«En la simpleza estaba la felicidad», por Gustavo Monsalve

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La entrada está escondida, como hace años, detrás del ombú donde termina nuestro terreno. Está en el suelo, disimulada por una tapa con camuflaje militar. Tiene una combinación, lo que es una ventaja para evitar a cualquier curioso que la encuentre de casualidad. Cuando se mueve la manija con los movimientos precisos se abre. La humedad te inunda la nariz. Para bajar hay una escalera caracol rojo ladrillo. La luz del ambiente es cálida, cambié los tubos que duraban más, pero eran horribles para leer. Hay un escritorio amplio de roble, una biblioteca enorme que cubre una pared y pilas de vinilos que el polvo se encarga de cubrir con paciencia. El tocadiscos está sobre unos cajones de verdura. Estaba haciendo un mueble para que quede mejor apoyado, la mesa de luz para nuestro cuarto, te dije. Una heladera industrial enorme, tres catres militares y una cañería neumática que manda mensajes al escritorio de nuestra casa. Los mensajes salen sobre la mesa, en el extremo opuesto a los cajones, no los viste nunca por que está tapado por la caja de habanos. En una de las paredes hay una portada de la revista Gente enmarcada. “Estamos ganando”, en letras rojas, asumo que fue la última decoración que hizo mi viejo antes del infarto. No me atreví a cambiarla.

Vos te acordás de papá y su paranoia. Como hablaba de los rusos y sus bombas H. No creo que estuviera del lado de los americanos, pero le encantaba ensañarse con los soviéticos. De su juventud en el liceo, y de la tradición militar que le había inculcado mi abuelo no tiene sentido que te hable. Lo que vos no sabías es hasta qué punto este tipo se lo había tomado enserio. Hasta que punto, creía que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina. Este bunker sería la salvación de nuestra familia.

Cuando me casé con vos, me interrogó por horas y hasta me confesó que había estado pidiendo datos tuyos a ex compañeros de inteligencia. Tu apellido ruso no lo dejaba dormir, ¡Romanov! ¡Hijo!, ¡Romanov!, me decía. No te lo conté antes para que no le agarres bronca, después de todo fue un buen tipo, nos dejó la casa y los terrenos.

Me habló del bunker en una de las últimas veces que lo vi. Al principio no le di mucha importancia, pero con los años empezó a germinar dentro de mí la necesidad de alejarme. A lo mejor por egoísmo, para tener mi tiempo, o por nuestras peleas. Empecé a pensar que tenía que ser mi refugio, el lugar donde podía estar conmigo mismo. Bajé por primera vez cuando me admitiste lo que habías hecho.

Hace varios años que te miento respecto a mi trabajo, al menos en parte. Si bien es cierto que administro los campos que heredé, así como nuestra estancia, los viajes que hice a la ciudad para hablar con el contador, nunca existieron. No me iba a ningún lado. ¿Qué querías que hiciera? No sabía cómo reaccionar. La ansiedad por volver acá no hace más que crecer, ya echó raíces, es una fuerza irresistible. Dejaba la camioneta con la que me viste salir tantas veces, en la estancia de Don Julio. ¿Te acordás que me mencionaste que Don Julio se había comprado una camioneta como la nuestra? Bueno, es la nuestra. Ni miraste la patente. Él me la guarda, porque le inventé toda una historia de una amante (no, ojalá tuviera el valor para tenerla) y como buen conservador, no me juzga. A cambio le llevo las perdices en escabeche que preparás. No sé cuántas veces volví por el camino, de noche y agazapado, para meterme en el bunker.

No vas a entenderlo. Apenas empiezo a bajar por la escalera la humedad me riega y cierro la puerta, siento el olor a libros y florece algo por dentro. Leo Guerra y Paz tirado en el catre, a lo mejor algún día lo termino, y escucho como se mezcla mi voz con las notas que salen del tocadiscos. Me transporto. Veo todo desde abajo. Primero paso los extensos campos, sus texturas. Las olas en el trigo. Las vacas arrancando el pasto, como las raíces ceden, las madrigueras de las vizcachas que se abrigan y retuercen buscando calor, las mulitas que corren frenéticas. Y sigo. Camino y camino. Hasta llegar a la ciudad. Nadie me ve. Puedo contemplar el mundo desde otro lugar. Las suelas gastadas y las suelas nuevas, los que arrastran los pies y los que dan pasos firmes. Me apropio de las vidas de estas personas. La chica que se acomoda el pelo a la derecha antes de girar la cabeza y ver a su novio, y los pelos acomodándose unos detrás de otros formando una cortina y la sonrisa a medias del viejito del parque cuando pasa la señora del vestido crema porque quiere ocultar que le faltan dos dientes. Las idas a los supermercados, la rutina, el nene haciendo berrinche en el piso por que no le compraron el helado, cada pequeño universo se ofrece en mi cabeza y me siento dueño de todo. Pero se interpone la imagen. Acá me siento reconfortado, siento como hecho raíces.  En el bunker no hiciste nada con otro.

No debería, pero tengo una sensación de tranquilidad. No sé si lo que pasó fue por mi culpa, pero nos distanció. Tengo ganas de decirte tantas cosas, pero sé que de tu lado puede venir una respuesta que no soportaría. Lo peor es que los chicos sufren la tensión entre nosotros y ya no quieren estar cerca nuestro. Casi no hablo con ellos. No quiero imaginar cómo se van a sentir. Tenés que explicárselos, tienen que saber que no los abandoné. Es lo que más me importa. Cerré la puerta demasiado fuerte y se activó el mecanismo de clausura total. La salida está bloqueada y nadie la va a poder abrir. Tengo comida enlatada para unos treinta años más y agua de sobra.

Espero que hables con ellos de lo que fui, no me interesa que puedas sentir vos. Me estoy preparando una taza de té, si algún día limpias el escritorio, vas a correr la caja de habanos y vas a encontrar el mensaje. Escucho a los Beatles y pienso que ellos sabían que en la simpleza estaba la felicidad.

 

 

Gustavo Guido Monsalve (1986, Buenos Aires), Editor (UBA) devenido librero en su propio local: Librería Rodríguez Almagro. Publicó un libro de cuentos «Moiré» (2010) y actualmente está preparando otro.

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