«Solo el ruido», por Gustavo Monsalve

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Rubén se sienta a tomar un mate amargo y la silla de madera cruje. La bombilla está sucia en el extremo de donde toma y la pava abollada reposa sobre una valerina ennegrecida que la separa de la mesa que renguea. Su departamento está debajo de la terraza y el ruido de las cañerías se escucha con fuerza. El sonido, a esta altura, es un gruñido de un perro viejo y enojado. No lo molesta para nada. Le recuerda a su abuelo, a sus noventa y dos y el ruido que hacía al tragar. «Es el mismo», piensa. Su abuelo lo había convencido de que tenía poderes. Le mostraba cómo podía llevar su pulgar hacia atrás, hasta tocarse la muñeca en una flexión imposible. «A todos les cuento que es una lesión de cuando era arquero en River, lo inventé para no asustarlos, no soy de este planeta. Solo funciona de noche». Rubén era chico y lo escuchaba asombrado. Ahora, apoya el mate en la mesa, se concentra e intenta empujar su pulgar hacia atrás, se le va formando una sonrisa mientras fuerza la articulación. Eso funcionaba para su abuelo, además no era de noche.

En el piso de abajo, Martita está saltando la soga, faltó al colegio porque la madre está enferma y no la pudo llevar. Tiene puesto un vestido de princesa, rosa con bordados. Tira la soga en el piso. Se pone una corona de plástico que imita oro y agarra la varita plateada encintada a la mitad. Apunta a cada una de las muñecas que sentó al borde de la cama y las nombra, son unas veinte. Rubias, pelo lacio, demasiado flacas; iguales, sin diferencias. «Mamá se enfermó porque no tengo suficientes muñecas». Escucha el grito del tren a lo lejos y abandona el pensamiento. La madre despierta, tiene que prepararle el mate cocido con tostadas a Martita.

Mirta se alivia cuando deja de escuchar los saltos de la nena de arriba. Pero se preocupa porque Raquel no vino. Necesita que la ayude a salir de la cama, no se puede mover. Tampoco va a tener quien le cocine y le limpie. Ya pasó en otras oportunidades. No le queda otra que quedarse bien tapada y tener el control remoto a mano y, por sobretodo, el teléfono. Juan, el chico de la cafetería, sabe que cuando Mirta lo llama tiene que agarrar las llaves que le dio, y marchar en la cocina de la cafetería un café con leche y un tostado mixto. A veces se queda a charlar con Mirta, en especial si es un lunes y hay poco trabajo. Hay detalles de ella que le recuerdan a su abuela; las pecas en la frente, el marco de carey de sus anteojos y la bata seda. Por eso la suele visitar sin que ella haya pedido nada. Mirta no se asusta, prende la televisión y ve a Raquel hablando con un cronista que señala la pared. Una mancha marrón, llovida sobre lo que en algún momento fue blanco. El recuadro que acompaña la noticia dice “La virgen apareció en su casa”. «Sí, es cierto, esa mancha es igualita a la virgen», se alegra. Mientras  espera a Juan, pone el volumen de la televisión tan alto que no escucha el ruido de la cañería. Juan ve la misma noticia, Raquel está en la tele. Con el café y el tostado sobre la bandeja, en una mano, abre la puerta del edificio y en un movimiento casi imperceptible de su cabeza saluda al portero.

Mauro barre la entrada el pasillo del hall del edificio. El gato que recogió de la calle pelea con la escobilla. Es gris, no para de maullar. Lo deja recorrer la entrada y jugar con las personas. Prefiere que se entretengan con el gato, a que le hablen. En cada grieta, en cada resquicio le meten papeles, miserias, pequeños diálogos y ya casi no hay lugar. Ya sabe que tiene que evitar pararse en la puerta por la mañana, pero lo hace. No quiere soportar más el desfile de pieles, los arrugados, los petisos, los altos, todos esos saludos.  Sigue barriendo la entrada y lo saluda la del sexto, por el tono agudo de su “Hola Ricardo”, Mauro no escucha que su celular suena. Es su hermano que le mandó un mensaje. Hace años no tiene noticias de él. Sigue pasando la escoba de un lado al otro, cada vez más fuerte, hasta que el gato lo ataca, no está jugando.

Rubén escuchó la explosión y no escucha más el ruido de las cañerías. Espera a que la bomba de agua arranque y genere el microterremoto que sacude las pilas de libros y revistas, y que hace tintinear a los platos sucios, y a las torres de vasos. Espera ese concierto atonal, pero no llega. Se desespera y sale de su departamento. Sube corriendo a la terraza y empuja la puerta de chapa, hace fuerza con todo el peso de su cuerpo, se abre y queda vibrando como un diapasón. Corre a ver el tanque de agua y empieza a patear la bomba de agua con frenesí. Empieza transpirar, no sabe lo que hace. Solo tenía la compañía del ruido, pero ya no está. Se para en el medio de la terraza. Mira la luz que se filtra entre la ropa colgada: tangas, calzones gastados, un vestido rosa y una camiseta de River. El viento mece la ropa sobre su cabeza, Rubén siente que está bajo un sauce. Unas lágrimas le recorren la cara. Apunta con su mano al cielo y lleva su pulgar hacia atrás, hasta tocar su muñeca, «es la señal». Ahora va a tener dar explicaciones, se imagina la cara de todos los inundados, preguntándole qué hizo o por qué. Él no tiene esa respuesta.

 

Gustavo Guido Monsalve (1986, Buenos Aires), Editor (UBA) devenido librero en su propio local: Librería Rodríguez Almagro. Publicó un libro de cuentos “Moiré” (2010) y actualmente está preparando otro.

 

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