«Crónica de un despido», por Maite Dobarro

 

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Hoy 25 de junio, hay paro nacional con adhesión casi total en todo el país. Quise recordar cuando fue que pasó por última vez y no pude. Hace varios meses  que esperaba y pedía este paro, llegó tarde. Mañana juega Argentina y se cumplen cinco meses desde que me quitaron el trabajo, el que hice durante casi nueve años.

Cuando asumió este gobierno -el partido político de los globos amarillos- que se venían tiempos oscuros. Alrededor de dos años de agonía esperando que nos llegue, que nos toque el ajuste. Los representantes de esta gestión que aterrizaron en INTI, no eran mucho más presentables que los últimos, pero llegaron con promesas de crecimiento y prosperidad, y a pesar que entendíamos que eso era pura cáscara, elegimos poner el cuerpo. Creí que desde mi lugar podía trabajar contra un monstruo de políticas de estado totalmente desindustrializadoras.

El INTI fue mi segunda casa durante todos esos años y lo que nos particulariza es esa suerte de amor por nuestro laburo, muchos nos pusimos la camiseta en más de una oportunidad. Reconocíamos y valorábamos cada privilegio de trabajar para el estado, en condiciones de precarización pero a conciencia de las diferencias con muchos otros laburantes, porque trabajábamos- o por lo menos yo trabajaba- desarrollando herramientas y metodologías para mejorar las condiciones de trabajo en cada planta, asistiendo para optimizar competitividades, productos y servicios. Hacíamos cosas para construir “un país mejor”. Así transitábamos el día a día, con esos sentimientos más los muchos desgastes de lo lenta y burocrática que es construir cualquier carrera laboral en el estado. Con todas esas contradicciones, al INTI lo hacíamos los trabajadores.

Pero esta era una cualidad perjudicial a los intereses de los nuevos gerentes. Porque el INTI tenía su razón de ser en un país en crecimiento y expansión, no en esta triste versión que  es hoy Argentina,  endeudada por miles de millones, condenando al sufrimiento a los que menos tienen y acrecentando exponencialmente la brecha de inequidad.

Siempre me sentí orgullosa de mis creencias e ideales, nunca intenté ocultar mi visión política de todas las cosas. Por eso participar y fomentar todas las actividades que estimularan la construcción colectiva, fue parte de todas las cosas que hice y hago en mi existencia. Sin embargo, hace dos años un rumor empezó a circular, sobre no publicar temas políticos en las redes sociales, no compartir espacios ni estar cercano al gremio, evitar que se sepa que podías disfrutar otras aficiones y tener una vida más allá del trabajo. De golpe, se pretendía que fuera quien no soy. No voy a ser hipócrita, lo intenté, pero la sangre es más fuerte.

Era una niña cuando mi viejo aceptó el retiro voluntario. Corría el segundo mandato del innombrable, mi madre, tías y tíos de cuarenta años quedaban fuera del mercado laboral gracias a la ley de flexibilización, la informatización de todas las actividades y la globalización, que incluía el idioma inglés como requisito excluyente.

Veinte años más tarde lo estaba viviendo en carne propia. Estaba siendo víctima de un terrorismo de estado que opera vulnerando la psiquis de los laburantes. Porque no son “pichis” , ellos ya saben que si nos atacan a todos al mismo tiempo, se les pudre el rancho muy rápido, y necesitan sobrevivir para poder robar mucho pero mucho más y  recién después, tal vez nos dejan jugar por un tiempo de manera moderada, a que tenemos el control y que alguien nos está representando.

Todo comenzó el 26 de enero del 2018, cuando nos enteramos que se habían solicitado alrededor de trescientas cartas documento. Pedíamos casi en un estado de agonía, por favor la lista con los nombres. No había respuesta. Era viernes y se votó de forma peleada una “ocupación pacífica del establecimiento”. El lunes nos despertamos dentro del parque, con un desfile de gendarmes impidiendo el paso de cientos de compañeros  que se agolpaban del otro lado de las rejas del portón de entrada, mientras las horas pasaban sin respuestas. Ellos querían entrar a SU trabajo, a pesar de que las autoridades habían decretado asueto. El asueto devino en un lock-out patronal, herramienta utilizada en el ámbito privado en situaciones de quiebra etc., luego de que una parte de los despedidos recibiera por teléfono la noticia de que se había prescindido de sus servicios.

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En realidad así lo supimos quienes tuvimos  “la suerte” (qué ironía), de tener un jefe directo que no fuera gerente de esta gestión, y se hubiera tomado el tiempo de acercarse a recibir los nombres para hacer de verdugo del poder de turno. Me llamaron en medio de la asamblea del martes 30 de enero. Era media mañana y un número desconocido figuraba en la pantalla del celular. Respiré hondo y atendí, había una mínima chance de que fuera algún banco, compañía de celular, etc. Pero no, era mi director, un tipo bastante limitado emocionalmente, que intenta controlar su misoginia evidente, que se hizo de abajo, pudo recibirse y estar donde está gracias a todos los privilegios de haber trabajado toda su vida en un único lugar: el INTI. No le di muchas vueltas, evité las preguntas y corté. Tomé la palabra y megáfono por medio, ante miles de compañeros, vomité el que tal vez haya sido el discurso más emotivo, sincero y dolido que habré dado en toda mi vida. Me acababan de arrancar una parte de mi identidad, de mi vida y mi razón de ser. Mis compañeras y amigas se anoticiaron así. Y cuando terminé de hablar, de gritar con el último hilo de voz que me desbordaba por sobre los aplausos  de todos los presentes, vi a las pibas desarmadas en llanto.

Por un momento fue obvio porque se habían metido con nosotros, los que no tenemos miedo, los que vamos al frente, los que creemos y apoyamos la lucha obrera, los que estamos aferrados a la convicción de que podemos y debemos vivir mejor. Si nos quebraban a nosotros, rompían la columna vertebral del colectivo  de trabajadores. Por eso preferí abrazarlas a ellas y prometerles que íbamos a vencer, que se habían metido con la persona equivocada, como quien se va despidiendo de sus seres queridos en medio de una enfermedad que sabe terminal, pero prefiere evitar hablar de eso.

La carta documento llegó a mi casa, recién el 15 de febrero.

El 19 de diciembre fue histórico. El pueblo salió a las calles a parar la reforma previsional.

Al mismo tiempo que en mi familia nos despedíamos, ahogados en dolor y bronca, de una mujer  luchadora que queda en la historia de nuestros recuerdos para siempre. Muchas veces me sentí avergonzada de no dar más, como podía estar cansada de pelear contra un gobierno,  si ella peleó hasta el último respiro contra la mismísima muerte. Tardé en aceptar que hay luchas que no dependen solo de voluntad, sino también del deseo. Cuando el placer se posterga tanto tiempo, el cuerpo se debilita tanto que todo deja de tener sentido. Algunos le dicen depresión. Yo tarde tres meses en admitir que el dolor y la bronca era lo que no me estaba dejando vivir.

Sentí la vergüenza de creer que había abandonado la lucha, hasta la mañana del 14 de junio.

Otra vez el llanto desbordaba pero esta vez era de alegría, y esta vez acompañado por una ola verde de gritos eufóricos, aplausos y abrazos que nos exclamaban gloriosas. Ganamos una, una después de tantas derrotas.

Y entonces entendí que ninguna luchadora abandona luchas, sino que se reconquista, renueva la esperanza y revalida su razón de ser.  Yo mujer, estudiante, bailarina, despedida por este gobierno, confío en que vamos a ganar.

 

Maite Dobarro (1987, Buenos Aires) Viene de una familia peronista. Estudió ingeniería en la UTN, trabajó en el INTI por nueve años hasta que fue despedida en el 2018 con la nueva gestión del PRO. Estudia la carrera de Intérprete de Tango en la UNA, organiza la milonga «El chamuyo» en Oliverio Girondo, da clases de tango y es parte del grupo coreográfico que dirige dirige Jonatan Spitell. Milita en el Movimiento Femenino de Tango (MFT) y en el MST.

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