con la que supo seguir las alternativas del mayo francés. Esto ya se consignó, pero importa considerar que si esos acontecimientos tienen en común con el hippismo su juvenilismo a toda prueba, mayo del 68 es también la presentación en sociedad a los ojos del mundo, de la nueva izquierda, como se llamó por entonces a los grupos trotskistas y maoístas que estaban revitalizando el marxismo, contra el burocratizado PC soviético. La Argentina experimentará esa irrupción un año más tarde durante el Cordobazo.

Asimismo, conviene no perder de vista que las letras de Cantilo tienden puentes con el graffiti político, ingenioso y estetizado, que esa contracultura del 68 supo producir. Algunos de sus versos, tales como “Es mejor tener el pelo libre/que la libertad con fijador” o “con el as de espadas nos domina/ y con el de bastos entra dar y dar y dar”, ambos de “La marcha de la bronca”, o mejor, “nos han sintetizado la forma de existir” de “Vivimos, paremos” trabajan sobre una estructura similar a la que utilizaron los estudiantes franceses, focalizándose aquí en denunciar las obsesiones y el modo de funcionamiento del onganiato. Son letras extrapolables de su contexto artístico y que pueden reproducirse en cualquier pared.

La crítica al trabajo alienado es un problema sobre el que todas estas vertientes que conforman la poética de Miguel Cantilo convergen. Tal como lo planteó Marx en sus manuscritos económico-políticos es a causa del trabajo alienado que “el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto extraño” (Marx, 1995: 106). Está en la base de esta problemática que “cuanto más se vuelca el trabajador en su trabajo, tanto más poderoso es el mundo, extraño, objetivo, que crea frente a sí, y tanto más pobres son el mismo y su mundo interior” (Marx, 1995: 106). De un modo más intuitivo, Cantilo comprende la gravedad de este problema, lo toma y lo vuelca en sus canciones.

“Yo vivo en una ciudad”, una  canción emblemática que delimita y caracteriza el espacio por excelencia del yo lírico de Cantilo, la ciudad de Buenos Aires[1], lo presenta con claridad:

Yo vivo en una ciudad/donde la gente aún usa gomina/donde la gente se va a la oficina/sin un minuto de más. Nótese que este texto fundacional, funda más una ciudad alienada que una ciudad sin más. La gomina, ya residual en 1970 -ese aún que anota Cantilo lo delata- todavía adecuaba el cabello de los varones a las rígidas, “engominadas” exigencias del mercado laboral y de la sociabilidad predominante de entonces. Engominado, el pelo pasaba por lo que no era[2], bajaba el copete, estrictamente, se alienaba, en las cabezas de estos muchachos de antes que sí usaban gomina.

Esa oficina a la que la gente se dirigía sin un minuto de más (mi subrayado) es un espacio bastante requerido por los roqueros argentinos. Entre las pocas excepciones se cuenta el Pato de Moris que como es sabido, “trabaja en una carnicería”[3]. Tal vez porque sus músicos provenían mayoritariamente de entre las capas medias, el rock nacional se ocupa más de la oficina que de la fábrica[4]. Pero ciertamente le confiere a la oficina dinámicas propias de lo fabril: el trabajo en serie, rutinario, repetitivo -amigo/cuidate de la rutina/que es como una carabina/que tira a repetición- dicen otros versos de Cantilo. La oficina es percibida como un dispositivo de alienación, dispositivo que incluye un exigente manejo del tiempo, tópico encapsulado en ese “sin un minuto de más” que cierra la estrofa, pero que reaparece en los versos que inmediatamente siguen: “Yo vivo en una ciudad/donde la prisa del diario trajín/ parece un film de Carlitos Chaplin/aunque sin comicidad”. Es duro trajinar, que duda cabe –la lucha es cruel y es mucha, dice Discepolo, y resulta oportuno mencionar entonces que “Yo vivo en una ciudad” luce definidos aires tangueros-, pero los relojes de la patronal le sobreimprimen al trajín una prisa excesiva. El trabajo en el capitalismo se vuelve chaplinesco por la absurda velocidad que deben alcanzar los trabajadores en la producción y también lo es, en un doble movimiento de afiliación y desplazamiento que pone en juego Cantilo, porque “Tiempos Modernos” es la más específica crítica hecha desde el arte cinematográfico a esa “prisa del diario trajín”, a la alienación del trabajo en el siglo veinte.

Finalmente, se comprende que el yo lírico no se excluye del conjunto y opone como política un andar ralentado a esta rapidez que busca generar más plusvalía: “porque no soy más que alguno de ellos/ sin la gomina/sin la oficina/con ganas de renovar”.

Otro tema de los primeros tiempos de Miguel Cantilo que resulta insoslayable para esta ponencia es “Vivimos, paremos”, título que inmediatamente propone una necesidad de corregir el rumbo o aún de recomenzar de cero toda actividad humana. La dimensión temporal, reducida a mero apuro organizado, ocupa de nuevo un lugar central: “Vivimos en un tiempo, sin tiempo que perder”. El primer verso pone de relieve esa reducción: la época corre tras los mandatos del reloj, que sobrecargan la vida humana. Esta exigencia pronto reaparece: “luchamos como bestias tratando de frenar/los días los relojes automáticos y la natalidad”. En el presente en el que irrumpe la música de Cantilo no se trabaja, se lucha de modo bestial, excediendo incluso el dictum discepoliano de “Uno” citado más arriba. En ese exceso está la alienación. La lucha es contra el reloj automático –novedad de aquellos años-, que por un lado trae a colación aquellas palabras de Julio Cortázar en sus Historias de Cronopios y de Famas: “No te regalan un reloj. Tu eres el regalado. A ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj” (Cortázar, 1962: 28), pero también, en un plano más macro se lucha contra el inexorable paso de los días y contra la natalidad, objeto de una creciente planificación que Cantilo parece ver como otra forma de intervención del Estado sobre los sujetos.

Lo que sigue, en esta canción de notable actualidad –Cantilo siempre logra ser actual y algunas veces profético- como cuando con “Telefonito, holá” se burló de los primeros celulares, que hoy se burlan de todos nosotros, son versos que demuestran que los medios hegemónicos de hoy no han inventado gran cosa: “y cuando nos libramos/ del yugo laboral/ la vida está dictada/ ya por televisión/usted comprará aquello y hará esto/debe hacerlo/ porque refresca mejor”. Se denuncia de nuevo que el trabajo alienado impera, porque si el trabajo es un yugo del que hay que librarse, entonces la alienación es tangible. Completa y profundiza esa degradación del trabajo su articulación con los mass media: la vida en el tiempo libre está dictada por la televisión, que dirige los consumos de los televidentes. En la impugnación de una publicidad que se expresa dando ordenes, Cantilo parodia la propaganda de Coca Cola,  paradigma de la sociedad de consumo y marca de la influencia norteamericana en ella.

“Nos han sintetizado la forma de existir”, sintetiza, justamente, Cantilo, que no olvida mencionar que el hippismo buscó una salida diferente que fue mal vista por el decoro burgués: “La luna transmitida/doblada al español/y por toda poesía/alguien habló de amor/  Habló de amor y paz y le dijeron/que tenía el pelo sucio/ de malvón. La denegación de valores universales con la excusa de alguna cabeza poco afecta al shampoo impacta: y sin embargo esa lógica rige hasta hoy para cualquier asunto público.

Para terminar, la última estrofa refrenda todo lo dicho y enclava esas formas de la alienación en el corazón de la Argentina contemporánea, pero alude a la libertad, mediante un uso de la intertextualidad que resuena con fuerza en nuestro suelo: “Mañana cuando fiches/tu vida un poco más/recuerda que a tu espalda/revienta un sol de paz/ “Debemos rescatar lo que nos queda de ese grito sagrado/ Libertad” “Libertad/libertad, libertad”.  No es casual este juego intertextual con el himno. Cantilo habla de un problema que aqueja a toda la sociedad occidental, y se nutre con reflexiones surgidas en los países centrales, pero el eje de su reflexión es siempre nacional.

La preocupación de Cantilo por cómo se trabaja y se vive regresa con “Tiempo de Guitarra” que en una pirueta notable promueve la inversión de un conocido verso de “Mi noche triste”, de Pascual Contursi -“La guitarra en el ropero todavía está colgada”, que vira a “La guitarra en el ropero ya no está colgada/ya no está colgada” como si se opusiera la rebeldía de la cultura rock a la postura presuntamente más contemplativa del tango. Enseguida la canción disloca en pocas líneas la conocida fábula de la cigarra y la hormiga: “esa maldición de las hormigas/que van caminando a la oficina/oh no/pero que pálida vida/esas hormigas en fila/y por detrás la cigarra/que va tocando guitarra. La canción crea una versión cuestionadora de la fábula y rechaza frontalmente a la canónica, cuando dice: fábula maldita la que narra/que murió de frío la cigarra.

Un último acercamiento a estos modos deprimidos del trabajo humano es el que se presenta, de manera más oblicua, en “Che ciruja”, donde Cantilo levanta cierta libertad implícita en la economía de recolección de los cirujas frente a las trampas en las que ha encallado el trabajo contemporáneo.  Su tema se integra a la virtuosa línea que conforman el poema de Baldomero Fernández Moreno  dedicado “A un montón de basuras”, en 1917, y “Basuras al amanecer”, que Joaquín Giannuzzi publicara en 1977. Los tres dotados con una familiaridad humana y estética en el trato con lo “bajo”.

“Sin despertar al sol que está de espaldas/y duerme siempre con un rayo abierto/viene el ciruja lento como un muerto/por la basura buscando esmeraldas”.

El texto abre con una estrofa notable: el ciruja se desenvuelve a espaldas del sol que es –con su rayo abierto- el guardián ante la ley del yugo diurno. Además, contra la velocidad alienante de los verdaderos muertos, el ciruja es lento “como un muerto” y en vez de un sueldo, esa paga confabulada con la alienación, busca, todavía, esmeraldas.

Sólo el ciruja tiene la facultad de buscar y creer –y es sumamente móvil- en la estelar quietud que plantea la siguiente estrofa.

“Entre la luna, lágrima de mármol/ y el viejo elenco de astros parpadeantes/mete la mano en tachos repugnantes/ para sacar estrellas bajo un árbol”. Solo la estrella merece ser buscada y esa persecución tiene lugar en la noche del ciruja. A todo el que no es ciruja –vale como hipótesis- sólo le queda integrar viejos elencos que apenas parpadean. La estrella se saca de tachos repugnantes para la voz que narra. Contra el panorama que presentaba Marx, esa ajenidad del trabajador frente a lo que ha producido, el ciruja hace propio todo lo que encuentra.

La canción llega a su climax: “Che ciruja, te regalo/ el vaciadero de mi yo/investigame a fondo las entrañas y el corazón que cría telarañas/ arrancame tu dolor. Detrás del ingenioso juego de los pronombres (“arrancame tu dolor”) hay un juego de subjetividades.  El que narra, un observador ligado a las formas alienadas de la vida, se rinde ante el ciruja (te regalo, el vaciadero de mi yo). Su yo como otro tacho repugnante cualquiera, en el que lleva el dolor del ciruja, una epifanía de lo social y quizá alguna estrella que el no sabe buscar. Una clara metáfora del alienado.

Tal vez sea la lejanía de todo anclaje territorial o político en sentido estricto la que permite que las letras de Miguel Cantilo desemboquen con tanta agudeza y frecuencia en estos temas capitales. Como si Cantilo (al mismo tiempo un cantautor culturalmente tan argentino y tan porteño) solo hiciera pie, sólo tuviera su íntima nación, si se deja pasar el adjetivo borgeano, en ciertas formas de vida que se oponen a las que señala la lógica dominante. Algo de eso, sin duda, lo circunda. Esta misma noche, para una muchedumbre o para diez personas, Miguel Cantilo levanta desde algún escenario, su voz rebelde y contracultural ¿cuánto más que eso puede ser el rock and roll?

 

 

[1] Las canciones campestres de Cantilo, que acompañan o evocan su experiencia hippie, no proponen un espacio hegemónico sino un escape de la ciudad que vuelve a ponerla de relieve por la negativa.

[2] Por esos años, surgían productos que operaban en contra de la proverbial gomina: peinado achatado/peinado con Alerta, proclamaba la publicidad televisiva del fijador Alerta.

[3] Habrá que esperar muchos años hasta que el “Homero” de Pity Álvarez, presente un acabado proletario en el rock argentino.

[4] Es también un tópico visitado por la literatura: Roberto Mariani, Ezequiel Martínez Estrada, Abelardo Castillo y Luis Gusmán, entre otros, han abordado el tema.

 

Marcelo Méndez es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, en cuya Facultad de Filosofía y Letras es docente de Literatura Argentina del siglo XX. Ha publicado diversos textos críticos en revistas especializadas así como el libro Literatura argentina y otros combates.

Narrativa: «El Bosque», por Ignacio Bosero

Hace más de un año volví al lugar donde nací. Volver al lugar de donde uno es y volver definitivamente y no de paseo, es volver a una repetición de personas, paisajes, caminos y casas. Es volver a la familia. En esta aventura de escenas familiares, lo primero que se me redujo fue el espacio. Como volví de una gran ciudad a un pueblo, la reducción del espacio fue el primer efecto que experimenté. Ante ese malestar, ensanchar el espacio fue, como es lógico, mi primer impulso, e implicó una serie de prácticas: viajar a ciudades cercanas, de vez en cuando ir al campo, mudarme o volver de turista a la ciudad de la cual había salido. Con el tiempo, esas prácticas de desahogo perdieron su fuerza o el sentido que tenían inicialmente. Sí sé que estoy huyendo, el chiste pierde la gracia. Porque en cualquier lado, cualquier día, no importa dónde ni cómo, aparece la sensación genuina de salir, de recorrer un lugar o de volver a recorrerlo. No hay un motivo muy claro, simplemente se da así.

Me dirijo a ese lugar que le dicen bosque y no es un bosque, quizás se parezca más a un monte, pienso, aunque en esta ocasión prefiero denominarlo bosque. El atractivo de este lugar es su condición de público. Se puede entrar y salir más o menos en cualquier momento, se encuentra dentro del predio del balneario municipal a unos cinco kilómetros del pueblo. Ese día llego solo y en auto, termino el café que me llevé apoyado en el capot. La medialuna la devoro mientras observo los pájaros. Más allá, donde está el bosque, no veo a nadie. No hay otros autos ni motos. La ruta está cerca de donde estoy: se oye el permanente ruido de la potencia de los camiones, las grandes velocidades de los autos nuevos, el deslizamiento de las gomas en el asfalto, los caños de escape libres de las motos. Los pibes corriendo picadas, haciendo de su cuerpo un bulto agazapado, contra el viento, a todo lo que dan los aceleradores.

En esa mezcla de cosas, me acompañan palomas, cotorras y pájaros carpinteros, este pájaro me encanta, es lindo verlo subir verticalmente y picotear la corteza de los árboles. Andan horneros también, y algunas lechuzas. Lo que hay además son liebres, que cruzan de pronto el campo como una flecha, se detienen, miran y disparan por entre la soja, que se ve verde, alta y soberbia sobre el manto que cubre una buena extensión de campo. No tan lejos varias vacas pastan en una serenidad atemporal. La casa en la llanura decora esa impresión.

Camino entre los árboles, respiro, a medida que entro al bosque la temperatura baja; de por sí no es alta, estamos en agosto, pero es una tarde radiante. La luz del sol se filtra, son haces que me persiguen en la caminata que emprendo con lentitud. La intensidad de la luz varía de acuerdo a la altura y la frondosidad de los árboles. Sigo un senderito, miro hacia arriba: la tarde se pierde entre los colores del atardecer venidero.

No estoy solo la segunda vez que vuelvo, y es septiembre. Hacemos el mismo camino. Entramos por el mismo lugar. De hecho vuelve a cruzarse una liebre que se pierde entre el pasto. “¿Será la misma? ¡Qué rápida es! Creía que era más chico, el bosque”, le digo a Juliette. “Yo también, dice. De a poco, llegamos hasta un lugar que desconocíamos. Los árboles se chocan, producen un ruido medio hueco. Ese sonido, me doy cuenta, lo tengo presente de cuando era chico, tendría once años, me viene del camping de Villa Ventana que está en medio de un bosquecito, la vez que fui con primos y tíos. Por las noches sentíamos miedo en las carpas, aun sabiendo que era la acción del viento y los árboles que se pegaban entre ellos.

Hay un poquito de viento esta segunda vez en este bosque, no mucho tampoco. Es, igual que la vez que vine solo, un día despejado. “No había llegado hasta esta parte, le digo a Juliette. “¿Cuántos años tendrán estos árboles?”, pregunta ella. “No tengo idea, Juliette”. Pero este bosque, seguro, estaba cuando nosotros no estábamos”.

La tierra está mojada, hay colchones de hojas, hormigueros, botellas… “Vamos allá, vení”, le digo. Evidentemente, el bosque continuaba, pero fue talado, dividido y alambrado. Están los troncos cortados; la imagen, hay que decirlo, tiene un encanto extraño. “¿No se parece a un cementerio de árboles, algo así?: Troncos talados como tumbas”. A Juliette no le interesa mi descripción, no sé qué le parecerá pero no dice nada, sin embargo no le disgusta lo que ve, puedo darme cuenta por la cara agradable que pone. Esta parece una escena de otro siglo, si yo fuera noble estaría por ejemplo teniendo una charla íntima con mi mujer, si fueras vos, Juliette, hablaríamos de nuestros hijos, de una propiedad, o dejaríamos al descubierto, entre el pasto, nuestros cuerpos desnudos; y si fuera campesino, bueno, quizás estuviera labrando la tierra, y no sé qué pensaría. Lo bueno es que el silencio, como ahora, y nosotros dos sería bueno: sería un respiro, una estrella fugaz en medio del ruido.

 “¿No parece un hombre enterrado de cabeza?”, le comento a Juliette al ver un árbol con esa forma. “Sí”, dice, y se ríe. De verdad parece eso, no exagero. “Un día hicimos Caperucita – comenta Juliette espontáneamente – Un trabajo de la escuela. ¿Vos hiciste de Caperucita?” “No, de lobo. Yo recuerdo un día del estudiante, es muy claro ese día, se comentó mucho que un grupito, de más edad, había enterrado botellas de alcohol por acá, por veda, como está sobre la ruta… y que se metían las parejitas a… ya sabés, en este bosque”. Juliette me mira como diciendo “¡y sí!”. ¿No pensarán lo mismo de nosotros, no? Que vinimos a jugar a las escondidas bosque. Se me ocurre eso porque, volviendo, ya no tan internados entre los árboles, sino en un claro que lleva al campo, veo a una pareja que nos mira desde la ventanilla de su camioneta. La mirada es confusa porque se llevan leña. No sabemos si nos miran a nosotros y o tienen vergüenza de llevarse leña de aquí. Al final, nos saludamos así nomás.

 Es domingo. De pasada la dejo a Juliette. De pasada, en el auto, saludo a mi padre que sale nuevamente de viaje. Las escenas se repiten en los pueblos parecer ser, y hasta quizás la vida social sea en algún punto así y yo en la ciudad no lo notaba. Me acostumbro a repetir escenas, rituales y fechas. Quizás no me acostumbro del todo, a lo mejor vivo en esa tensión del sí, no. Si perdiera la memoria probablemente viviría lo mimo año tras año con leves variaciones. Eso lo sé. Cambio yo, o la postura mía en relación con eso. Algo de eso hay. Después de todo, no podría vivir en lo conocido ni en lo desconocido. Entrar al bosque significa que me pierda por un rato, que salga, que viva, no que el bosque sea mi casa.

 

 

Ignacio Bosero (1982, Buenos Aires, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.