Sobre Sylvia Iparraguirre, La vida invisible (Ampersand, 2018), por Ignacio Bosero

 

Bibliotecas-fotografia-oldskull-14

“No produce el mismo tipo de diferenciación inconquistable el usufructo de una biblioteca que la posesión de una moto japonesa: imaginariamente, cualquiera puede comprar una moto japonesa” (Sarlo, Escenas de la vida posmoderna)

 

No todos tienen el recuerdo nítido de su imagen de lectores en su punto inicial, en su gestación, en ese ¡plop! que todo lo cambiaría. “Lo más remoto que conservo como lectora solitaria es una imagen en la que me veo leyendo, curiosamente, desde arriba. Debo tener unos ocho años, sentada en el umbral de mi casa, el vestido estirado sobre las rodillas, los zapatos con presilla y botón: leo una de las llamadas “revistas mexicanas”, La Pequeña Lulú”. Lejos de desdibujarse en la infancia o la adolescencia, la figura (real) de lectora de Sylvia Iparraguirre toma cuerpo, densidad y madura a lo largo del tiempo de su vida con una pasión envidiable. La vida invisible es una autobiografía construida por la historia personal de los libros que la marcaron, por lo tanto es una especie de relectura y rescritura corporal de esas marcas. Marcar aquí es abrir los senderos imaginarios por los cuales pasará una vida de lectora, con sus elecciones y preferencias y encuentros fortuitos. Pero así como puede decirse que hay sólo una serie de libros y no otros que inauguran un imaginario persistente y perdurable en la experiencia y en la memoria, hay sólo una serie de escenarios posibles que le dan forma, sentido y contenido a ese mundo con características propias. A la que a su vez hay que agregar el hecho fortuito de una serie única de personas y familiares (padres incluidos) que “terminan” por componer este paisaje único, casi mítico de la autora, lo que llama ella “identidad fundamental”. “La lectura fue para mí, desde que tengo memoria, una experiencia vital, tan decisiva como el conjunto de aprendizajes que forman nuestra identidad fundamental”.

En el comienzo de todos los comienzos hay una biblioteca. Y no sólo eso, un territorio: el de una casa de un pueblo perdido de La Pampa, nada menos que Los Toldos. “Aunque en mi casa de Junín había libros, nada era comparable a la biblioteca de la casa de mi abuela, en Los Toldos, donde con mi hermana pasábamos los veranos”. Ese espacio fundacional, aparte, en el aburrimiento de la siesta calurosa de un pueblo de pocos habitantes, está habitado por las enciclopedias y los libros, sus abuelos y personajes singulares como un misionero español empeñado en evangelizar a los indios fronterizos con su Pequeño manual del misionero. “En la biblioteca, mis primos, mi hermana y yo confabulábamos en voz baja, acompañados por el zureo de las palomas. Ese fue el escenario de mi primer amor por las enciclopedias”. Y al mismo tiempo, el descubrimiento de dos lecturas capitales, el Robinson Crusoe, de Defoe, y Marido y mujer de Tolstói.

En la adolescencia la lectura siguió siendo la compañía predilecta, la comunicación más noble y sentida, aunque todavía perteneciente al mundo privado, íntimo y secreto. “No tuve interlocutores. No cultivé el hábito de hablar de lo que leía o no busqué con quién compartirlo”. De ese modo, la vida invisible, por timidez, por diferente a las demás mujeres y niños de su edad, se profundizó hasta dar por fin con las lecturas y el lenguaje que esa adolescente necesitaba oír. El lenguaje de los argentinos; el que halló en Los Premios de Cortázar, en las novelas de Sábato y poemas de Borges, entre otros, y que venían a irrumpir nuestra lengua escrita signada por el español y el uso del “tú” en esa época.

El río de lecturas fue creciendo y complejizándose hasta desembocar en el conocimiento de Borges como alumna en la facultad de Letras. Aquí comienza otra historia, sin duda, la del vínculo con el profesor y escritor que se hizo familiar.  “Borges –como Tolstói, como Defoe, como Bradbury, como Cortázar, como Echeverría– es una experiencia autobiográfica. Así como crecí con los Beatles, con el cine, con Katherine Mansfield, con Whitman y Neruda, crecí con Borges. Me ha acompañado con la misma familiaridad que nos acompaña, a lo largo de la vida, un actor o un músico y por los cuales llegamos a tener, más allá de su arte, un cariño verdadero”.

Hay páginas y situaciones que describen una biografía y lo que tienen de verdadero y testimonial es que no son conquistables, no pueden adquirirse como un bien ni compararse con otras; son de algún modo ajenas. Pertenecen al terreno de la intimidad de los artistas. De la ventana cerrada de su espíritu. Habrá que esperar a que ese acceso sea posible, que la autora o el autor lo permita; y por supuesto, puede suceder como no, al ser producto de una donación de una experiencia vital, sensible, fiable de los sentimientos emotivos e intelectuales de una persona. Y de ser un esfuerzo de la memoria, no siempre sencillo de movilizar y menos de plasmar. Esa transmisión quizá sólo es posible cuando la riqueza de un recorrido es tanta que se prefiera restablecer un diálogo con la historia y los lectores, de incluso, inventar uno nuevo, inesperado.

En este caso, hoy lo sabemos, hay un hito temprano en la experiencia de lectora y escritora de Sylvia Iparraguirre, que abre camino a un diálogo sin fin con la literatura. Es el conocimiento, a los 22 años, del escritor Abelardo Castillo, quien sería en adelante su pareja de toda la vida. “Con Abelardo, la vida invisible se visibilizó, fluyó, para transformarse en un diálogo continuo. Si la biblioteca de la casa de mi abuela arma la primera escena de mi novela personal como lectora, en la biblioteca de Abelardo, en nuestro departamento de la calle Pueyrredón, empezó mi educación literaria”.

Con este encuentro clave, profundo en su existencia, las lecturas se intensifican y adquieren otra dimensión. Una “educación literaria” significa no un orden pero sí un sentido que va en dirección del deseo de leer y escribir, sea por fuera o por dentro de la academia. Abelardo aparece como un guía, un escritor y lector ya maduro (de hecho es bastante más grande que Sylvia cuando se conocen), donde los libros, para este escritor, son “el eje capital de su vida”. Por lo tanto, Si la vida invisible se visibilizó en esa comunicación amorosa e intelectual a lo largo de mucho tiempo, La vida invisible, como libro, es una forma de recobrar y enriquecer ese diálogo sin punto final con la memoria personal y colectiva de una escritora que trasluce simplicidad y exquisitez en su escritura y en sus recuerdos y percepciones vitales.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

 

Compartir