«El pasado», por Nicolás Pose

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Estaban sentados, uno enfrente del otro. Eran las dos de la tarde y el rayo del sol les partía la cara, ahí, afuera, en la vereda, mientras el olor de la parrilla les iba dando hambre. La cerveza, fría, aguardaba sobre la mesa. Él encendió un cigarrillo. Ella lo miró y simplemente vio una cara. Fumó, y también la observó. Largó el humo, le tanteó seriamente esos ojos verdes que siempre le habían gustado y le hizo la pregunta. Acostada, desde la puerta entreabierta de su cuarto, mira cómo su padre le grita a su madre, que llora mientras enciende un cigarrillo. Después se seca las lágrimas, suspira y tiembla en la silla. Ella no contestó. Luego se peinó el cabello con sus dedos largos y de uñas cuidadas. Entonces los ojos de él se tornaron inquisidores. Prefirió no mirarlos mientras jugaba con un mechón de pelo. Una madre pasaba con un carrito, y ambos miraron la carita del bebé que sonreía al sol. Ella aún no había levantado el vaso que él le había servido como un caballero. Y le seguía preguntando, continuaba interrogándola, mientras ella optaba por el silencio. Cerró los ojos y mostró esa mueca de dolor. Su cabeza era un nido de voces que iban y venían y, tal vez, era eso lo que el hombre quería: confundirla, torturarla con todo lo que los dos sabían claramente. La tiene agarrada del brazo y no para de gritarle. Siempre le gritaba. Estaba apagando el cigarrillo con el zapato contra la vereda y pensó que estaba en una escena de cine mudo con los colores de la tarde. Miró la ventana: un hombre gordo se comía un choripán con ganas. Ella le hizo un gesto. Las manos abiertas, tensas, en el aire, apuntaban hacia el cielo, tal vez buscando que entendiera sin palabras. Él se preguntó qué significaba esa vaga mímica, y si habría escuchado algo de todo lo que le había dicho hasta ahora. Odiaba perder tiempo. El trabajo. Estaba cansado del trabajo. Se sorprendió de que ella no le hiciera por lo menos una pregunta acerca de sus responsabilidades, de que no le importara lo que habían planeado juntos todo este tiempo. Ya se había disculpado por los errores que había cometido y por todas esas marcas y heridas que le dejaba en el cuerpo que, por suerte, cicatrizaban rápido. Siempre había sido cuidadoso y se las había hecho en lugares donde la ropa la cubriera, porque nunca iba a aceptar que ella tuviera vergüenza o miedo y mucho menos que se sintiera incómoda frente a otras madres o padres cuando iba a buscar a sus hijos, santamente, todos los días a la escuela. Pensó que el gesto anterior había durado tan sólo cinco segundos: el tiempo suficiente para destruirlo. Se miraron a los ojos, por más de un minuto, por primera vez. Luego bebieron y apoyaron los vasos sobre la mesa. Comenzaron a decirse pormenores de la relación con una violencia inusitada. Ella odió que su vida sólo hubiera sido cumplir con el rol materno que siempre había desempeñado para que él no se pusiera de esa forma. Pero ahora, a veces, pensaba como mujer, y no como madre. Ambos se preguntaron para qué o por qué estaban sentados ahí, frente a frente. Domingo, dos y media de la tarde. El encuentro comenzaba a parecerle una excusa, por eso él estaba triste y empezaba a sentir ese hastío, sin saber por qué, ya que no llegaba a definir bien lo que pasaba por su cabeza. Tenía miedo, tal vez, no lo sabía, o se mentía a sí mismo. Quizás creía que ya no iba a poder arreglar lo que tantas veces había destruido, se sentía inseguro por primera vez en su vida, porque no sabía si iba a lograr su propósito. Se miró los zapatos. Ella contempló a un hombre encorvado que descubría una cabeza con el cabello más ralo que antes en la coronilla. La mano estalla brutalmente contra la mejilla y el largo cabello rubio de su madre se mueve en la penumbra del living. A él le pareció que ella con la nueva mueca que mostraba, se estaba riendo, como si ya no le tuviera el miedo de antes y además le hubiera perdido el respeto que su padre le había enseñado que le debían tener las mujeres a los hombres. ¿Qué era esto? ¿El mundo se había dado vuelta o él estaba débil últimamente? Entonces se propuso demostrarle poco a poco cómo se iba enojando, porque tenía que asegurarse de que supiera quién mandaba ahí. Por eso, cerró una de sus manos, y el puño golpeó sobre la mesa.  Ella bebió y lo miró fijo, con sarcasmo. El gesto, otra vez. La mano, pesada, sacude el cuerpo de su madre como a una rama. Sollozos…Pensaba pero no se decidía. Todavía no adivinaba por qué ella seguí allí, sentada, con las piernas cruzadas, con ese rictus impreciso, molesto cuando presentía que estaba cómoda, tranquila. Eso le dio bronca, una furia que iba naciendo, desde dentro, por sentirse así, disminuido, deshecho, y todo por culpa de ella. Una cara, un gesto, sus palabras, y los recuerdos estaban funcionando como delatores. El ruido del cinturón resbala a través del jean, la faja completa se mueve con velocidad y marca la piel: estigma cristiano del sufrimiento. Ella continuaba con sus morisquetas, sin hablar, porque era consciente de que no le hacían falta las palabras. Hay partidas que se ganan en silencio, porque el mutismo construye heridas, sobre todo, si yo sé lo que él quiere y él no sabe lo que yo quiero. Domingo, faltan quince minutos para las tres. Mudos, se miraban. Ya no había más secretos. Se preguntó cómo podía sentir frío con el calor que estaba haciendo, y ella lo miraba mientras tomaba cerveza, sonriente, alumbrada con el rayo de sol. El llanto de su madre crece cuando la puerta del dormitorio se cierra. La niña comienza a oír los golpes, secos y repetitivos. Llora, en silencio, la niña, acurrucada de costado, se pone las manitos en las orejas para silenciar la angustia de su madre. Volvía a hablar, pero no como antes, sino con potencia, para que lo escuchara de una buena vez, golpeando la mesa con el puño, como le había enseñado su padre. Luego, él se paró abruptamente, vio su cuerpo inmenso sobre su esbelta figura y ella temió lo peor. Entonces hizo lo mismo y parecía que se iba a ir. Al menos, eso es lo que pensó él mientras miraba cómo revolvía la cartera con insistencia. Y ya no soportó más que lo ignorara, entonces, la dio vuelta a la fuerza y le metió una trompada. Se asustó porque no caían lágrimas de esos ojos verdes que  siempre le habían parecido maravillosos y en los cuáles se dio cuenta que no se reflejaba su figura. “Como un fantasma”, pensó. En esos pocos segundos en que se quedó estático,  sintió la detonación y las palomas salieron volando en estampida. Alcanzó a ver que el arma brillaba por el sol y lo encandilaba. Luego cayó, como si alguien invisible lo hubiera empujado en la silla, y se apretaba el abdomen contra la mesa, con furia, con ganas de acercarse a ella, pero ya no podía y, entonces, empezó a putearla. Como una pequeña catarata, caían gotas de sangre que le ensuciaban el regazo.

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Estudió  letras en la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo el primer premio de narrativa en el VIII Certamen internacional de Poesía y Narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos y fue finalista en el III concurso de narrativa Eugenio Cambaceres(2012) organizado por la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”. Publicó el libro de cuentos La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y, en colaboración con Juan Pablo Bertazza, Manuel Pose y César Rexach los ensayos de Libres del Libro (UAI, 2017). También ha escrito textos literarios, críticas y reseñas en diversos medios culturales como El interpretadorNo retornable, la revista Siamesa y MALBA Cine. Por una cabeza, su primera novela, se publicó este año. Actualmente organiza junto a Florencia Benson y Magalí Díaz Moreno el ciclo de literatura y arte erótico “Noches Venusinas”.

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