Tres ojos distintos

Breves ensayos sobre el ojo

por María Crista Galli

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El ojo idiota

Comencemos por el tipo de ojo más corrompido y común: el ojo controlador y perverso, para el cual tomamos de ejemplo el Ojo de Bataille.

En el prólogo a Historia del ojo, Vargas Llosa explica cómo el ojo de la historia de los adolescentes libidinosos es un ojo que actúa como fetiche sexual. Por su similitud con el vocablo francés para “huevo”, se produce una asociación entre ambos términos y, por lo tanto, sus conceptos terminan confundiéndose a lo largo de la novela. Si la protagonista se sienta sobre un huevo y se masturba, podríamos pensar sin embargo, que antes de sentarse sobre la virilidad de un testículo, se sienta sobre la visión escatológica de su propia sociedad vigilante. Sí,  un huevo es un testículo, pero es antes un ojo blanco y lechoso, un ojo siempre a punto de estallar. El ojo que al final los adolescentes le extirpan al cura no es más que un simbolismo de un testículo que ha vivido en desuso, totalmente inútil. Nada más irritable que ver un testículo piadoso y no hay peor cosa que un ojo que no sabe mirar, que carece de la sutileza del erotismo y la personalidad del detalle. Pero Bataille va más allá de la futilidad y la pasividad, que distan tanto de una contemplación budista o de una contemplación sexual, como sería la de un voyeur en todo su sano juicio.

Los adolescentes de la Historia del ojo padecen de un onanismo no tan exclusivo de su edad, sino también, de su época, 1926, y por qué no, de la nuestra también. Ninguno de estos adolescentes busca hacer el amor con el otro ni llega al orgasmo por puro placer, sino más bien por desidia, por rebeldía, por aburrimiento, por vengar a la sociedad a la que pertenecen los curas, los psiquiatras y los padres, pero también por falta de estímulos. El orgasmo es entonces un relleno del mundo, como son las imágenes chatarra el relleno de la visión de un Ojo consumidor.

Si en la entreguerras reinó un vacío destructivo, en la nuestra reina entonces un exceso visual de basura que produce ojos cansados, secos, sin brillo, ciegos de tanta luz, enrojecidos, incapaces de ver otra cosa, atestados de imágenes heteronormativas. Y no son precisamente los mismos ojos rojos que los que describe el Conde de Lautréamont en sus Cantos de Maldoror, ojos tan llenos de ira y pasión como los de una bestia, como un animal puramente deseante.  La belleza para el ojo cansado está establecida de antemano. El deseo está muerto. Los ojos de la Historia del ojo son inquisidores pero también los ojos de quien mira por costumbre. Son ambos ojos idiotas. Observar debería ser siempre una elección, un Ojo sabio y artesano.

 

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El ojo negro

El ojo es blanco por fuera y negro por dentro. Y precisamente Odilon Redon era un amante del color negro. Decía que el negro no era bueno para la vista y que no despertaba sensualidad, pero que ningún otro color era tan amigo del espíritu humano como lo es el negro. Y no hay nada más negro que una pupila, un pozo, el pozo interior. Y es cierto. El color negro no está hecho para seducir llamando la atención; por algo las flores jamás se visten de negro. El negro no engaña y quiere pasar inadvertido. Quiere encerrar misterio y con ese misterio es que seduce.  No hay color que provoque más temor y ensueño que el color del cosmos, y sin embargo, todo lo negro es signo de horror e imperfección para la sociedad occidental que siempre elige la alegría del color de cotillón, alegría tan corta que no puede ver que la oscuridad encierra sus secretos divinos, sus sombras inagotables.

Dijo Joris-Karl Huysmans en À rebours  sobre Odilon Redon que sus «dibujos se sitúan fuera de todo lo conocido…» . Y es cierto. El Ojo de Odilon Redon, a diferencia del de Bataille, es un órgano que mira donde no miran los inquisidores sino hacia adentro. Un ojo que cuando mira a su alrededor, en lugar de vigilar, cuida, contempla, aprende y luego llora. Como un globo bizarro que se dirige al infinito, el ojo de Redon es la mente redonda de un negro mortal que,  al despertar, descubre la diosa de lo inteligible de perfil, la sempiterna luz lejana que le dice lo que no oímos nosotros, los que nos creemos videntes. Redon está más allá. Adora y abraza ese contorno de la luz que sabe negra como el inicio del fin que es el fin del inicio de una curva, de un cuerpo, de un pozo que siempre está mirando hacia dentro, como el reverso de las piedras que según Olga Orozco son las únicas que ven el verdadero rostro de los muertos.

Es hermosa esa sombra que ve Redon con su ojo, pero sospecha que no es más que un embrión de la verdad. En sueños, le dice sollozando Redon a la luz que asoma en esa oscuridad: ¡Contemplando vi en el cielo una visión de misterio, un extraño prestidigitador! Y ella le contesta: Eres frágil como un huevo ocular y las estrellas, diosas cíclopes, brillan solo de día. Una araña sonriente pasa a tu lado y es más bella. El cielo, negro visionario, es luz y tú, oscuridad.  La flor del pantano, cabeza humana y triste, se te parece. Eres un hombre de pueblo, un  hombre primitivo. No más que un loco en un paisaje sombrío.

Volvamos al alma primitiva que lo observa todo con inocencia y sorpresa. Lloremos, investiguemos.  Los locos como Redon ya no tenemos más nada que preguntar. En silencio, entreguémonos nuevamente al arte visual de una existencia más profunda.

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El ojo narcisista

«Narciso en la fuente no está entregado tan sólo a la contemplación de sí mismo, sino que su propia imagen es también el centro de otro mundo. Con Narciso, por Narciso, es todo el bosque el que se mira, todo el cielo el que viene a tomar conciencia de su grandiosa imagen».

Con su característica poética, en El agua y los sueños, Bachelard explica y reinterpreta el mito de Narciso, desafiando al psicoanálisis clásico que subestima el poder de esta maravillosa hidromancia, es decir, del poder de la imaginación humana y nuestro tercer y último Ojo.

La apariencia, y su contraparte, el Ojo,  no son simples artefactos del ego si no medidas y herramientas por la cuales el ser puede ser cuanto se ama.  Es la creación de imágenes la que hace la vida vivible, y al humano, más humano. Pero sin la visión de esa imagen, el sueño se vaciaría.  Le faltaría sociedad.  La visión narcisista debe tomar un rumbo definido, impulsado por el deseo de la autocreación, y esa autocreación debe ser compartida para aumentar la intensidad con que los humanos “jugamos” este juego llamado vida y nos deseamos los unos a los otros. ¿Qué sería la vida sin sueño? ¿Qué sería la vida sin los sentidos? ¿Sin la belleza?

El Ojo de Narciso no es solo un ojo. Ni siquiera es necesaria la vista. Hasta podríamos decir que el Ojo de Narciso es ciego, ciego como el de Odín,  en la medida en que se pierde en su propio sueño y en su propia nigromancia. Se ahoga en él. La imaginación facilita el ensueño, el sueño diurno, que es el sueño potente, activo, despierto, consciente, y para ello el Ojo debe ser un Ojo superhumano. Si como dice Bachelard, «el mundo es Narciso que se piensa a sí mismo, entonces el yo debe ser un Ojo que se imagina a sí mismo».

 

 

María Crista Galli (1985, Buenos Aires) no se define experta en ningún área específica salvo la inquietud. Todo se mueve menos el cambio es el lema taoísta que mejor define su forma de aprendizaje y de vida. Su pasión se extiende desde la traducción, que estudió formalmente, hacia distintas áreas artísticas y culturales, como la danza, la poesía y las artes plásticas. Actualmente cursa estudios de floricultura en la Universidad de Buenos Aires.  Su objetivo es lograr un ensamble de todas las áreas que la apasionan, principalmente de la escritura y la botánica.

 

 

 

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