Narrativa: «La estrategia», por Melina Mendoza

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Imagen: Él mató a un policía motorizado

Nunca hubo una Bridget Jones para mí. Sí, algo había mío en esa gordita cagona y vergonzosa, con algo de ansiedad social y mil maneras para esconder inseguridades. Pero ella no se trataba de mí. Quizás si le hubiese prestado mejor atención cuando la enganchaba esas tardes en Telefé,  las cosas hubieran sido menos complicadas… o distintas. Pero sin dudas no hubiera llegado a aquella instancia.

Dejarla nunca iba a ser fácil. El último intento no fue el único, me cuesta confesar. La idea ya se me había cruzado por la cabeza, pero nunca había atravesado la barrera de los labios.

Tuve que pensar una estrategia.

Tres años juntas, ninguna pavada. Además de todo lo que el tiempo no sabe describir por sí sólo, claro está.

La veía en aquel colchón polvoriento, en aquel monoambiente en constitución; la veía a través de unas pequeñas líneas de luz que le ganaban a la persiana y casi que aborté la misión. Suspiré. Parecía otra mañana en la que nos despertábamos, cogíamos y desayunábamos algo.

Mi estrategia era disimular.

Parecía otra mañana en la que contentísima, preparaba su clase. Carolina enseña filosofía en uno de esos colegios que son sólo para mujeres. De forma clandestina, en vez de hablarles de Aristóteles, les habla de Beauvoir, en un intento de empoderarlas. Tendrían que verla para comprender. Sentada frente mío como indio, comiendo una pizza fría de la noche anterior, rodeada de libros y hojas arrancadas de cuadernos. Hablaba con la boca llena y yo me derretía. Me hacía preguntas y no le contestaba, sólo la miraba. “¿Qué te pasa?”, me decía con una sonrisa y se le llenaba de aceite la camiseta que usa para dormir.

Aunque aquel día no iba a ser como los otros. Eso era algo que ella ya sabía. Detrás del colchón estaban nuestros bolsos: Después de su clase, yo la pasaría a buscar y rajaríamos en tren sin avisarle a nadie.

Mi estrategia era convencerme de que hacía lo correcto.

Una noche, por un bardo, nos sacaron de un bar durante un reci. Estábamos con unos amigos de ella, un par de chabones de treinta, como ella, bastante drogados, como ella. Hicieron quilombo y nos patearon. Ella se acercó para putear al patova y antes de poder decir algo, el tipo le gruñó “rajá de acá, torta, porque te vamos a hacer cajeta” y fue como un baldazo de agua fría que la trajo de nuevo a la tierra. Así me lo contó. No me olvido más, me agarró fuerte y me dijo: “Vayámonos a la mierda. No quiero saber más nada con esta ciudad”. Los idiotas de sus amigos se mofaron, le dijeron algo como que era una careta y que qué hacía conmigo, la “pendeja de veinte años”. Y finalmente pudo ver a los idiotas de sus amigos como los idiotas de sus amigos, pero nunca más los curtió.

No, no soy una buena estratega.

Lo que apenas parecía una fantasía aquella noche en Villa Crespo, pasó a tener una fecha concreta, impresa sobre dos pasajes que había sacado en Retiro. Quizás si lo hubiésemos hablado bien, con tiempo. Ojalá le tuviera miedo, como Bridget, a morir sola y gorda, con una botella de vino. Pero esa no era yo. Entonces, entre medio de las teorías queer, se cruzaban exclamaciones y que no sabíamos qué nos esperaba, que íbamos a aprender muchísimo, que íbamos a conectar con nosotras mismas y alguna que otra jiponeada. Yo seguía mirándola. “Estoy un poco dormida”, soltaba a veces como excusa a la emoción por viajar no correspondida.

No podía decirle que tenía miedo. No podía decirle a toda esa mujer que yo tenía miedo. “¿Qué perdés?”, me iba a saber decir con una soltura preciosa y una espontaneidad casi hollywoodense, pero con un egoísmo que notaría en medio de la Quiaca y del que no podría huir. Y sí, iba a tener razón. No tenía nada qué perder, pero justamente por eso quería quedarme. Para ella era fácil. Mucho le había pasado y mucho se había dejado atravesar. A mí me queda tanto por vivir todavía… Me queda cansarme de la Capital, todavía. Me queda rechazar algunos viajes o al menos, me merezco poder estar confundida. Pero no hubiera entendido así no más, tenía que pensarla bien. Me costaba tanto imaginarla confundida. Siempre supo mostrarse fuerte. Hasta me la imaginé a los veinte, deseando que alguna minita con la que salía, le propusiese al menos un viaje.

Mi estrategia era establecer la distancia, antes de que se materializara.

Me habló de una de sus alumnas y bajé la guardia. Comencé a escucharla. Me volví a enganchar, hasta le devolví una risita y le acaricié la mano. Pero fue después de un silencio, de ella mordiéndose el labio inferior, de una mirada contenida de algo que ya no me traspasaba, que recibí mi propio baldazo.

–  Esto que vamos a hacer… es un sueño. Sos un sueño.

–  No vamos a viajar juntas, Caro.

Me miró extrañada, pero luego carcajeó.

– No me jodas, Lau.

Volví a mi silencio. No quise mirarla, porque ya no sabía mirarla.

– ¿Por qué me hacés esto ahora? Dale, pelotuda. Si no perdés nada… – me obligó a volver a verla, pero ahora con los ojos llorosos.

– Capaz que no quiero rajar. Capaz que hay algo todavía acá para mí.

Mi estrategia. ¡¿Dónde estaba mi estrategia?!

– ¿Ahora me vas a venir con esa boludez? ¿Desde cuándo, Lau? Seguro me salís con el futuro no sé qué, el futuro no sé cuál – se rió, de nuevo, con ese egoísmo.

Entonces, reconocí mi estrategia:

– Capaz me quiero casar con un tipo.

No sé si ya no sabía mirarla, pero en definitiva, esa mirada antes no la conocía.

– Capaz que hasta quiero tener un hijo. Tenerlo acá – me hice la fuerte, la firme, la de las convicciones, la Carolina y me señalé la panza-. Tenerlo y parirlo y llevarlo a la casa y darle la teta en el living.

La Carolina desilusionada que no conocía dejo de verme y de pronto sentí que miró el colchón sucio, el departamento pequeñísimo, la pizza fría y su camiseta asquerosa, sin la magia que habíamos sabido darle. No pasó eso conmigo, porque yo no tenía nada que perder.

Tenía que seguir jugándola de mujer maravilla para poder bancarme ese silencio funerario y no querer interrumpirlo arrepintiéndome. Sin embargo, como buena pendeja, me jodía que ella no dijera más nada. Cómo me jodía juntar mis cosas y que no me retuviera…

– No soy lo que pensabas, ¿no? – solté, llorando en la puerta, con la mochila en el hombro–. Por eso no me insististe más.

–  No, me gustas muchísimo… tal y como eres.

Mentira. Eso le dijo Mark Darcy a Bridget. Carolina me dijo, sin mirarme, prendiendo un pucho:

– No puedo insistirte más porque mi estrategia es parar cuando tus sueños son caprichos que yo no puedo satisfacer.

 

 

Melina Mendoza (1996, Zarate) Poeta crota y re feminista. Siempre quiso ser escritora, por lo que se inscribió en la carrera de Letras donde se volvió una lectora. Periodista en Revista Spoiler y Revista Palta. Editora en el proyecto autogestionado La Furia fanzines.

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