La entrega

Cuento

por Federico Fontana

Despertó y se sintió perdido. Alrededor todos dormían. Reclinó la butaca y se refregó los ojos. Después miró hacia adelante por el pasillo. Lo único que podía verse eran las dos luces del colectivo, dos torpedos blancos lanzados hacia la oscuridad del asfalto. Tuvo el presentimiento de que debían haberse bajado antes. Que la última parada había sido la de ellos y el sueño los había engañado. El presentimiento se convirtió en inquietud. Corrió la cortina y tocó el vidrio de la ventana. Estaba frío y mojado. La marca de su mano pareció derretirse. Del otro lado, hacia la inmensidad, el campo oscuro. No era posible saber con precisión dónde estaban. Entonces le tocó el hombro y ella despertó. Le dijo que debían bajarse. Ella lo miró y después miró por la ventanilla. Quiso decirle que quizá se equivocaba pero vio en la mirada de él la certeza del error. Todavía sentía la cara barnizada de sueño. Entonces decidió seguirlo. Sacaron los bolsos del maletero que estaba sobre sus cabezas y caminaron hacia el frente del colectivo. Él le dijo al chofer que por favor se detenga, que deberían haberse bajado en la parada anterior. El chofer los miró y luego volvió a observar la ruta. Las lonjas blancas del asfalto se sucedían velozmente y parecían formar una única línea interminable.

—Acá en medio de la ruta tengo prohibido parar —dijo el chofer—, van a tener que esperar a la próxima estación de servicio.

Se acomodaron entre los primeros asientos y aguardaron en silencio. Después del sobresalto, sintieron que el descuido sería una anécdota más para contar a los amigos.

Cuando al fin bajaron del colectivo se abrazaron; el aliento de la noche, pesado, húmedo, flotaba encima de ellos. La playa de la estación estaba vacía y una luz celeste titilaba sobre un ventanal. Ella alzó el rostro hacia las estrellas y pensó que la oscuridad terminaba allí o allí comenzaba otra cosa que ya no era oscuridad. Sintió algo raro, en la noche o en ellos, pero permaneció en silencio. Se tomaron de las manos y esperaron. Una silueta baja y maciza apareció desde un mostrador, detrás del ventanal. Parecía emerger desde una caverna. El hombre llevaba una campera que le llegaba hasta las rodillas y ambas manos envueltas en guantes. Cuando llegó hasta ellos los saludó con un movimiento de cabeza.

—Anda perdida la parejita—preguntó.

—Nos quedamos dormidos y pasamos de largo—contestó él.

El hombre achicó los ojos y se le formaron dos tajos, dos cuchilladas en una lata oxidada. Se quitó un guante y luego sacó una caja de cigarros del bolsillo.

—Nos puede convidar—preguntó él.

El hombre les ofreció uno a cada uno, estirando la mano. Con cada bocanada de humo se fueron sintiendo mejor, con la sensación de que el día llegaría pronto, que en cualquier momento desde las ramas de algún árbol se descolgaría el sol y la ruta estaría congestionada de turistas yendo de aquí para allá. Preguntaron cuánto faltaba para el próximo colectivo y el hombre contestó que allí no paraba ninguno. Después les preguntó hacía dónde iban.

—A las termas de Federación—contestó él, y el hombre asintió al tiempo que decía “ahhh” o “mmhhhh” o “ya veo, ya veo”.

—Se le ocurre qué podemos hacer—preguntó él, mientras la tomaba del hombro a ella y la acercaba hacia sí.

—Pueden esperar o pueden caminar—contestó el hombre, mientras pisaba la colilla de su cigarro e inmediatamente sacaba otro de la caja—. Aunque caminar de noche no es recomendable por estos lados. Hizo un chasquido con la lengua y después dijo “nunca se sabe con los locos de mierda que andan por la ruta”. Terminaron el cigarrillo y el frío comenzó a envolverlos, un frío de profundidad marina. Ambos se quedaron esperando que el hombre siguiera hablando, pero el hombre no dijo más nada y se quedó con la mirada fija, como si recordara algo lejano.

Ella apretó la mano de él y le hizo un leve gesto con la cabeza, apuntando al baño. El labio inferior se le dobló y los ojos se le agrandaron.

—Pasamos un segundo al baño—dijo él.

Y mientras se alejaban escucharon una risa débil pero sostenida, como un sifón sin soda. La risa parecía que lo dejaba sin oxígeno al hombre, porque éste tosió pero sin dejar de reír. Una risa que parecía respiración artificial. Cuando estuvieron solos ella le dijo que por favor hiciera algo, que soluciona el error del sueño, el error de dormir cuando se debe prestar atención al camino.

—Podemos golpearlo y dejarlo atado—dijo él, y en sus ojos asomó un brillo lunar, mezcla de desolación y entusiasmo—. Lo atamos y le robamos el auto o la chata o lo que sea que maneje para llegar hasta acá.

Ella se inclinó hacia atrás y sonrió.

 —Mejor podemos pedirle que nos lleve— contestó—, y si se niega ahí sí le abrimos la cabeza con un martillo.

Ambos rieron. Se abrazaron y cada uno respiró en el hombro del otro. En todos los años que llevaban juntos cada viaje era la oportunidad para que lo impredecible tuviera lugar. Para que el orden de las cosas fuera burlado y en esa ilusión se cifrara una dosis de libertad o de nudo aflojado. Una intermitencia en la administración de los días.

Salieron del baño y encontraron al hombre fumando, envuelto en su campera. Estaba parado en medio de la playa, sobre uno de los escalones de los surtidores. Le ofrecieron doscientos pesos por llevarlos al pueblo y él pareció considerar la idea mientras subía y bajaba del escalón. Se quedó parado sobre la punta de sus pies, haciendo equilibrio, y después pitó el cigarrillo y el humo se retorció en el aire oscuro de la noche. Luego les sonrió y se alejó hacia el ventanal. Entró a la oficina y encendió una luz blanca que titiló varias veces y luego se estabilizó. Parecía buscar algo en un cajón del escritorio.

—Lo convencimos—dijo ella—, siempre convencemos a todos.

Cuando el hombre salió de la oficina llevaba un manojo de llaves en una mano y una linterna en la otra. Les hizo un gesto y ambos lo siguieron. Detrás de la estación había un desarmadero de vehículos viejos, destartalados; esqueletos metálicos que parecían pájaros prehistóricos, dinosaurios oxidados y mutilados. En aquel paisaje oscuro solo era posible discernir sus contornos. El hombre pasó detrás de un viejo chasis de camión y se perdió de vista. Esperaron y  a los segundos se oyó el rugido como de tos de un motor. Dos círculos de luz amarilla atravesaron el cementerio de chatarras y les dieron de frente. Un Ford Taunus color verde. El auto les pasó por al lado y ella le dijo a él que se subiera adelante. Cuando él abrió la puerta del acompañante el hombre le hizo un gesto con la boca; un gesto que después fue sonido y después mueca y después risa sin oxígeno.

—La parejita viaja atrás—dijo el hombre.

Él alzó las cejas y contestó “como usted diga jefe”. Se acomodaron, entre bolsos y algunas cajas vacías que estaban apiladas, y salieron a la ruta. El tapizado de cuero negro estaba cortado en ciertas partes, agujeros que dejaban ver la goma espuma. Había un olor como a madera mojada o de pasto quemado o como de tribuna de circo. El hombre manejaba en silencio. Encendió un cigarrillo y bajó la ventanilla. Parecía disfrutarlo. Ella le apretó la pierna a él y le señaló la ventanilla, al tiempo que se abrazaba a sí misma.

—Podría subirla, por favor —dijo él, mientras se asomaba entre los asientos delanteros para quedar cerca del hombre. Insistió—: Tenemos mucho frío.

El hombre sonrió y pidió disculpas. Les preguntó si querían escuchar música y antes de que contestaran les dijo “algo tranquilo para ayudarlos a descansar”.

Encendió la radio y giró el dial. Fue y vino varias veces hasta encontrar lo que buscaba. Después se dio vuelta y los miró.

—Así está mucho mejor, no les parece—preguntó.

Ambos asintieron y sonrieron y apoyaron las cabezas contra el respaldar. Después cerraron los ojos. Ella soñó que la noche se extendía como un músculo, elongándose sobre la llanura. Que la noche era un pedazo del fondo del río, flotando sobre ellos y el remanso llevaba restos de animales y huesos que la luz de la luna hacía resplandecer. Una noche de barro y de nubes negras y de almas baratas vendidas en el mostrador de un almacén. Abrió los ojos y se quedó mirando la nuca del hombre que manejaba. Tenía la vista empañada y las cosas más cercanas parecían alejarse. Recordó los días previos al viaje, días frenéticos y acelerados. Días donde todo debía quedar ordenado. “Al final, una nunca termina de irse del todo”, le había dicho a él mientras armaban las valijas. Él la había mirado con una ceja alzada, como solía hacer cuando la conversación se tornaba metafísica. Algo de eso en ella lo enamoraba. Algo de esa ironía realista y sin autocompasión. Le había contestado que para irse de uno mismo había que dormir una semana entera. Ella le contestó que un sueño tan profundo era peligroso y él le dijo que irse del todo era peligroso. Que él podía velar por ella y evitar que el sueño la devorara. Habían reído ante lo demencial de la conversación.

Ahora tenía los ojos entrecerrados y la palabra sueño funcionó como un somnífero. Lo escuchó murmurar al hombre algo ininteligible y después se volvió a quedar dormida.

Cuando el camino se hizo lo bastante irregular, el trajinar los despertó. El auto se sacudía violentamente. A ambos lados se veía un campo sembrado de maíz o algo parecido, ya que las plantaciones eran altas y tupidas. La luna brillaba entre el maizal. Ella se incorporó y le apretó el brazo a él, que primero sonrió y después se miró las manos. Le preguntó al hombre donde estaban y el hombre les contestó que faltaba nada para llegar. Cuando las plantaciones se acabaron, se encontraron ante una zona desolada, donde se notaba que habían trillado el maíz.

El hombre detuvo el motor y se quedó un instante con las manos apretando el volante. Después bajó del auto, caminó unos metros en línea recta y se dio vuelta para mirarlos. Escondió la mirada entre sus manos y se perdió en el maizal. “Qué carajo está pasando”, pregunto ella, mientras se revolvía en el asiento. Él la miró e intentó calmarla, pero no sabía cómo. Se quedaron unos minutos en silencio, con la mirada rastrillando el terreno. La helada sobre el pasto brillaba y las plantaciones más allá se movían con la brisa leve, como un ejército de zombis. Él se concentró en el espejo retrovisor del auto porque un detalle le llamó la atención. Dos luces amarillas aparecieron allí, desenfocadas y a intervalos irregulares. Las luces se fueron acercando. Era otro automóvil. Y cuando llegó se estacionó detrás de ellos y ella lo miró a él con los ojos inflados; los ojos que ponen aquellos que pierden algo tan preciado y no lo pueden creer. Él continuaba enfocado en lo que veía por el espejo. Parecía una sombra que gateaba. Una sombra de humo. El hombre volvió a aparecer desde el maizal y caminó hacia el otro automóvil. Se detuvo antes de llegar a la puerta y se quedó parado, con las manos en los bolsillos. Después se hizo a un lado. La puerta se abrió y entonces ellos escucharon la pisada, el temblor del suelo. Una pisada de búfalo, una pisada que retumbó y vibró y se escuchó como si dentro de una fábrica se hubiera derrumbado un galpón. La pisada avanzó hacia ellos y él se acercó a la ventanilla y pudo ver del otro lado el hocico, las pezuñas enterradas y el aliento que empañó el vidrio.

Federico Fontana (1983, Santa Fe) Psicólogo de profesión, ha publicado cuentos en la Sección Contratapa de Rosario/12 y en la Sección Lecturas, en la revista digital Rosarina “El Corán y el Termotanque”, en la Revista Chilena “Intemperie” , en la Revista digital “Ese” y en «Continuidad de los libros».

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