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Navidad

Cuento por Ignacio Bosero

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Cintia andaba a paso de hombre en auto por la avenida principal en plena noche de Navidad, paseando; se cansó y se desvió; huyó al parque municipal un rato. Recorrió los seis o siete kilómetros que lo separan del casco urbano, cruzó la tranquera y se encontró con el puro campo y el bosque, que tanto quería. La atrapó el atardecer que se abría en un anaranjado sinfónico. Eran los últimos rayos de sol que morían en el cielo despejado.

Cintia dejó el auto y empezó a caminar sin el celular. Dejó su auto a trescientos metros de la tranquera de entrada. Se sentía plena, fuera del pueblo, en soledad. Quiso de pronto hacer el paseo del bosque, total no le llevaría ni media hora, acostumbrada como estaba a hacerlo siempre que andaba por aquí. En el trayecto, mientras se metía por las calles, tuvo tiempo de pensar en los dichos de su madre: que llegara a tiempo, no muy tarde, para poder bañarse y estar lista. Recibían parientes que venían de otra parte. La idea del rencuentro con parientes la llenó de felicidad. Hacía tiempo no se veían ni compartían algo. Por un instante quiso volver sobre sus pasos, agarrar el auto y salir directo para su casa a recibirlos, pero no se echó atrás y siguió el camino, de tozuda que era, estaba allí y quería dar la vuelta completa. Total, no le llevaría ni media hora. La caída del sol y los árboles altos del bosque oscurecieron de pronto su visión. Los nidos de cotorras, bulliciosos hasta el martirio, se habían calmado. Se disponían a dormir en las parcelas de sus nidos alargados. Dobló por el primer desvío, el más conocido, y se sumergió en un silencio inesperado, que tenía que ver también con la Navidad. Ya la gente, para esa hora, estaba en sus casas reunida, esperando cenar, preparando platos.

Avanzó por el sendero, como ansiosa ahora por concluir el recorrido. Oyó un movimiento entre las plantas, veloz. Un lagarto se deslizó por el ramerío. El bicho pasó el alambrado y disparó para el campo vecino. Ya alcanzando el claro, a punto de tomar los últimos metros antes de dejar el bosque, escuchó su celular. La llamaban. Seguro era su madre que la reclamaba. Corrió hasta el auto, pero no llegó a atender. Era un amigo, Carlos, que hacía rato no veía, pero que para las fiestas llegaba al pueblo. Se metió dentro del auto y emprendió el regreso.

La tranquera ya no estaba abierta. Cintia llamó a su amigo, pero este no contestó, la señal no era buena. Miró la casa del casero. Condujo hasta la puerta y tocó bocina, llamándolo. Nadie salió. El casero, evidentemente, se había ido por la Navidad dejándola encerrada.

Pasaron unos minutos de zozobra, sin saber qué hacer; la noche mientras tanto aumentaba su oscuridad y su silencio. Llamó de vuelta a Carlos, de vuelta no pudo dar con él, la débil señal cortaba el llamado. Fue hasta la tranquera, en un estado de nerviosismo incipiente. Se apoyó sobre el capot del auto y no lo dudó. Abrió el baúl y sacó las herramientas del auxilio. Le dio varios golpes al candado sin poder cortarlo. Golpeó y golpeó hasta romperlo. Las cadenas cedieron y la tranquera se abrió de par en par. “¿Estás viniendo?”, leyó en la pantalla del celular, apenas se subió al auto.

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

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