«Telón de boca», por Lara Salinas

 

Puerta del SolFotografía: «Puerta del sol» de Zdenek Tusek (República Checa, 1979)

 

Hay días en los que le dejo el mate cocido con leche en la mesita de luz y me despide con un resoplo, un gruñido entre dientes. Ni me dirige la mirada, es como si estuviera enojado; esos son los días en los que casi no hablamos. Entonces salgo de la habitación triste por haber sido expulsada y lo dejo solo, como quiere, con los ojos tenues, cansados, viejos y oxidados apoyados en la nata de la leche que flota haciéndole burla, faltándole el respeto, descarada. Prefiere esa compañía.

Cada vez son más breves los lapsos de tiempo en los que recupera su carácter, pero la mayor parte se ausenta aunque lo pueda ver postrado en su cama. Cuando no está en sí, sonríe tanto que me da bronca. Su condición le regala esos ratos de tregua con el mundo. Y me pregunto si no seré muy egoísta por molestarme cuando lo oigo reír o cuando me dirige la palabra pensando que soy otra persona, cuando me habla de su novia quinceañera, que es mi abuela, o me cuenta de viajes, las culturas y los países exóticos que nunca conoció y que dudo que existan fuera de su imaginación.

No solamente inventa un mundo que no existe, sino que, en sus momentos de elocuencia, me olvida, aunque estoy frente a él. Entonces me convierte en mil personas distintas. Soy su madre, de a ratos, su hermano mayor y su cura confesor, aunque él no según decía no era religioso. También puedo ser su socio del almacén, su amigo de la infancia y su compañero del frigorífico. Pero, cuando regresa, cae el telón de boca y vuelvo a ser “yo”: una mujer que aún no aprendió cómo serlo, con la que se enoja precisamente porque no sabe hacer un mate cocido como la gente.

Cuando está consciente, me ignora y desconoce mi gran talento como actriz: mi participación en todos los momentos que inventa o recrea de su vida. No sabe que él es mi espectador, el único que en la habitación me mira actuar, ni que me importa mucho más ser creíble ante él que ante cualquier otra persona en el mundo, ni que prefiero que sea él quien me dirija la mirada antes que un grupo de desconocidos en un teatro a sala llena.

Tampoco sabe que hago el oficio de un dios, que hago volver a la vida a sus seres queridos, ni que, durante sus divagues, los extraña un poco menos, los vuelve a tener cerca, puede abrazarlos en confianza y sentir su compañía, y así se llena de fuerza y puede superarlo todo, incluso la muerte, o la conciencia de que ella está cerca.

Una tarde como cualquier otra, me presenté con un vestido nuevo y, por su mirada, creo que pensó que lo había venido a buscar la parca. Sin embargo, mis sospechas eran aún peores. Intenté tranquilizarlo haciéndole saber quién era yo, pero su pavor le impidió oírme. Como si tuviera la garganta atravesada, me rogó que me fuera, que dejara de seguirlo. Me explicó entre espasmos que él era casado y que debía buscarme a un hombre que me quisiera, que no me merecía andar sufriendo por un amor que no me correspondía. Quise explicarle lo confundido que estaba, pero no me hizo caso hasta que le dije mi nombre. Por primera vez, su sonrisa no me hizo sentir miserable.

Me apretó las manos y, con dulzura y como si le prestara una enorme ayuda, me pidió en confidencia que, antes de que mi abuela volviera, por favor, le dijera a esa mujer que se fuera, que le explique que era un hombre casado, que le pida que deje de seguirlo, que la aliente a que se busque a alguien que la quiera, porque ella era una buena persona y no merecía andar sufriendo por un amor que no le correspondía. Salí de la habitación y, del otro lado de la puerta, hablé con ella, lo suficientemente fuerte para que mi abuelo escuche. Nos abrazamos como hermanas, como dos mujeres que no saben ya qué hacer con ese hombre, que lo extrañan y quieren que vuelva a sus vidas. Cuando la despedí, sentí pena por ella, por no existir y, aún así, haberla expulsado de la casa. En la habitación yo tampoco fui bienvenida. Mi abuelo había dejado de mirarme y se rehusaba a dirigirme la palabra. En ese momento, solamente quería que le lleve un mate cocido como la gente.

 

 

Lara Salinas (1989, Buenos Aires) es Profesora y Licenciada en Letras de la UBA. Estudió Producción Cultural y formó parte de diferentes proyectos artísticos como productora. Trabaja como bibliotecaria y escribe crítica de cine y teatro.

Compartir