«Un trescientos», por Karina Boiola

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Para Maxi, por todas las ficciones

que vivimos juntos

 

 

Era el último día de un mes invernal en la ciudad de Buenos Aires.

Ya por la noche, Diana volvió a su casa, después de pasar varias horas en la facultad. Estaba bastante desanimada. El motivo de ese desánimo puede resultarle conocido a cualquiera que estudie, digamos, una carrera de humanidades en ciertas circunstancias específicas, a cierta altura de su vida. A su desánimo se le sumaba, además, el desconcierto de haber recibido en su trabajo (un trabajo aburrido y mal pago) una extraña llamada telefónica.

La casa de Diana era un departamento de esos tantos que hay en la ciudad: dos ambientes, cocina pequeña, baño un tanto destartalado con rastros de humedad en las paredes, ascensor pequeño por el que hay que batallar con los vecinos para subir primero. Ese día, Diana había perdido la batalla y subió los ocho pisos por escalera. Abrió la puerta de su casa, se sentó en el sillón y prendió la tele. Haciendo zapping pensó que ya no le quedaban energías para agarrar algún libro de los tantos que se acumulaban, sin leer, en su biblioteca. En su teléfono googleó “Global corp”. El nombre le había quedado resonando en la cabeza, porque era extraño que alguien mencionara algo así en una de las tantas llamadas que recibía por día. Era una ONG norteamericana, pero no había demasiada información al respecto.

Un rato más tarde fue a la cocina para hacerse un té. Abrió la hornalla y acercó el encendedor. Nada. Probó de nuevo. Nada. Verificó que la llave de gas estuviera abierta. Nada. Salió al pasillo. El ascensor estaba en su piso. Abrió la puerta y, pegado al espejo, vio el funesto cartelito: “El servicio de gas fue cortado preventivamente a causa de una fuga”. Cerró la puerta, enojada, y volvió a su departamento.

Al día siguiente, Diana se levantó temprano, como todos los días, para ir a trabajar. No tuvo que esperar demasiado el ascensor. En el hall de entrada vio a Richard, el encargado. Le preguntó por el gas. Richard le dijo que no se hiciera problema: el año pasado la empresa había reestablecido el servicio luego de un corte largo y ahora el edificio estaba en regla; el motivo del corte actual era porque había habido cierto “cortocircuito” entre la cuadrilla que cortó el gas inicialmente y aquella que lo había reestablecido, pero que iba a volver pronto. Diana no terminó de entender cabalmente esa razón que para Richard era natural. Se fue a trabajar.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y comenzó a atender llamadas en inglés. Era un call center que brindaba soporte técnico para una empresa norteamericana, una de las tantas que, debido a los bajos costos laborales del tercer mundo, había decidido tercerizar el servicio. A la séptima quiso descansar y dejó los auriculares sobre el escritorio. Su supervisor, Jony, le gritó que se pusiera en auto in. Diana volvió al ruedo: le tocó una señora sureña (luego de cuatro años, podía imaginar quién estaba del otro lado solo por su acento) que decía que la computadora no prendía. Please, m’am, check if the power cable on both sides of the CPU (the black box underneath the monitor) is properly plugged in, dijo Diana. La señora se indignó un poco: I have already checked that, I need a replacement! Diana le respondió: Please, m’am, we have to follow the troubleshooting procedure. Could you please check the cables once more? La sureña respondió: I want to speak with an American, I can hardly understand you! Oh, wait! The cable was unplugged! Y cortó.

La semana siguiente, Diana se levantó temprano, como todos los días, para ir a trabajar. Dormida, fue al baño y presionó el interruptor de la luz. Nada. Salió al pasillo y vio que las luces de emergencia estaban prendidas. A tientas se bañó en la oscuridad y bajó los ocho pisos por escalera. En el hall de entrada vio a Richard. Le preguntó por la luz y, de paso, si había novedades del gas. Richard le dijo que había saltado un generador debido a una sobrecarga en la línea del edificio (todos los vecinos habían comenzado a usar demasiados artefactos eléctricos por la falta de gas), pero que probablemente la luz volvería en unas horas. Del gas, dijo Richard, nada todavía. Y agregó: “Esto va para largo”. Diana se sorprendió porque apenas una semana antes él le había comentado que el gas volvería pronto. Al salir, el anciano que vivía en la entrada del edificio contiguo la saludó. Diana pensó, al pasar, que ese viejito siempre estaba ahí pero que nunca había hablado con ella.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y atendió una llamada. Un señor que decía que la impresora no andaba. Printer offline, it says. Diana le explicó que debían reinstalar los drivers de la impresora. Le indicó que pusiera el CD que venía con la impresora en la lectora del CPU. El señor dijo: it ain’t doing anything. Luego de muchas idas y vueltas, Diana se percató de que el señor había puesto el CD en la ranura de la impresora.

Al volver del trabajo, se encontró con Richard. El encargado le dijo que el inspector de la empresa de gas pasaría esa semana por cada departamento para verificar si estaban en regla. Richard le dijo que se despreocupara porque su casa estaba bien (todos los departamentos de su piso estaban en regla, le dijo). Pero que el inspector pasaría temprano y no se sabía bien qué día. Diana le comentó que no podía faltar al trabajo. Richard le dijo que le dejara las llaves de su departamento y que él lo recibiría. Al día siguiente, Diana le dejó a Richard sus llaves y se fue a trabajar. Al pasar, el anciano que vivía en la puerta de al lado de su edificio le dijo algo que no entendió. Por las dudas, Diana le devolvió el saludo y siguió caminando.

Ya en su trabajo, Diana se puso el headset y atendió una llamada. Era una chica que le decía que el glass holder de su computadora se había roto. Diana se sorprendió. Glass holder? The CPU does not have any glass holder!, le dijo. La chica respondió que ella apretaba un botón y el glass holder salía del CPU. Diana se dio cuenta de que la chica estaba apoyando sus vasos de café en la lectora de cds del CPU y le explicó, amablemente, que eso no era un apoya vasos y que dejara de hacer eso.

Algunos días después, todavía no había noticias del inspector de la empresa de gas. Una mañana, Richard le dijo que seguramente el inspector pasaría ese día y que, por las dudas, le dejara un trescientos por si había que convencerlo. Richard le explicó que los inspectores son muy quisquillosos y que a veces no habilitan el servicio por detalles. Le dijo que él tenía experiencia en el tema y que con un trescientos podía arreglar la situación. Diana sacó su billetera. Por suerte, tenía quinientos pesos (no solía llevar efectivo encima). Le dejó un trescientos a Richard y se fue a trabajar. El anciano del edificio de al lado no estaba, tampoco sus cosas. Diana se preguntó qué le habría pasado y siguió caminando.

Al volver del trabajo, se encontró con Richard. Tenía esperanzas de que ese día ya tendría gas nuevamente. El encargado le dijo: “No hubo caso. Intenté convencerlo de todas las maneras posibles, pero tenés que hacer varios arreglos para que te habiliten el servicio”. Diana le pidió, indignada, sus trescientos pesos. En su casa, llamó a la dueña del departamento. Le informó que el corte de gas duraría mucho tiempo y le pidió que le comprara una ducha eléctrica. La dueña le dijo que no era su obligación comprarle una ducha y que no podía hacerse cargo de todos los gastos que a ella le surgieran. Diana le recordó que ella había alquilado el departamento con gas y que sí era su obligación hacerse cargo de la situación. La dueña aceptó, a regañadientes. Diana pensó que todos los dueños eran iguales.

Se sentó en el sillón y agarró una pila de apuntes fotocopiados. Pronto tendría parciales. Trató de concentrarse en la lectura, pero hacía frío. Se acordó de global corp y de la extraña llamada que había recibido en el trabajo, el día que cortaron el gas. Volvió a buscar información en internet. En algún post de Twitter leyó que se trataba de una ONG que invertía dinero en la búsqueda de vida extraterrestre. A Diana le causó gracia la idea. En las redes pululaban ese tipo de teorías.

Al día siguiente, Diana se fue temprano a trabajar. Vio que Richard estaba encerando el piso del hall pero no lo saludó, ya estaba un poco harta de sus idas y vueltas con el gas. Al salir, vio que el anciano que vivía al lado de su edificio estaba de vuelta. Lo saludó, amable. El anciano la miró pero no le dijo nada. Diana tuvo la sensación de que se trataba de un anciano diferente. Pero se le hacía tarde y tuvo que correr las tres cuadras que la separaban del subterráneo.

El sábado, Diana recibió en su casa al electricista que le colocaría la ducha eléctrica. Luego de un rato, el señor le comentó que el trabajo ya estaba hecho y que se acordara, siempre, de desconectar el cable de la electricidad antes de bañarse. Diana pensó que eso era una obviedad y se limitó a asentir con la cabeza. El electricista también le dijo que, revisando el toma corrientes del baño, había encontrado un pequeño artefacto negro. Le preguntó si sabía qué era. Diana le dijo que no tenía idea. El electricista le preguntó si podía llevárselo para revisarlo. Diana le dijo que sí.

Acompañó al electricista hasta la puerta. Aprovechó y salió para comprarse algo para almorzar. Vio al anciano que vivía en la puerta del edificio de al lado. Le dio la sensación de que la seguía con la mirada. Diana pensó que desde hace varias semanas la ciudad le parecía extrañamente diferente. Mientras caminaba, se dio vuelta para mirar al anciano. El viejito ya no se veía.

Diana se dijo a sí misma que no tenía que pensar en esas cosas. Sin importar las tramas conspirativas que se urdieran en torno a su rutina, ella todavía estaba sin gas y con una pila de apuntes fotocopiados sin leer. Los parciales vendrían pronto y, estaba segura, su supervisor no le daría los días de estudio que le había pedido.

 

 

Karina G. Boiola (1988, Buenos Aires) es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente, se encuentra cursando la Maestría en Literaturas Latinoamericanas de la UNSAM. Ha sido columnista de la revista “Tierra Adentro” (México, CONACULTA).

 

 

 

 

 

 

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