«Árbol de moras», por Nicolás Villarino

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Cuando la vi por primera vez, les conté enseguida a los chicos del pasaje que me gustaba la chica flaca y alta, de pelo castaño, que vivía a la vuelta e iba sola a comprar al mercado. Caminaba rápido y parecía siempre atenerse al mandado. No saludaba a nadie. Una vez en la fila me quedé sin reacción cuando la vi justo delante de mí, me pregunté si era tan ágil como para tomar algunas cosas en pocos segundos o si yo estaba tan distraído. Me animé a saludarla y preguntarle si alguna vez quería venir a jugar al pasaje, ya estaba pagando y metiendo a la vez las cosas en la bolsa para irse apurada.

Siempre jugábamos en la calle, sobre todo en verano. A veces no había tarea del colegio para hacer, podíamos salir después de que se cumpla el tiempo para la digestión del almuerzo y quedarnos hasta la noche sin mucho control. Nos juntábamos los cinco que vivíamos en el pasaje, nos sentábamos en la vereda de una casa y hablábamos de cualquier cosa, nos contábamos lo que habíamos visto en la tele e intercambiábamos figuritas. También venían chicos de otras partes del barrio, ahí hacíamos equipos.

No podría olvidarme cuando pasó por el pasaje sin la bolsa de las compras y se quedó toda una tarde. Estábamos justo a punto de formar los equipos del Poliladron. Ella simplemente se acercó y preguntó si podía jugar.

–Nos falta uno para ser pares, vení. ¿Cómo te llamás? –le pregunté, aunque para ese momento ya sabía.

–Julieta

No había hecho la cuenta, y por suerte nadie la hizo después porque ya éramos pares y los equipos se fueron formando con el pan y queso que también usábamos para el fútbol. Quedamos en equipos contrarios. En un momento del juego ella me perseguía y yo usaba casi entera mi velocidad porque quería que me atrapara, y así fue. Me atrapó porque era rápida, pero también porque caí y no pudo esquivarme. Su cuerpo se apretó contra el mío unos segundos y pude sentir la colonia en su camisa a cuadros: quise creer que era el gusto de la piel de una chica. Nunca había estado tan cerca de ella, los días que siguieron iba a la esquina por si se le ocurría volver. Recién a las dos semanas la volví a ver, pasaba con la bolsa del mercado, fui corriendo a buscarla pero ya no estaba.

Algunas noches, después de jugar en el pasaje, me subía a un árbol de moras que era un punto intermedio entre su casa y la mía. En la copa de ese árbol, a una hora que en el conurbano ya están hechas las compras y la gente está adentro de su casa, por hacer la comida, cantaba la canción de ending de Digimon:

Al cielo pido un favor

que tú me quieras a mí

deseo a morir

que algún día tú estés por siempre conmigo

Tengo la fe

Amar era una cuestión de fe, la religión de un dios ausente y desconocido. Y consideraba las cuestiones de fe: rezaba de la manera que sabía. No había tenido catequesis en el colegio y usaba una fórmula inventada que me había aprendido de memoria. Pedía por mi familia, la salud de ellos, no me atrevía a pedir una ayuda para que la chica que me gustaba me mirara. Quería creer en Dios, en la influencia de un dios para los sucesos importantes pero también quería creer que había una fuerza grande que funcionaba de una manera similar para lo que tenga que ver con el amor, o con los sentimientos.

El día de la primavera hicimos una fiesta en la casa de Jorgito, improvisamos un cantobar. No había música pero nos alcanzaba con recrear las canciones que conocíamos, las que escuchábamos en la radio. Nadie se animaba a pasar, hasta que se me dibujó un objetivo claro y pasé al escenario de cartón sobre el piso de tierra mojada por la lluvia de la tarde. Canté “Te quiero así”, de Chichi Peralta, en el estribillo desbordado de excitación, en pocos segundos supe que en ese lugar no había nada más que hacer. Tiré la cartuchera de los Power que usábamos de micrófono bien alto y salí disparado a la casa de Julieta. Toqué el timbre y nadie salió. No sé qué le hubiera dicho si hubiera contestado a mi llamado. O si hubiera salido la madre. ¿Le iba a preguntar si dejaba a su hija ir a la fiesta de la primavera a las once de la noche?

Aunque Julieta vivía en la misma manzana que yo, daba vueltas para verla y nunca podía. Todas las veces que la vi, ella cruzaba el pasaje hacia el mercado. Creo que era muy estudiosa, o la dejaban salir poco. Nunca salió de su casa, pero por las dudas caminaba esos metros de vereda sacando pecho y mirando hacia adelante, todo lo resuelto que podía. En el camino a la esquina iba perdiendo fuerzas, al doblar me sentía pequeño, la vuelta era una proeza inútil. A veces me quedaba sentado un rato, escondido pero alerta, detrás de la esquina. No aceptaba volverme, bajo ningún punto de vista. Como último recurso y excepción, empezaba a dar otra vuelta manzana, pero esos eran los casos más urgentes y también peligrosos: dar dos vueltas manzana seguidas podía hacer sospechar que estaba rondando por ahí sin propósito, y no quería que pudiera pensar eso.

Otra noche estaba en la heladería de esa manzana en la que se concentraba todo el mundo y ella llegó con su hermana más chica. Yo ya había tomado mi helado, pero cuando la vi me apuré a pedir otro y lo tomamos juntos. Se me cruzaron todos los pensamientos posibles por la cabeza a una velocidad inmanejable, sólo me pude concentrar en que no se me note el cuerpo desbordado y no se chorreara el helado. Creo que lo logré y hasta pude escucharla atento. Me contó que le gustaba Dragon Ball pero no Digimon, de sus mascotas gato y perro, de cómo podía hacer callar sin violencia a su hermanita y en un momento en que quedamos los dos ya sin helado y ella sin palabras, me dijo que iba a mudarse, que en dos días se mudaba. Me quedé mucho más callado, aunque prácticamente no había abierto la boca más que para asentir. Ni siquiera le dije “suerte” o “qué bueno”, ante la falta de respuesta me dijo que le hubiera gustado conocerme más, me dio un beso en la mejilla y se llevó a la hermanita que estaba haciendo un desastre con el agua del bebedero. Más tarde fui al árbol a cantar, pero ya no el ending de Digimon sino una de Dragon Ball que me sabía, porque a mí también me gustaba.

 

Nicolás Villarino (1988, Buenos Aires) Se crió en Banfield y a los dieciocho años se mudó a Capital. Es Licenciado en administración y estudia Letras en UBA. Hace taller literario con Juan Sklar desde 2016. Su color preferido es el verde agua.

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