«El sueño reaparece», por Ignacio Bosero

 

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I

Me sucedió que hace unos días pensara en que no soñaba. El indicio más claro es que a nadie le contaba mis sueños, ni siquiera al psicoanalista, a quien antes sí le contaba y hasta leía alguno de mis sueños. De hecho tengo una parva de sueños anotados por ahí, en diferentes cuadernos, en libretas y hasta tengo algunos sueños que considero clásicos, que recuerdo siempre. Algo así le debe pasar a todo el mundo, tiene dos o tres sueños que lo definen bastante bien. Uno, por ejemplo, corresponde a mi infancia. ¡Ay, cómo no recordar la casa de mi infancia! Divino tesoro. Es cierto que hoy la tengo a pocas cuadras y aunque todavía, cuando suelo pasar de curioso, hay un halo de vida que en cierto modo me da nostalgia, también me llena de entuertos felices la memoria. Los vecinos, muchos de los cuales se han ido muriendo, representan un conjunto de personajes únicos; algún día, estoy seguro, hablaré de esto; ahora quisiera referirme al sueño infantil. Intentaré no desviarme. Los lugares o la atmósfera, suelen ser muy importantes para el soñador, lo familiar en general es la casa, pero no sólo la casa, también puede serlo un poste de luz pintado, unas flores, es decir, algo que reconozca y que por alguna razón han motivado mi atención consciente, y activado mis sentidos. ¿Qué me pasó en el sueño? Me desorienté. Fui al quiosco a comprar golosinas y perdí de vista mi casa. La desesperación empezó a recorrerme. Entonces me metí en otro barrio (justamente un barrio que se estaba levantando en un baldío, un barrio enorme, con casas tipo hongo). De pronto todo fue muy Xul Solar. Por supuesto que yo no sabía quién era Xul Solar, pero las calles empezaron a levantarse, a volverse como toboganes, las casas tipo hongo a llenarse de escaleras donde yo corría y corría… Y atrás mío, en profundo negro, comenzó a perseguirme la bruja Cachavacha. No sé cómo pero logré huir por una especie de tablones de madera que comenzaron a desprenderse como andamios. Despertar fue un alivio total. Este es uno de los sueños clásicos, como decía, hay otros, muy recordables, por ejemplo cuando estuve charlando con Oscar Wilde. Ni qué decirlo, fue exquisito. También, como todos, maté mucha gente, viajé por lugares muy exóticos, volé con perros, me tiré en paracaídas; y no hace falta hablar de los sueños eróticos, muchos de ellos tan fascinantes que superan ampliamente el goce que se puede sentir en vida. Así y todo, no se trata en estos casos de una frustración, pienso que es el despertar de la aventura.

II

Pero como decía, otra forma clara de darme cuenta de que no venía soñando últimamente (en mi adultez) es que no tenía el recuerdo de haber soñado, es decir, ninguna escena “caía” en mi cabeza a lo largo del día, o pasaba muy desapercibido, tanto que puedo pensar que los sueños eran mediocres y por eso los descartaba, o ni siquiera eso, la nada misma. Lo que pasó después se puede decir que fue mágico. Al día siguiente de darme cuenta de que ya no soñaba y de mi angustia por no tener más ese privilegio, soñé, y al día siguiente de este, volví a soñar. La espera, desde mi punto de vista, fue devuelta con creces… En ese sueño estoy durmiendo, siento un ruido y me despierto. Abren la puerta de mi casa, no estoy asustado, pero pregunto “¿quién es?” Es un amigo de toda la vida: Simón. Está aquí para mostrarme un decorado que acaba de hacer en las paredes de mi casa; se trata de una especie de ploteado bastante cool que, si bien me entusiasma, me resulta un tanto berreta. No sé qué le digo, lo cierto es que él sabe que el material no es el mejor pero la idea es buena, y es cierto. Después salimos. La primera sensación que tengo es de pura felicidad, necesitaba salir, sin embargo Simón desaparece y en su lugar aparece Martín. Los dos aparecemos en un bar, sentados a una mesa ratona con tres chicas en un rincón algo oscuro, tomando cerveza. En apariencia la situación es distendida e intentamos charlar de nosotros, como amigos. Pero sucede algo inesperado: una de las chicas se mete en la conversación de modo irrespetuoso a decir cosas de sí misma. Esto me irrita muchísimo porque me parece una desubicación absoluta; nadie la invitó, no nos interesa que esté metida en nuestra charla y deseamos que se calle. Les hacemos señas a sus amigas para que la saquen y se la lleven. Las amigas están al tanto de su locura y nos hacen gestos de entendernos. Es allí cuando Martín desaparece y yo aparezco en la calle con un pueblerino, el Toro. Siento que es de madrugada, hay niebla y una leve llovizna. El Toro se muestra amable, amigo y seductor, y me invita a seguir la noche en su casa. “Si querés podés venir a tomar un fernet”, dice. “Otra vez, mañana me levanto temprano”, le digo. No lo corto en seco, simplemente agradezco su invitación. Me quedo solo y camino. Encuentro la plaza Rivadavia y voy bordeándola. Me asombra la cantidad de indigentes que hay, tirados, borrachos, durmiendo en el pasto. Nunca había visto la plaza tan desmejorada. Continúo y veo un grupo de hombres horribles, sucios, feos y asquerosos. Quiero cruzar la avenida y se me abalanzan, me tocan, se me cuelgan de los hombros; grito “¡fuero feos!”. La sensación es espantosa pero no así peligrosa, y al final, veo familiares, probablemente mi hermana y mi madre, quienes me llevan calma.
Este sueño es otra cosa, al momento de escribirlo, ahora, podría considerarlo como un sueño que es importante, pero no lo sé, o no estoy seguro. Lo cierto es que me muestra hostilidades con el mundo exterior; salgo de mi comodidad, incluso con ganas de hacerlo, pero lo que encuentro me disgusta, me incomoda, me provoca. Podría decir que está lejos de ser un sueño y más cerca de ser una pesadilla, la “pesadilla de salir”. Que el otro esté significa varias posibilidades, tanto buenas como malas, o mejor, inciertas, y esto me ocasiona muchas dudas. ¿Qué lugar ocupa el sueño entonces? Sin duda es el lugar de una elaboración, es decir, no es por casualidad que el sueño aparezca. Lo que veo en los sueños, o lo que construye el inconsciente, no puede escapar de lo que pasa en la vida consciente. No es libre de hacerlo, de elaborar cualquier cosa. Algo tiene que haber pasado en la realidad, una imagen, un relato, un episodio, para que el inconsciente se encargue de deformarlo. En definitiva, volver a soñar es volver a escribir o empezar a hacerlo. Un relato distinto, escenas que no pueden ser vividas, o son vividas de otra manera y quiero recordarlas; literatura. El sueño, en definitiva, es el recuerdo del sueño, no como fue soñado y experimentado de esa forma única e irrepetible, sino como es relatado y revivido, mediado por el lenguaje. No es que yo quiera volver a sentir la intensidad de los sueños, particularmente no de este, claro está, pero sí la riqueza del encadenamiento visual que producen, y que, por supuesto, no estaba en mis planes. También soñar es empezar a tener en cuenta simbólicamente a los otros, a aceptarlos, a rechazarlos, a convivir con lo que no puedo decir. El lenguaje es ese dique siempre a punto de desbordarse.

 

Ignacio Bosero (1982, Los Toldos). Licenciado en Ciencias de la Comunicación (UBA). Publicó Antonio Di Benedetto: el camino sosegado (UBA, 2010), Viaje ritual  (Luciérnaga, 2013), La carne alucinante (Narrativa Punto Aparte, Chile, 2015) y Rugido (Color Pastel Poesía, 2016). Ha reseñado libros de ficción y escrito ficciones para las revistas Boca de Sapo y Polvo. Formó parte del proyecto de podcast de literatura RECITAL: Un escritor elige un cuento y lo lee (2015). Actualmente dicta el curso Cómo leer a Antonio Di Benedetto en la Universidad del Noroeste de Buenos Aires, Pergamino, y es profesor del Instituto de Formación docente 60.

 

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