«Reventados, lúmpenes y otros, en la fiesta de los 90», por Nicolás Pose

descarga

En la presentación de Barbarella −con Matías Reck y Julia Saltzmann como invitados−, ópera prima de Zulema Lázaro,  recientemente publicado por la multifacética Milena Caserola, la autora dijo sobre sí misma: “Yo soy una sobreviviente de los noventa”. No es casualidad que la solapa, que suele introducir al autor/a por sus trabajos−hablo de esa mini biografía que muchas veces no suele decir nada de la realidad del que escribe−, en este caso, refleje el estilo de vida que llevó la autora a finales de los 80 y durante los 90: “De noche frecuentaba Quiero Lola, Búnker, el Morocco, Contramano, el Dorado, Nave Jungla, Mediomundo, Bajo Tierra, Paladium, La Age Of Comunication y otros ámbitos de la movida de los 80 y 90.” En una Buenos Aires que de día parecía ordenada, modernizada, con el famoso uno a uno, la evidente apariencia de progreso para unos, los viajes, el destino predilecto de Miami, la multiplicación de los shoppings, el nacimiento de Puerto Madero, todos símbolos de la fiesta menemista: la pizza, champán y sushi incluidos; pero también por las noches se vislumbraba otra ciudad, una en la cual se organizaban diferentes tipos de fiestas, lugares emblemáticos que tenían un denominador común: las sustancias que allí se consumían, la caterva de diferentes tipos de personajes que se daban citan todos los fines de semana y, por supuesto, se bailaba, y mucho, por las ganas de dar rienda suelta a un hedonismo que chocaba con el discurso economicista de los 90. Esos lugares, emblemas de los 90, eran la apertura a un mundo under, ecléctico y glamoroso, que se sentía ni bien se atravesaban las cortinas de color rojo intenso y se veía la decoración a mitad de camino entre el Cotolengo Don Orione y Once, si hablamos de el Dorado. Fiestas donde no se segmentaba, como sucede hoy, por la elección de un objeto de placer (no era un boliche hétero, homo, lésbico, etc.), sino por intereses, ya que, se encontraba gente de mentalidad abierta, que no se espantaba por superficialidades y se entregaba sin culpas al dionisíaco experimento del placer con la música que acaba de editarse, los clásicos de siempre, los rescatados, los “mal vistos”, lo popular, etc; eso sí, todos se creían hiper modernos y el país se iba yendo de a poco a la mierda. Argentina no pertenecía al primer mundo como afirmaban algunas de las voces importantes de la década del 90, entre ellas la de Carlos−que hablaba sobre construcciones hiper tecnológicas y naves hacia el espacio exterior−, porque detrás de la apariencia de un capitalismo moderno que se implantaba por primera vez, había una destrucción evidente de valores y un vaciamiento notorio de lo que había sido uno de los estados más fuertes dentro del ámbito latinoamericano. Las fiestas y la bohemia nocturna, tenían un desparpajo y una naturalidad que hoy ya no existe. Cuando leo la colección de relatos de  Barbarella (Milena Caserola, 2018), en un primer nivel, me encuentro con el mundo nocturno de los 90, en textos como el cuento que abre la serie y le da título al libro, donde una chica de la Paternal que frecuenta ese tipo de fiestas, se construye un personaje, una impostura, descontrola y es usada por una pareja para divertirse en trío para que luego la desechen a un lado y así “normalizar” su relación. Esta Barbarella de la Paternal, protagonista, enamorada de otra mujer, lo narra desde una ternura erótica y despechada; en la misma línea está “Pequeña Cartier”, donde un travesti amanece atado luego de haber disfrutado una noche con un taxi boy. Cuando despierta todo es una pesadilla, ya que descubre que el hombre se ha robado a su “hijita”, un pequinés que ama más que a su vida. La consecuencia desencadena una búsqueda frenética por lugares ícono de la noche gay de esos años, como Quiero Lola, Contramano o Búnker.

En otro nivel, la lectura de otros relatos se abre hacia los márgenes, las zonas que de a poco iban pagando el costo del menemismo, y no solamente la pobreza de siempre, sino también la de los desclasados, los fisuras y el lumpenaje de barrios donde se enmarcan varias de estas historias, barrios del sur como La Boca, Barracas o La Paternal. Allí están los gitanos que plantan guardia en el Hospital Argerich, mientras asistimos a su forma de vida; una mujer que siempre ha sido pobre, con siete hijos encima, acostumbrada a trabajar y ser tratada como un animal por hombres diversos, que pare su octava criatura muerta; un señor, pobre, elegante, el Sr. Murúa, que todos los días hace tiempo en Mc Donalds para pasar un buen rato con su hijo y sentirse parte del tejido social; una madre loca que disfruta golpeando y torturando a uno de sus hijos, y también reminiscencias barriales de los 70, como la mirada de una narradora que se recuerda niña cuando palpaba en el aire el silencio del barrio el día del fallecimiento de Perón; así como también una estación de servicio en La Boca donde homeless y borrachos de toda calaña sobreviven como pueden.

El mayor acierto de Lázaro radica en el estilo y el tono que emplea para narrar estos relatos que, nada tienen que ver con la sordidez, el laconismo o lo dramático, ni con el característico empleo del lenguaje para encarar esta veta, esta temática. Todo lo contrario, Lázaro –que se inscribe de alguna manera en ese lenguaje barroco, torrencial, de Perlonguer o Pedro Lemebel, por poner dos casos emblemáticos− lo hace con el lenguaje del desparpajo, del exceso, procaz, repleto de metáforas domésticas, que configura y  le da a la temática marginal, mayor espesor, porque el lenguaje al ser, y sentirse de esa forma, termina confiriéndoles a esas historias de marginales, travestis y lúmpenes, un tono completamente original, diferente. Así en “Frasco de Aceitunas”, Lázaro escribe con un lenguaje descarnado, directo, el parto de la pobreza: “María se sentó como pudo y se hizo un cinturón con cable de telecentro para parar la hemorragia que no paraba de bajar por las piernas. Ató el cable a un sillón abandonado y tiró para que hiciera torniquete. Como pudo agarró una escoba y acercó a la criatura muerta. Quería verle pronto la carita. La carita fruncida, porque el bebé se estaba chupando el dedo. María descansó y cuando se levantó de la cama intentó sacarle el dedo de la boca, pero no pudo. Era como si al morir hubiera estado haciendo ventosa para adentro y no largara”. Exceso que parece desencadenar en el morbo y…Sin embargo, escribe con naturalidad sobre lo que es difícil describir. O el otro lado, la fiesta noventosa, narrada en el mismo desborde, procaz, que roza el kitsch pornográfico en “Barbarella”: “Con un terrón de azúcar hinchándose adentro las chicas sabemos que la vulva deja de ser marrón y se aclara como clara de huevo batida. No te distraigas. Fregamos hasta el filo nuestras conchas padre. Cuando tu teta derecha se cayó sobre mi ojo izquierdo sonó el despertador que te avisaba que tenías que ir al Call Center. Eran cuatro horas de agonía hasta que regresabas a mi conchero de strass perfumado.” Esto lo detecta Julia Saltzmann, por eso remarca la importancia que Lázaro le da al lenguaje por más que sus relatos abreven en la marginalidad y los rincones oscuros de la década del 90. Así lo refiere en el prólogo: “Me gustan estos cuentos, sobre todo, porque su narradora, que lo irrespeta casi todo, muestra un respeto total por lo más humano: la lengua, y la suya es muy propia, robusta, torrencial y plena, una lengua del exceso que se usa para contar con placer el lado más oscuro de la vida”.

Barbarella, La película de Roger Vadim −basada en el cómic−, con el protagonismo de Jane Fonda, rompía con los moldes de aquella época, con ese kitsch futurista, de orgasmos para jóvenes y de parodia para los entendidos; Lázaro, en cambio, rompe dentro del lumpenaje y la disponibilidad de los 90, e ilumina esa evidencia que otros no hubieran pensado, como fiel sobreviviente y narradora de aquellos años locos.

 

Barbarella (1)

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Es profesor en Letras (UBA). Obtuvo el primer premio de Narrativa en el VII Certamen de Poesía y narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos. Es autor de La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y ha colaborado en revistas como El interpretadorNo retornable y Siamesa. Su novela Por una cabeza permanece inédita. Actualmente trabaja como docente en el GCBA.

Compartir