El día que los parientes llegaron a casa

Cuento

por César Rexach

Nos estamos yendo. Tarde o temprano esto iba a pasar. Sabíamos que las medidas tomadas por el gobierno se volverían cada vez más severas. Estábamos a un paso del confinamiento total cuando decidimos salir. No queríamos permanecer enjaulados en casa. Psicológicamente no aguantaríamos, somos seres que necesitamos estar afuera, necesitamos el contacto del aire libre, de la variedad, de ver a los otros para vernos. Por eso, nos encaminamos hacia el bosque.

A nuestras espaldas va quedando el puente. Ese puente decorado con miles de candados como promesas de amor resistentes al flujo del río, del tiempo, que corre bajo él: panta rei, decía Heráclito. Como parásitos, adheridos al puente, que une una orilla con la otra, un lado con el otro. La persona A con la persona B. Los candados de todos los colores y formas se mantienen aferrados como los hongos al tronco, tan fuerte es el vínculo que teje el puente entre una orilla y otra. Un pasaje entre la civilización -nuestros hogares- y la naturaleza -el bosque-.

A la entrada del bosque nos reciben los árboles, que tal vez ahora, nos parecen mucho más grandes que antes. Gigantes. Otrora representaban un placer momentáneo, una suerte de decorado tridimensional. Pero ahora son reales, palpables, y se sienten duros, distantes, perennes.

Al ingresar al bosque, inconscientemente nos vamos despojando del lenguaje. Solo se escuchan algunas formas de cortesía como un “gracias”, un “por favor”, unos “buenos días” o un “disculpe”, frases repetidas mecánicamente como la voz de un sistema de navegación que nos ayuda más que nada, a marcharnos de un lugar, y no tanto a dirigirnos a un destino preciso.

A medida que pasaban los días, se fueron cerrando las fronteras, las ciudades, los pueblos, los barrios y, al final, nuestras puertas. Por eso aprendimos a restringirnos, a salir de vez en cuando. Lo necesario. Hasta que un día, nos ordenaron no salir más.

Así hemos ido perdiendo la noción del tiempo. Solo reconocemos el día y la noche. Los días se han fusionado convirtiéndose en un continuum incierto. La lógica del trabajo que hasta entonces había gobernado nuestras vidas, desapareció. El lunes ha dejado de ser lunes y el viernes ha corrido similar suerte. Desde que se acabaron los días laborales y los de descanso, solo hemos tenido días de espera. De espera con temor, de espera con esperanza y, simplemente, de espera, porque no podemos hacer otra cosa que eso: esperar. Durante estos días fue que decidimos volver o, mejor dicho, irnos, abandonarnos.

Volver al bosque, a la naturaleza. Ir.

A lo lejos, en la altura, se ven y se escuchan los helicópteros que sobrevuelan la ciudad  como moscas enormes.

Al cruzarnos con otros individuos, nos hacemos a un lado para no contagiarnos. Medimos casi mentalmente unos dos metros de distancia. Como nos ordenó el gobierno. Tal vez por eso del lenguaje no solo han permanecido los tratamientos de cortesía, sino que también algunas órdenes o recomendaciones que los mayores imparten a los niños: ¡Cuidado! ¡No se toquen! ¡Aléjense! ¡Mántengan la distancia!

El virus sacó lo bueno y lo malo de nosotros. Pero sobre todo lo malo. Aparecieron los miedos. El pánico. La depresión. Nuevas formas de la locura. Tomamos consciencia del daño que estábamos haciendo, de los experimentos y de la explotación de los recursos que hemos estado llevando a cabo. Se hicieron evidentes las desigualdades sociales y económicas locales e internacionales. Así, comprendimos la existencia de todo tipo de jerarquías. Y supimos que debido a esas jerarquías, unos se salvan y otros no. Que algunos se mueren una vez y para siempre, y otros permanecen seguros en ciudades artificiales.

De la otra orilla se escucha la voz potenciada por el megáfono de la autoridad ordenando no dejar los hogares. Pero ¿a quién le habla? ¿Acaso ya no nos fuimos todos de allí?

A medida que hundimos los zapatos en el barro del bosque, nos vamos desconociendo cada vez más. Los árboles con sus ramas enormes apenas dejan filtrar la luz. En la penumbra del bosque, la familiaridad de nuestras facciones ha ido desapareciendo. Las coloridas y vistosas ropas de los niños se opacan hasta oscurecerse. Y por lo general, todos nos movemos con la cabeza gacha, evitando, de esta forma, el contacto visual directo. Es extraño, pero parece haber en los árboles personas ya acostumbradas a la sinuosidad de las ramas. Como si estuviesen viviendo desde siempre aquí.

Antes de sumergirnos en la noche del bosque, echamos una última mirada hacia atrás y vemos el puente. Porque ese puente que alguien ideó y construyó, y que muchos fueron valorando y fortaleciendo con sus esperanzas de amor, quizás vuelva a unir, en un futuro no muy lejano, las dos orillas.

Me siento solo. Cierro los ojos y me uno a la manada.

Seguimos avanzando, ocultándonos como animales de presa. Alguien del grupo dice que en alguna parte los monos, por falta de turistas y, por ende, de comida, han dejado los templos para penetrar en la ciudad. Dice que se allegan en hordas alocadas y deformes, agrupándose y peleándose entre sí por el alimento.

Mientras tanto, nuestros hambrientos parientes llegan a nuestras casas; regresan, sin saberlo, a un origen oculto.

Nosotros continuamos adentrándonos en la noche del bosque.

César Rexach (1979, Buenos Aires) Es Licenciado y Profesor en Letras (UBA). Participó en congresos internacionales de literatura, música y películas como: Proceedings italian migration urban music in Latin America (Friburgo de Brisgovia, Alemania) y Argentinische Literatur – Argentinischer Film (Viena, Austria). Publicó ensayos en  Libres del Libro (2017, UAI).  Vive nueves meses del año en  Münster, Alemania, y los otros tres, en Buenos Aires.

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