«En la simpleza estaba la felicidad», por Gustavo Monsalve

La entrada está escondida, como hace años, detrás del ombú donde termina nuestro terreno. Está en el suelo, disimulada por una tapa con camuflaje militar. Tiene una combinación, lo que es una ventaja para evitar a cualquier curioso que la encuentre de casualidad. Cuando se mueve la manija con los movimientos precisos se abre. La humedad te inunda la nariz. Para bajar hay una escalera caracol rojo ladrillo. La luz del ambiente es cálida, cambié los tubos que duraban más, pero eran horribles para leer. Hay un escritorio amplio de roble, una biblioteca enorme que cubre una pared y pilas de vinilos que el polvo se encarga de cubrir con paciencia. El tocadiscos está sobre unos cajones de verdura. Estaba haciendo un mueble para que quede mejor apoyado, la mesa de luz para nuestro cuarto, te dije. Una heladera industrial enorme, tres catres militares y una cañería neumática que manda mensajes al escritorio de nuestra casa. Los mensajes salen sobre la mesa, en el extremo opuesto a los cajones, no los viste nunca por que está tapado por la caja de habanos. En una de las paredes hay una portada de la revista Gente enmarcada. “Estamos ganando”, en letras rojas, asumo que fue la última decoración que hizo mi viejo antes del infarto. No me atreví a cambiarla.

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«Árbol de moras», por Nicolás Villarino

Cuando la vi por primera vez, les conté enseguida a los chicos del pasaje que me gustaba la chica flaca y alta, de pelo castaño, que vivía a la vuelta e iba sola a comprar al mercado. Caminaba rápido y parecía siempre atenerse al mandado. No saludaba a nadie. Una vez en la fila me quedé sin reacción cuando la vi justo delante de mí, me pregunté si era tan ágil como para tomar algunas cosas en pocos segundos o si yo estaba tan distraído. Me animé a saludarla y preguntarle si alguna vez quería venir a jugar al pasaje, ya estaba pagando y metiendo a la vez las cosas en la bolsa para irse apurada.

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Narrativa: «Y», por Gabriel Caputo

 Imagen: Zdzisław Beksínski 

Y si el camino hacia arriba y el camino hacia abajo eran lo mismo, él mismo no lo sabía, pero mejor para arriba, para Buenos Aires, donde sus hijitos y la Juana estaban, y mejor todavía para el Cielo en Dios para siempre pero siempre lejos de indios y ni pensar que Dios fuera indio, porque no habría tenido caso que lo mandaran, porque lo mandaron a que los caminos no fueran lo mismo sino uno a partir de él, precisamente, que saboreaba y ejecutaba la idea de que lo igual no diera ni fuera lo mismo sino uno igual y recto y largo como todo lo que blandía en la despreocupación de calcular a cuántos atravesaría su arma de metal y a cuántas atravesaría su arma natural a falta de su virago, aunque allí igual el pensamiento se trababa en el deleite igual, igual que su Remington se trababa ahora que llegaba otra tenuidad adecuada con el aullido justo, y mientras la tajada de yegua semipodrida salía quejándose en eructo, se rió de la futilidad actual y eterna del otro de venirse al humo y de la tierra que lo abrazó y abrasó y no lo soltó hasta serla. 

 

Gabriel Caputo (1980, Mar del Plata). Adscripto en la cátedra de Literatura italiana de la Universidad de Buenos Aires; integrante del grupo de investigación y traducción del tratado De miseria humanae conditionis (De la miseria de la condición humana) de Lotario de Segni (luego Inocencio III), dirigido por Antonio Tursi. Principales áreas de estudio y de interés: idealismo alemán y británico; literatura europea de los siglos XIX y XX.

Narrativa: «La estrategia», por Melina Mendoza

Imagen: Él mató a un policía motorizado

Nunca hubo una Bridget Jones para mí. Sí, algo había mío en esa gordita cagona y vergonzosa, con algo de ansiedad social y mil maneras para esconder inseguridades. Pero ella no se trataba de mí. Quizás si le hubiese prestado mejor atención cuando la enganchaba esas tardes en Telefé,  las cosas hubieran sido menos complicadas… o distintas. Pero sin dudas no hubiera llegado a aquella instancia.

Dejarla nunca iba a ser fácil. El último intento no fue el único, me cuesta confesar. La idea ya se me había cruzado por la cabeza, pero nunca había atravesado la barrera de los labios.

Tuve que pensar una estrategia.

Tres años juntas, ninguna pavada. Además de todo lo que el tiempo no sabe describir por sí sólo, claro está.

La veía en aquel colchón polvoriento, en aquel monoambiente en constitución; la veía a través de unas pequeñas líneas de luz que le ganaban a la persiana y casi que aborté la misión. Suspiré. Parecía otra mañana en la que nos despertábamos, cogíamos y desayunábamos algo.

Mi estrategia era disimular.

Parecía otra mañana en la que contentísima, preparaba su clase. Carolina enseña filosofía en uno de esos colegios que son sólo para mujeres. De forma clandestina, en vez de hablarles de Aristóteles, les habla de Beauvoir, en un intento de empoderarlas. Tendrían que verla para comprender. Sentada frente mío como indio, comiendo una pizza fría de la noche anterior, rodeada de libros y hojas arrancadas de cuadernos. Hablaba con la boca llena y yo me derretía. Me hacía preguntas y no le contestaba, sólo la miraba. “¿Qué te pasa?”, me decía con una sonrisa y se le llenaba de aceite la camiseta que usa para dormir.

Aunque aquel día no iba a ser como los otros. Eso era algo que ella ya sabía. Detrás del colchón estaban nuestros bolsos: Después de su clase, yo la pasaría a buscar y rajaríamos en tren sin avisarle a nadie.

Mi estrategia era convencerme de que hacía lo correcto.

Una noche, por un bardo, nos sacaron de un bar durante un reci. Estábamos con unos amigos de ella, un par de chabones de treinta, como ella, bastante drogados, como ella. Hicieron quilombo y nos patearon. Ella se acercó para putear al patova y antes de poder decir algo, el tipo le gruñó “rajá de acá, torta, porque te vamos a hacer cajeta” y fue como un baldazo de agua fría que la trajo de nuevo a la tierra. Así me lo contó. No me olvido más, me agarró fuerte y me dijo: “Vayámonos a la mierda. No quiero saber más nada con esta ciudad”. Los idiotas de sus amigos se mofaron, le dijeron algo como que era una careta y que qué hacía conmigo, la “pendeja de veinte años”. Y finalmente pudo ver a los idiotas de sus amigos como los idiotas de sus amigos, pero nunca más los curtió.

No, no soy una buena estratega.

Lo que apenas parecía una fantasía aquella noche en Villa Crespo, pasó a tener una fecha concreta, impresa sobre dos pasajes que había sacado en Retiro. Quizás si lo hubiésemos hablado bien, con tiempo. Ojalá le tuviera miedo, como Bridget, a morir sola y gorda, con una botella de vino. Pero esa no era yo. Entonces, entre medio de las teorías queer, se cruzaban exclamaciones y que no sabíamos qué nos esperaba, que íbamos a aprender muchísimo, que íbamos a conectar con nosotras mismas y alguna que otra jiponeada. Yo seguía mirándola. “Estoy un poco dormida”, soltaba a veces como excusa a la emoción por viajar no correspondida.

No podía decirle que tenía miedo. No podía decirle a toda esa mujer que yo tenía miedo. “¿Qué perdés?”, me iba a saber decir con una soltura preciosa y una espontaneidad casi hollywoodense, pero con un egoísmo que notaría en medio de la Quiaca y del que no podría huir. Y sí, iba a tener razón. No tenía nada qué perder, pero justamente por eso quería quedarme. Para ella era fácil. Mucho le había pasado y mucho se había dejado atravesar. A mí me queda tanto por vivir todavía… Me queda cansarme de la Capital, todavía. Me queda rechazar algunos viajes o al menos, me merezco poder estar confundida. Pero no hubiera entendido así no más, tenía que pensarla bien. Me costaba tanto imaginarla confundida. Siempre supo mostrarse fuerte. Hasta me la imaginé a los veinte, deseando que alguna minita con la que salía, le propusiese al menos un viaje.

Mi estrategia era establecer la distancia, antes de que se materializara.

Me habló de una de sus alumnas y bajé la guardia. Comencé a escucharla. Me volví a enganchar, hasta le devolví una risita y le acaricié la mano. Pero fue después de un silencio, de ella mordiéndose el labio inferior, de una mirada contenida de algo que ya no me traspasaba, que recibí mi propio baldazo.

–  Esto que vamos a hacer… es un sueño. Sos un sueño.

–  No vamos a viajar juntas, Caro.

Me miró extrañada, pero luego carcajeó.

– No me jodas, Lau.

Volví a mi silencio. No quise mirarla, porque ya no sabía mirarla.

– ¿Por qué me hacés esto ahora? Dale, pelotuda. Si no perdés nada… – me obligó a volver a verla, pero ahora con los ojos llorosos.

– Capaz que no quiero rajar. Capaz que hay algo todavía acá para mí.

Mi estrategia. ¡¿Dónde estaba mi estrategia?!

– ¿Ahora me vas a venir con esa boludez? ¿Desde cuándo, Lau? Seguro me salís con el futuro no sé qué, el futuro no sé cuál – se rió, de nuevo, con ese egoísmo.

Entonces, reconocí mi estrategia:

– Capaz me quiero casar con un tipo.

No sé si ya no sabía mirarla, pero en definitiva, esa mirada antes no la conocía.

– Capaz que hasta quiero tener un hijo. Tenerlo acá – me hice la fuerte, la firme, la de las convicciones, la Carolina y me señalé la panza-. Tenerlo y parirlo y llevarlo a la casa y darle la teta en el living.

La Carolina desilusionada que no conocía dejo de verme y de pronto sentí que miró el colchón sucio, el departamento pequeñísimo, la pizza fría y su camiseta asquerosa, sin la magia que habíamos sabido darle. No pasó eso conmigo, porque yo no tenía nada que perder.

Tenía que seguir jugándola de mujer maravilla para poder bancarme ese silencio funerario y no querer interrumpirlo arrepintiéndome. Sin embargo, como buena pendeja, me jodía que ella no dijera más nada. Cómo me jodía juntar mis cosas y que no me retuviera…

– No soy lo que pensabas, ¿no? – solté, llorando en la puerta, con la mochila en el hombro–. Por eso no me insististe más.

–  No, me gustas muchísimo… tal y como eres.

Mentira. Eso le dijo Mark Darcy a Bridget. Carolina me dijo, sin mirarme, prendiendo un pucho:

– No puedo insistirte más porque mi estrategia es parar cuando tus sueños son caprichos que yo no puedo satisfacer.

 

 

Melina Mendoza (1996, Zarate) Poeta crota y re feminista. Siempre quiso ser escritora, por lo que se inscribió en la carrera de Letras donde se volvió una lectora. Periodista en Revista Spoiler y Revista Palta. Editora en el proyecto autogestionado La Furia fanzines.

Sobre las flores y las pinturas de Pierre Bonnard

Ensayo breve sobre la pintura de Pierre Bonnard

por María Crista Galli

Cuando brotan las primeras flores en el campo, brota también, dentro de la flor, un instinto sideral. Las angiospermas crecen desde las yemas que revientan y despliegan fuera todo su aroma. La alquimia de los pigmentos acumulados en las células pixeladísimas de los antófilos visten de a poco a las plantas. Nuevos vástagos carnosos se extienden desde las axilas de las ramas, decusadamente o formando escaleras de caracol. Del griego  angeion  que significa “vaso”, es decir, receptáculo que oculta algo en su interior, ello es una flor. Y éste término deriva a su vez de la raíz indoeuropea ank, que se usa tanto en el griego para “doblar”, como para  “necesidad” y “angustia” (griego anagke).  Es interesante la  fuerte interrelación entre estos significados. La flor sería un recipiente insidioso, que encierra y oculta su intención, es decir, a la espora, luego a la semilla, es decir, protege su necesidad de esparcirse en la continuidad del tiempo con  un atavío de su propia voluntad. Pero ese camuflaje también le sirve de carnaza.  Y es ante esta necesidad vital que se curva su normalidad, su aspecto, su comportamiento. Se embellece hasta la angustia de saber que luego de fecundarse, muere. En cambio, la mujer desnuda de los cuadros de Bonnard, como la gimnosperma  (literalmente, semilla desnuda, o sea, plantas primitivas con la semilla desnuda, expuesta, sin flor) no puede esconderse;  mantiene una fuerza distinta, interna, invisible; es a su vez tan susceptible que corre el riesgo de que, al exponer demasiado su ser, se la quiera ocultar, o hasta aniquilar.

Sin embargo, Bonnard es lo suficientemente cuidadoso de no violar el tiempo sagrado de estas mujeres, de no meterse en el angios o recipiente que pasa a ser el baño, el dormitorio y el vestidor, también la piel desnuda porque la casa es nuestra tercera piel decía Hundertwasser, y mirar de afuera como un buen voyeur. Respetar ese momento  sagrado es ir contra el sistema capitalista que se evidencia letal en el instante presente e íntimo. Mostrar ese instante intacto y pío es  recuperar la belleza en plenitud, en camuflaje, en flor, un disfraz irreal,  en total descanso, sin pintar ninguna pose  ni objeto que deje en evidencia que tal vez, con seguridad, haya otra realidad después y detrás de ese momento de paz.

 

María Crista Galli (1985, Buenos Aires) no se define experta en ningún área específica salvo la inquietud. Todo se mueve menos el cambio es el lema taoísta que mejor define su forma de aprendizaje y de vida. Su pasión se extiende desde la traducción, que estudió formalmente, hacia distintas áreas artísticas y culturales, como la danza, la poesía y las artes plásticas. Actualmente cursa estudios de floricultura en la Universidad de Buenos Aires.  Su objetivo es lograr un ensamble de todas las áreas que la apasionan, principalmente de la escritura y la botánica.

Narrativa: «El Bosque», por Ignacio Bosero

Hace más de un año volví al lugar donde nací. Volver al lugar de donde uno es y volver definitivamente y no de paseo, es volver a una repetición de personas, paisajes, caminos y casas. Es volver a la familia. En esta aventura de escenas familiares, lo primero que se me redujo fue el espacio. Como volví de una gran ciudad a un pueblo, la reducción del espacio fue el primer efecto que experimenté. Ante ese malestar, ensanchar el espacio fue, como es lógico, mi primer impulso, e implicó una serie de prácticas: viajar a ciudades cercanas, de vez en cuando ir al campo, mudarme o volver de turista a la ciudad de la cual había salido. Con el tiempo, esas prácticas de desahogo perdieron su fuerza o el sentido que tenían inicialmente. Sí sé que estoy huyendo, el chiste pierde la gracia. Porque en cualquier lado, cualquier día, no importa dónde ni cómo, aparece la sensación genuina de salir, de recorrer un lugar o de volver a recorrerlo. No hay un motivo muy claro, simplemente se da así.

Me dirijo a ese lugar que le dicen bosque y no es un bosque, quizás se parezca más a un monte, pienso, aunque en esta ocasión prefiero denominarlo bosque. El atractivo de este lugar es su condición de público. Se puede entrar y salir más o menos en cualquier momento, se encuentra dentro del predio del balneario municipal a unos cinco kilómetros del pueblo. Ese día llego solo y en auto, termino el café que me llevé apoyado en el capot. La medialuna la devoro mientras observo los pájaros. Más allá, donde está el bosque, no veo a nadie. No hay otros autos ni motos. La ruta está cerca de donde estoy: se oye el permanente ruido de la potencia de los camiones, las grandes velocidades de los autos nuevos, el deslizamiento de las gomas en el asfalto, los caños de escape libres de las motos. Los pibes corriendo picadas, haciendo de su cuerpo un bulto agazapado, contra el viento, a todo lo que dan los aceleradores.

En esa mezcla de cosas, me acompañan palomas, cotorras y pájaros carpinteros, este pájaro me encanta, es lindo verlo subir verticalmente y picotear la corteza de los árboles. Andan horneros también, y algunas lechuzas. Lo que hay además son liebres, que cruzan de pronto el campo como una flecha, se detienen, miran y disparan por entre la soja, que se ve verde, alta y soberbia sobre el manto que cubre una buena extensión de campo. No tan lejos varias vacas pastan en una serenidad atemporal. La casa en la llanura decora esa impresión.

Camino entre los árboles, respiro, a medida que entro al bosque la temperatura baja; de por sí no es alta, estamos en agosto, pero es una tarde radiante. La luz del sol se filtra, son haces que me persiguen en la caminata que emprendo con lentitud. La intensidad de la luz varía de acuerdo a la altura y la frondosidad de los árboles. Sigo un senderito, miro hacia arriba: la tarde se pierde entre los colores del atardecer venidero.

No estoy solo la segunda vez que vuelvo, y es septiembre. Hacemos el mismo camino. Entramos por el mismo lugar. De hecho vuelve a cruzarse una liebre que se pierde entre el pasto. “¿Será la misma? ¡Qué rápida es! Creía que era más chico, el bosque”, le digo a Juliette. “Yo también, dice. De a poco, llegamos hasta un lugar que desconocíamos. Los árboles se chocan, producen un ruido medio hueco. Ese sonido, me doy cuenta, lo tengo presente de cuando era chico, tendría once años, me viene del camping de Villa Ventana que está en medio de un bosquecito, la vez que fui con primos y tíos. Por las noches sentíamos miedo en las carpas, aun sabiendo que era la acción del viento y los árboles que se pegaban entre ellos.

Hay un poquito de viento esta segunda vez en este bosque, no mucho tampoco. Es, igual que la vez que vine solo, un día despejado. “No había llegado hasta esta parte, le digo a Juliette. “¿Cuántos años tendrán estos árboles?”, pregunta ella. “No tengo idea, Juliette”. Pero este bosque, seguro, estaba cuando nosotros no estábamos”.

La tierra está mojada, hay colchones de hojas, hormigueros, botellas… “Vamos allá, vení”, le digo. Evidentemente, el bosque continuaba, pero fue talado, dividido y alambrado. Están los troncos cortados; la imagen, hay que decirlo, tiene un encanto extraño. “¿No se parece a un cementerio de árboles, algo así?: Troncos talados como tumbas”. A Juliette no le interesa mi descripción, no sé qué le parecerá pero no dice nada, sin embargo no le disgusta lo que ve, puedo darme cuenta por la cara agradable que pone. Esta parece una escena de otro siglo, si yo fuera noble estaría por ejemplo teniendo una charla íntima con mi mujer, si fueras vos, Juliette, hablaríamos de nuestros hijos, de una propiedad, o dejaríamos al descubierto, entre el pasto, nuestros cuerpos desnudos; y si fuera campesino, bueno, quizás estuviera labrando la tierra, y no sé qué pensaría. Lo bueno es que el silencio, como ahora, y nosotros dos sería bueno: sería un respiro, una estrella fugaz en medio del ruido.

 “¿No parece un hombre enterrado de cabeza?”, le comento a Juliette al ver un árbol con esa forma. “Sí”, dice, y se ríe. De verdad parece eso, no exagero. “Un día hicimos Caperucita – comenta Juliette espontáneamente – Un trabajo de la escuela. ¿Vos hiciste de Caperucita?” “No, de lobo. Yo recuerdo un día del estudiante, es muy claro ese día, se comentó mucho que un grupito, de más edad, había enterrado botellas de alcohol por acá, por veda, como está sobre la ruta… y que se metían las parejitas a… ya sabés, en este bosque”. Juliette me mira como diciendo “¡y sí!”. ¿No pensarán lo mismo de nosotros, no? Que vinimos a jugar a las escondidas bosque. Se me ocurre eso porque, volviendo, ya no tan internados entre los árboles, sino en un claro que lleva al campo, veo a una pareja que nos mira desde la ventanilla de su camioneta. La mirada es confusa porque se llevan leña. No sabemos si nos miran a nosotros y o tienen vergüenza de llevarse leña de aquí. Al final, nos saludamos así nomás.

 Es domingo. De pasada la dejo a Juliette. De pasada, en el auto, saludo a mi padre que sale nuevamente de viaje. Las escenas se repiten en los pueblos parecer ser, y hasta quizás la vida social sea en algún punto así y yo en la ciudad no lo notaba. Me acostumbro a repetir escenas, rituales y fechas. Quizás no me acostumbro del todo, a lo mejor vivo en esa tensión del sí, no. Si perdiera la memoria probablemente viviría lo mimo año tras año con leves variaciones. Eso lo sé. Cambio yo, o la postura mía en relación con eso. Algo de eso hay. Después de todo, no podría vivir en lo conocido ni en lo desconocido. Entrar al bosque significa que me pierda por un rato, que salga, que viva, no que el bosque sea mi casa.

 

 

Ignacio Bosero (1982, Buenos Aires, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.