«Pool», por Nicolás Pose

imagen de bar

 

La bola se desliza por el paño mientras los ojos de los presentes, azorados, somnolientos o bien abiertos, aguardan con cautela el destino que el jugador le ha dado a la bola que continúa rodando, más lenta que al principio, y que, caprichosa, golpea en ambos flancos de la buchaca, imprime suspenso a la conclusión del tiro, los ojos de algunos parecen congelarse, y entonces, la bola entra como pidiendo permiso y todos festejan  como si un espermatozoide hubiera alcanzado el óvulo.

 —¡Vamos, carajo! — grita Jorge.

—Es una bola de mierda —dice, resignado, el moreno, que golpea el borde de la mesa con el puño.

El partido ha terminado y todos vuelven a distenderse, regresan a sus vasos de cerveza y continúan charlando como antes de la última jugada.

Cuando uno entra, cruza un pequeño espacio con dos o tres mesas y sillas y se encuentra con la larga barra de madera acompañada de altos taburetes, donde algunos borrachos beben pacíficamente mientras otros miran el partido del día en el televisor que está en el fondo; también están los que leen el diario y los que, al contrario, están expectantes por la gente que va cayendo al bar. Mientras se pide la cerveza se escucha la música, por lo general, jazz clásico, bebop, Jonny Cash, Tom Waits, Bob Dylan y, a veces, el nuevo rock británico. Frente a los últimos taburetes, donde finaliza la barra, hay otro recinto más pequeño, con mesitas circulares, donde las paredes están empapeladas simulando un suave terciopelo verde. Sobre la pared hay un cuadro en el cual está Napoleón a caballo que, solemne y serio, contempla el campo de batalla. Antes de abandonar ese recinto hay otro televisor, y luego comienza un estrecho pasillo donde se ve la cocina que siempre respira aroma de la comida frita que se prepara, platos chinos, comida india y las frituras que acompañan a las pintas de cerveza. A través del pasillo se sale a la habitación más grande, un cuadrado perfecto con bancos de madera completos adheridos a la pared junto a mesitas con algunas sillas. Aquí siempre ha rondado el humo proveniente de cigarrillos, pipas y habanos. Alcohol, humo, distensión y chamuyo han sido la marca de esta habitación por años. Pero ya no, la ley se ha encargado de anular la libertad del humo; sin embargo, allí está ubicada la mesa de pool, que difiere de la norma, al ostentar un pulido paño rojo, asentado sobre una superficie de mármol, la superficie más lisa,  perfecta, que haya para jugar. Se podría decir que el pool es el corazón de este bar, sin la mesa, el lugar no latiría, así de simple. A través de dos ventanas se ve un patio blanco que tiene una escalera ornamentada que conduce hacia un primer piso donde hay un club de fumadores exclusivos o, al menos, eso es lo que se sabe. El patio tiene algunas plantas y bancos de mármol, como los viejos bancos de plazoleta, y se sale a él por una vieja puerta de madera. El patio también tiene una particularidad, si uno va temprano, choca de repente con el silencio. Pero cuando el bar está movido, allí se reúnen personas de diversas edades, que fuman y toman alegremente, la mayoría hombres, en plan de cacería, que seleccionan con la mirada a alguna mujer, e imaginan, con esperanza, que les haga la noche más llevadera al menos durante el sueño. Otros, solitarios, miran a través de la ventana que divide el patio del recinto del pool y aguardan que comience una nueva partida mientras se sacan la sed con cerveza.

El ganador jugará por quinta vez consecutiva, por eso recién el nuevo contrincante se ha dirigido hacia la barra a comprar la ficha  para que se inicie una nueva partida. Las reglas son simples: el que gana sigue jugando hasta que otro lo derrote; mientras tanto, los demás, que se han anotado en una pizarra que está colgada en la pared, esperan su turno, siempre con un vaso de alguna bebida alcohólica a mano. El reglamento está escrito en un cuadro, se trata de bola 8, una manera de jugar eficaz y sin mucha especulación, ya que uno puede embocar cuando la bola negra quede sola donde se le antoje, siempre y cuando señale la esquina donde desea colocarla. En caso de que la negra entre en otro hoyo distinto al señalado, pierde.

Mientras fumo, sentado en uno de los bancos del patio, me doy cuenta de que el nuevo rival está colocando la ficha mientras hace malabares con la pinta de cerveza. Antes de continuar, decide apoyarla sobre una mesa; luego, jala la palanca y las bolas aparecen haciendo un ruido estruendoso. Los jugadores se dan la mano. Por un lado, está Jorge; por el otro, un tipo que no conozco, de ojos azules, calvo, sin duda extranjero, y con algo en la mirada que le confiere una seguridad arrolladora sobre su adversario. Pero eso no cuenta para la mayoría de apostadores que se juegan unos pesos sin que exista ningún mediador entre ellos.

Una mujer de unos 35 años se acerca y me pregunta si he visto a Nahuel. Le digo que hace mucho que no lo veo. Me cuenta que ella es la ex novia y que ya hace varios días que no puede contactarlo, que no sabe si le ha pasado algo o no y está preocupada porque hace tres meses que no le pasa la cuota alimentaria de su hija. Le digo que ya hace un tiempo que no viene y que si lo llegase a ver le comentaré lo del dinero. Me responde, ofuscada, que si soy uno de sus amigos, que no me haga el pelotudo y le diga inmediatamente dónde se esconde la rata de Nahuel, porque el dinero es para su hija y no para ella. La miro y no le respondo.  Nerviosa, dibuja una sonrisa y, con un gesto despectivo en la boca, se aleja.

En la mesa quedan dos bolas para Jorge, sin contar la negra; y una para el extranjero, que ahora bebe de la pinta como si no lo hiciera por meses. Termina la cerveza, apoya el vaso contra una mesita y observa la ubicación de las bolas. Pero ocurre algo, porque mientras el extranjero continúa sopesando la ubicación de las bolas, la forma en que hará el tiro, si jugará con banda o no, Jorge se le acerca imperiosamente y le dice: “Kemón, madarfaker”. Todos se quedan callados, Jorge lo ha dicho para que lo escuchen, desafiante. El extranjero lo mira, lo sobra con sus gélidos ojos azules y dice en un español defectuoso:

—No puedo jugar con latinos de mierda como vos.

Lo ha dicho suavemente, como si su educación primermundista le confiriese mayor dignidad a la hora de insultar. A Jorge se le marca una vena cerca de la sien, un ojo comienza a entrecerrársele y una de sus manos se convierte en un puño. Se le acerca, abrupto, peligroso. Ambos se miran, amenazantes, mientras los demás observan y presienten la pelea. Una línea fina los separa de un cabezazo, de un roce, tal vez de un movimiento torpe para que todo se salga de control, pero ante la mirada de un grandote de seguridad vestido de negro, la cosa queda ahí y no pasa de un intento de pecheada.

—¡Si vas a decir boludeces, no vengas más, yanqui de mierda! ¡Me escuchaste, sorete!

El hombre de seguridad, que lo conoce a Jorge por ser un habitué, le guiña un ojo para que se calme. Jorge le da la espalda al extranjero, bebe un poco de cerveza y luego el juego continúa con normalidad.

—¿Tenés fuego? —me dice una jovencita rubia, con mirada interesante.

Busco pero no puedo encontrar el encendedor.  La miro y ella, impaciente, se enoja y me dice que no importa, que buscará a otro, que fue mala idea pedirme fuego. Me empiezo a preguntar si salir a distenderse es lo mismo que antes, porque a pesar de estar en un bar, un fin de semana, todos parecen tan ansiosos como si fuera un lunes por la mañana.

Miro a través de la ventana y sólo quedan dos bolas: la negra y la blanca. Jorge señala con la punta del taco la buchaca y con seguridad emboca la negra mientras la blanca queda dormida sobre la banda.

Se acerca un tipo rapado, morocho, fornido, que tiene manos grandes, de campesino, y comienza a contarme su historia. Dice que ha golpeado a su mujer desde que empezaron a salir hace cinco años. Lo escucho y no respondo nada. Luego se ríe solo, dice que ha estado dos años preso en Marcos Paz, que había planeado un robo perfecto con un cómplice pero los planes nunca se pueden sostener, que el azar les jugó una mala pasada.

Me paro y veo que aparecen todas las bolas mostrando su variedad de colores sobre la mesa de pool. El tipo continúa sentado al lado mío y me pregunta si lo estoy escuchando. Le digo que sí. Porque ustedes, todos los giles que están acá, parecen no saber nada de la libertad, de lo que significa estar afuera, ¿me entendés? Porque los veo tan tristes a todos, que me doy cuenta que no saben nada, que son simplemente unos pendejos que vienen a escabiar y jugar al pool para perder un poco más de tiempo de su vida sin sentido. Lo miro y le digo que tiene razón; pero qué quiere que hagamos, si la vida de adulto ya es bastante infernal, no veo qué tiene de malo venir a perder tiempo con estas cosas. Cada uno hace lo que quiere, le digo. Prende un cigarrillo y se queda abstraído como si estuviera pensando en algo importante. Pasan unos segundos, reacciona, y confiesa que no está acá de casualidad, que sabe que como a este bar viene tanta gente, en un rato van a venir unos amigos suyos y van a robarse toda la guita del lugar. El tipo sonríe, se levanta tranquilo y entra para ver cómo están jugando.

Conozco la clientela y, por lo general, hay tantos borrachos, que no tiene sentido pensar en la veracidad de sus historias. Si uno le hiciera caso a la cantidad de historias que se entremezclan en este patio, podría armar, tranquilamente, un libro de cuentos suburbanos de borrachos, delincuentes, golpeadores, jugadores, barrabravas y, sobre todo, de muchos que se sienten perdedores o defraudados por la vida.

Enciendo otro cigarrillo y me pongo a mirar el juego: le quedan tres rayadas a Mike y dos lisas a Jorge. Todos conocemos a este inglés gordito, de cara afable, canoso y de ojos azules. Mike es  famoso no sólo por pasar más tiempo en el bar que en su casa, sino también por ser un tipo de los más amigables y buenos que uno pudiera llegar a encontrarse por la vida. Mike tiene sus excentricidades, porque, a pesar de sus sesenta años, suele pintarse con esmalte rojo o negro todas las uñas de ambas manos y, en verano, cuando usa ojotas, también las de los pies. Se podría decir que Mike ha dejado a su familia en Inglaterra y ha ganado a una nueva dentro del bar. Generalmente está con chicas jóvenes que lo escuchan como si fuera un abuelo cariñoso y también lo aconsejan con el cuidado de las uñas y el pelo. Todos recordamos aquel día de su cumpleaños cuando Mike nos entregó un calendario con una foto suya, sin camisa y mostrando su panza cervecera, junto a una de sus amigas, imitando la famosa tapa del disco donde John y Yoko posan desnudos.

Mientras Mike bebe una espesa cerveza negra, piensa cómo realizar un tiro para meter las tres bolas rayadas que le faltan y de paso, en lo posible, dejar a la blanca servida para rematar a la negra. La  colorada rayada está justo en el centro de la mesa, cerca de la buchaca; más abajo, en el rincón inferior, está la azulada, mientras que la negra está en el rincón de enfrente, obstaculizada por la amarilla. Mike tira y roza lateralmente a la colorada que penetra suavemente por el centro mientras que la blanca queda adormecida. Luego mete la azulada en el rincón y deja la blanca en un ángulo de 45 grados con respecto a la amarilla. Golpea suavemente con el taco la bola blanca y la amarilla entra despacito sin ni siquiera mover la negra. Aunque Jorge ya perdió, Mike, como un lord, señala con la punta del taco hacia dónde irá la negra. Jorge, resignado, ya está apoyando el taco por anticipado en la pared, cuando en ese momento todo se transforma, porque literalmente, la habitación se inunda de un humo verdoso como el paño clásico de la mesas de pool, una niebla que hace que nada se pueda distinguir desde el patio, destacándose, paradójicamente, sólo el rojo de la mesa. Lo primero que escucho son los gritos, sobre todo, de algunas mujeres. Hay movimientos repentinos que no sé si imagino o qué, porque no logro ver mucho desde el patio. Los que están dentro de la habitación, alarmados, tratan de entrar al patio para respirar, pero la puerta está trabada. La rompen a patadas y el humo verde comienza a invadir el patio. La primera reacción es toser con fuerza, la garganta pica y siento náuseas, más cuando veo a un tipo enfrente mío vomitando. De a poco, el humo verde se va yendo, mientras todos nos ponemos una mano sobre la nariz y tratamos de no abrir la boca. No podría decir cuánto tiempo ha pasado, pero finalmente entro al recinto de pool. No queda nadie, es como si un virus hubiera hecho desaparecer a todos. Lo primero que veo es una mancha verdosa, muy evidente, en el piso, pero continúo y cuando llego a la barra veo que hay dos policías escuchando el relato de uno de los barmans, mientras Mike balbucea unas palabras irreconocibles, con lágrimas en los ojos, vaya a saber uno si por la escena de violencia que ha ocurrido o por su marcado estado de ebriedad.

 

Nicolás J. Pose (1980, Buenos Aires) Es profesor en Letras (UBA). Obtuvo el primer premio de Narrativa en el VII Certamen de Poesía y narrativa Breve organizado por la editorial De los cuatro vientos. Es autor de La Performance (De los cuatro vientos, 2005) y ha colaborado en revistas como El interpretadorNo retornable y Siamesa. Su novela Por una cabeza permanece inédita. Actualmente trabaja como docente en el GCBA.

 

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