«El río sin orillas», por Ignacio Bosero

 

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Después de unos días casi sin interrupción, había terminado de leer el libro de Juan José Saer, El río sin orillas. Creo que el hecho de haber leído hacía poco tiempo una de sus novelas, hizo que pudiera continuar con buen ritmo la lectura, de que estuviera mejor entrenado en su lenguaje y en su universo. Este aspecto no es menor, la escritura del autor santafesino requiere un estado particular, que no me animo a decir de concentración, prefiero pensarlo como un abandono, un descompromiso con el mundo instrumental que a uno lo rodea. Este tiempo puede ser de minutos o de horas, lo que sea, pero el flujo de su desbordante mundo tiene que poder abrirse. Puede decirse sin equivocación que el universo de Saer es abierto, exterior. Los sucesos, por llamarlos de alguna manera, transcurren afuera, al aire libre, a la intemperie, en la naturaleza. El mismo narrador se sorprende de lo que, sin esperar nada, le ofrece lo que viene de afuera, puede decirse sin provocarlo, sin planificarlo ni pensarlo ni obligarlo. Deja venir a ese mundo, o mejor, él está ahí y ese mundo viene y es sorprendido por la belleza que trae, por la “naturalidad”, por la falta de revestimiento civilizatorio que todavía almacena, como si trajera en su cuerpo y en sus actos marcas del pasado, una memoria viviente. “En esa siesta de octubre, a causa quizá de lo prematuro del calor, y por ser un día de semana, no había nadie en la playa. Para ser exactos, no parecía haber nadie en el mundo, hasta tal punto predominaba el silencio en ese lugar tan retirado que, a pesar de la perfección de su clima, de la limpieza total del cielo, de la vegetación y del agua que corría, no tenía nada de virgiliano, en razón de una pobreza general de los alrededores, y del carácter demasiado descuidado y salvaje de los detalles. El deleite venía no de una organización feliz de los elementos que componían el paisaje ni de la supuesta satisfacción moral que el reencuentro con la naturaleza le procura al hombre civilizado, sino de un consentimiento exterior a los sentidos que, dotados de golpe de una agudeza inesperada, consecuencia quizá del silencio y de la soledad del lugar, percibían esa exterioridad más ricamente y más nítidamente que de costumbre”. La descripción por supuesto se expande, y el lector que habrá llegado unas páginas más, recordará el feliz encuentro con unos lugareños.

Pensaba si la escritura de Saer puede considerarse experimental, no hablo de este libro en particular sino de su obra. Esta consideración no puede ser sino parcial, por el hecho de que lo experimental en el autor de Glosa tiene más que ver con la libertad de escribir -o de re-escribir- el paisaje del litoral y el conjunto, transfigurado, de sus amistades y valores estéticos y políticos, que de un ejercicio lingüístico exploratorio. De modo que, si hay algo de experimental en Saer, es en la medida en que desobedece a todo mito sobre lo real, a toda cristalización de un paisaje determinado, fosilizado en su memoria. De la misma forma el narrador puede ver convertirse, con el paso de los años, en el río, un pequeño terraplén en un arquetipo de Isla, como si fuera el nacimiento de un bebé y su posterior crecimiento. Saer no es un ecologista, claro está, pero disfruta de lo salvaje, de lo que se constituye “por fuera del hombre”, lo que está o queda librado al abandono, como los paisajes fantásticos de los puertos, de una época pos industrial del país.

Este libro es también un repaso muy personal y documentado sobre la historia del Río de la Plata, la historia argentina. Todos los mitos del paraíso perdido y de las autoafirmaciones de los argentinos, están presentes en esta propuesta de Tratado imaginario. De los orígenes de su fundación, tan salvaje como atípica, casi por casualidad, hasta las atrocidades militares y los descalabros y la corrupción política de todo clase y partido. Puede decirse que -salvo raras excepciones-, las cosas fueron a los ponchazos, de crisis en crisis. Después de todo, la crisis, no debe entenderse sino como una paradoja: pretender que somos tan argentinos como en verdad no ser más que la falta de afirmación que nos constituye. Así y todo, quizá en esa ingobernabilidad, hay algo que nos defina. Querer gobernarnos y no. “En vez de querer ser algo a toda costa -pertenecer a una patria, a una tradición, reconocerse en una clase, en un nombre, en una posición social, tal vez hoy en día no pueda haber más orgullo legítimo que el de reconocerse como nada, fruto misterioso de la contingencia, producto de combinaciones inextricables que igualan a todo lo viviente en la misma presencia fugitiva y azarosa. El primer paso para penetrar en nuestra verdadera identidad consiste justamente en admitir que, a la luz de la reflexión y, por qué no, también de la piedad, ninguna identidad afirmativa ya es posible”. Como la lenta llegada a un asado, fruto de una celebración, punto de reunión, cada cual irá hablando de sus días y sus dificultades, triunfos y dudas. Alguien, distraído, preguntará, “¿cómo andan todos?”. Ese fuego que reúne sabemos, como habitantes de este suelo, cuando encenderlo.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

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